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Me salía humo de la cabeza. Conocía el rendimiento de las naves médicas no tripuladas. Podían ir desde la órbita de Mercurio hasta la de Plutón en un par de días, desde el principio hasta el fin. De vez en cuando, por accidente o suicidio, iba algún pasajero en ellas. La pulpa aplastada que recogían en la otra punta mostraba la opinión del cuerpo humano sobre los cien g de aceleración.

—¿Qué sucedería si los impulsores dejaran de actuar repentinamente? —pregunté.

—¿Se refiere a cuando la cápsula está contra el disco, durante el impulso máximo? — Wenig movió la cabeza—. Hemos diseñado un sistema de seguridad para evitar que suceda, incluso en los prototipos. Si hubiera alguna señal de que la impulsión se interrumpe, la cápsula se trasladaría a lo largo de la columna, lejos del disco. El mecanismo está incorporado.

—Hum… Pero McAndrew no ha vuelto. —Sentí la imperiosa necesidad de ponernos en marcha—. Ya había visto antes sistemas de seguridad incorporados. Cuanto más seguro parece un sistema, peor es el resultado cuando falla. ¿Podríamos salir ya?

—Vamos —dijo Wenig—. Como sabe cualquier maestro, no se obtiene mucho de un alumno impaciente. Le contaré el resto mientras viajamos. Seguiremos el mismo itinerario que McAndrew. Aquí está registrado su trayecto.

—¿Usted cree que McAndrew se atuvo al plan de vuelo?

—Sabemos que no. —El rostro de Wenig adquirió una expresión mucho menos segura—. Escuche, cuando los impulsores funcionan al máximo, el plasma que rodea la cápsula-habitáculo interfiere con las señales de radio. Cincuenta horas después de que se marcharan del Instituto, el Merganser fue rastreado desde la estación Tritón. McAndrew regresó al Sistema Solar, desacelerando a cincuenta g. No cortó la impulsión; sólo atravesó el Sistema, y se alejó de él en una dirección ligeramente distinta. Captamos el registro de vuelo, pero no tenemos idea de lo que pudo hacer. Con la impulsión conectada, no hay forma de obtener señales suyas, ni de enviárselas.

—Así que recorrieron todo el trayecto con la impulsión al máximo… Y regresaron aquí. ¿Pero por qué no me lo dijo Limperis durante nuestra primera reunión? —Fui al gabinete y cogí un traje—. Hizo todo el viaje a cincuenta g o más… Vayamos tras él. Si mantiene ese promedio, ya debe estar a mitad de camino de Alpha Centauri…

La cápsula-habitáculo era de unos tres metros de diámetro y tenía un mobiliario muy sencillo. Me sorprendió la cantidad de espacio libre. Wenig me indicó que el equipo y las provisiones que podían resistir la elevada aceleración iban fuera de la cápsula, en el lado externo del disco de gravedad.

Comenzamos a seguir el plan de vuelo de McAndrew, pero a los pocos minutos recordé lo que había dicho Limperis de que yo sería quien mandara, y cambié de parecer. Si pensábamos alcanzar a McAndrew, cuanto menos tiempo perdiéramos en dirección opuesta, mejor. Había regresado a través del Sistema; debíamos encaminarnos en la misma dirección en que se le vio por última vez.

—Subiré a cincuenta g —anunció Wenig—. Así experimentaremos las mismas fuerzas de perturbación que el Merganser. ¿De acuerdo?

El estómago me dio un vuelco.

—No estoy de acuerdo en absoluto. Mire, no sabemos qué ha ocurrido con Mac, pero es muy probable que haya tenido algún problema con la nave. Si hacemos lo mismo que él, podremos terminar en su misma situación.

Wenig quitó las manos de los controles y se volvió hacia mí, con las palmas abiertas.

—¿Pero entonces qué vamos a hacer? No sabemos adonde se dirigen. Lo único que podemos hacer es tratar de seguir el mismo trayecto.

—No estoy segura. Lo que sé es lo que no vamos a hacer: no vamos a aplicar la aceleración máxima. ¿No dijo usted que había volado el Merganser a veinte g?

—Varias veces.

—Entonces sigamos la trayectoria de Mac a veinte g hasta que estemos fuera del Sistema. Luego, detenga los impulsores. Quiero que utilicemos los sensores, lo cual no nos será posible si estamos envueltos en una esfera de plasma.

Wenig me miró. Sé que me estaba acusando mentalmente de cobarde.

—Capitana Roker —comenzó serenamente—. Creía que teníamos prisa. De la forma que usted propone, podemos estar semanas enteras buscando al Merganser…

—Aja. Pero llegaremos. ¿Los sistemas de soporte vital de Mac pueden resistir ese tiempo?

—Con toda facilidad.

—En tal caso, no le dé más vueltas al asunto. Manos a la obra. A veinte g, lo más rápido que le sea posible.

El Dotterel funcionaba de maravilla. A veinte g de aceleración relativa al Sistema Solar, no sentíamos nada extraño.

El disco nos atraía hacia sí a veintiún g, la aceleración de la nave nos alejaba de él a veinte g, y allí estábamos, sentados en mitad del habitáculo, a una gravedad perfectamente normal y confortable. Ni siquiera sentía las fuerzas de marea, aunque sabía que estaba actuando sobre nosotros. La comunicación con el Instituto Penrose era deficiente, pero ello entraba dentro de nuestros cálculos. Pensábamos resolver el problema en cuanto interrumpiéramos la impulsión.

Curiosamente, la primera fase del viaje no nos produjo temor sino aburrimiento. Quería alcanzar una buena velocidad de crucero antes de que viajáramos arrastrados por la inercia. Eso me dio oportunidad de esclarecer otro misterio, que al menos parecía tan insondable como la desaparición del Merganser.

—¿Qué ocurrió en el Instituto, para que permitieran subir a bordo a Nina Vélez?

—Se enteró de que estábamos desarrollando una nueva clase de impulsión. No me pregunte cómo. Tal vez viera el presupuesto del Instituto… —Wenig hizo un gesto de desdén—. No me fío del sistema de seguridad que hay en el Cuartel General de la FUE.

—¿Y la dejaron meterse, y obligaron a McAndrew a llevarla en un viaje de prueba?

Estaba aún más furiosa de lo que traslucía mi voz. La vida de Mac tenía más importancia que la dignidad de cierta burócrata de culo aplastado para la plana mayor del Instituto.

El doctor Wenig me miró fríamente.

—Creo que no ha comprendido bien la situación. La plana mayor del Instituto no obligó a McAndrew a llevar a Nina Vélez. En primer lugar, en el Instituto no existe ninguna «plana mayor»: el Instituto lo dirigen sus propios miembros. ¿Quiere saber por qué la señorita Vélez se encuentra a bordo del Mergansert Se lo voy a decir. McAndrew insistió en que fuera con él.

—¡Mierda! —Había cosas que me resultaban difíciles de creer—. ¿Por qué diablos iba Mac a pedir semejante cosa? Lo conozco, aunque ustedes no sepan quién es. Más que su propia madre.

Wenig suspiró. Estaba reclinado en un sillón, frente a mí, bebiendo una copa de vino blanco. Para él, el viaje no representaba ninguna dificultad.

—Hace cuatro semanas habría hecho sus mismos comentarios, palabra por palabra — dijo—. El profesor McAndrew jamás podría hacer nada semejante, ¿verdad? Pero lo hizo. Para expresarlo con toda claridad, capitana Roker, estamos ante un caso de enamoramiento. Del peor tipo. Creo que…

Se detuvo, enojado. Yo me había echado a reír, pese a lo grave de la situación.

—¿Qué le produce tanta gracia, capitana?

—Bueno. —Me encogí de hombros—. Es que todo es tan gracioso… Más que gracioso, disparatado. McAndrew es un gran científico, y Nina Vélez podrá ser la hija del Presidente, pero no es más que una joven periodista. De todas formas, él y yo… él jamás…

Entonces, me detuve. Creí que Wenig iba a ponerse de pie para golpearme, a juzgar por la expresión de su rostro.