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—Capitana Roker, no me gusta su insinuación —espetó—. McAndrew es un científico, como lo soy yo. Tal vez usted no sea lo bastante lista para darse cuenta, pero la física es un campo de estudio, no una operación quirúrgica. Le recuerdo que la castración no forma parte de los exámenes para obtener el doctorado. —Su tono era sarcástico. No me hubiera gustado tener que hacer un viaje de dos meses a Titán con el joven doctor Wenig.

—Sea como sea —prosiguió—, ha llegado a una conclusión equivocada. No fue el profesor McAndrew quien sufrió el enamoramiento inicial, sino Nina Vélez. Está convencida de que él es un hombre maravilloso. Vino a hacernos un reportaje, y antes de que nadie se diera cuenta, pasaba días enteros en su despacho. Y después de la primera semana, incluso noches enteras…

Me equivocaba. Ahora lo sé, y creo que entonces también lo supe, pero estaba demasiado ofuscada para pedirle disculpas a Wenig. En cambio, dije:

—Pero si fue ella la que se enamoró de él, ¿por qué no se la sacó de encima?

—¿A Nina Vélez? —Wenig lanzó una carcajada que sonó a ladrido—. Se ve que no la conoce bien. Es la hija del Presidente. Consigue todo lo que se propone. Nina fue quien comenzó, pero al cabo de unos días hizo que el profesor McAndrew se comportara como un tonto. Su conducta fue realmente lamentable.

Estás celoso, Wenig, pensé. Celoso de la buena suerte de Mac. Pero no se lo dije.

—¿Y ella le convenció para que la dejara ir con él en el Mergansert ¿Y ustedes qué estaban haciendo?

Se ruborizó.

—El profesor McAndrew no fue el único que se comportó como un imbécil. ¿Por qué cree que Limperis, Siclaro y yo nos sentimos tan mal? Las dos mujeres del equipo, Gowers y Macedo, insistieron en que Nina Vélez no se acercara a la nave. Pero nosotros no tuvimos en cuenta su advertencia. Ahora comprenderá, capitana Roker, por qué los tres queríamos venir al rescate de McAndrew. Lo echamos a suertes, y yo gané. Y tal vez debiera considerar otra cosa —prosiguió—. En lugar de fijarse tanto en nuestros motivos, y de reírse de ellos, tal vez debiera examinar sus propios sentimientos. Está ofuscada… Creo que está celosa, celosa de Nina Vélez.

Afortunadamente tuvimos que seguir el plan de vuelo y prepararnos para cortar la impulsión en ese mismo instante, porque de lo contrario no sé qué habría hecho con el doctor Wenig. Soy bastante más alta que él, y le llevo unos cuantos kilos de ventaja, pero era un hombre fuerte y en buen estado físico. El resultado no era fácil de prever.

Nuestra inminente caída a la época de las cavernas fue evitada a tiempo por el zumbido del ordenador, que anunciaba la reducción de la impulsión. Nos sentamos, furiosos y sin mirarnos, mientras la aceleración disminuía lentamente y la cápsula se alejaba del disco para retornar a su posición de vuelo flotante, a doscientos cincuenta metros de él. La operación duró unos diez minutos. Cuando terminó, habíamos recuperado la compostura. Logré expresarle una tonta disculpa por mis insultos implícitos, y Wenig la aceptó con idéntica incomodidad, y se mostró apenado por sus palabras y pensamientos.

No le pregunté cuáles habían sido sus pensamientos: sospechaba algo mucho peor de lo que había llegado a decir.

Cortamos la impulsión a algo más de cien unidades astronómicas del Sol, y seguimos avanzando a la deriva a un cuarto de la velocidad de la luz. El ordenador nos ofreció compensación Doppler automática, de modo que pudimos recuperar la comunicación con el Instituto, vía estación Tritón. No podríamos conversar, pues el retraso de las señales ida y vuelta era de casi veintiocho horas. Sólo confiábamos en mandar a Limperis y a los demás un mensaje de «todo va bien».

El movimiento era totalmente imperceptible, aunque me pareció ver un enrojecimiento de las estrellas que había a la popa y un destello azul en las de delante. Estábamos allende el límite del sector planetario del Sistema, donde sólo había kernels y cometas. Aumenté al máximo la capacidad de los sensores, y Wenig y yo permanecimos un rato en silencio, observando atentamente el espacio. Me había preguntado qué buscaba, y yo le había respondido con la verdad: no tenía idea de qué ni de cuándo.

Seguimos moviéndonos a la deriva, internándonos en el espacio. No sé si puede llamarse ir a la deriva a viajar a un cuarto de la velocidad de la luz, pero así nos sentíamos: en un manto de negrura, con estrellas inmóviles y un diminuto Sistema Solar a nuestras espaldas.

Llevábamos los ojos muy abiertos, y también estábamos pendientes de los receptores de radios, las sondas infrarrojas, los telescopios, radares, medidores de flujo y detectores de masa. Durante dos días no encontramos nada; ninguna señal por encima del murmullo del perpetuo ambiente interestelar en que viajábamos. Wenig se estaba impacientando; su tono apenas alcanzaba las buenas formas. Quería que pusiéramos los impulsores al máximo y que saliéramos disparados tras McAndrew, dondequiera que se encontrara.

Cuando vi la primera señal, él estaba revolviéndose en su litera.

—Doctor Wenig, ¿qué hay allí? ¿Podría sintonizar el receptor infrarrojo?

Se puso inmediatamente a la consola. A los pocos segundos de ajuste sacudió la cabeza y lanzó una imprecación.

—Es natural, no emitida por el hombre. Mire la señal. Es un cuerpo caliente colapsado. Unos setecientos grados: por eso hay un pico de energía en la banda de cinco micrómetros. Si quiere podemos comunicarnos con Limperis, pero seguramente ya lo debe tener catalogado. Dentro de unos días volveremos a ver otros como ése.

Dejó el visor y se hundió en la litera. Yo seguí observando la señal durante unos minutos.

—¿McAndrew sabría que esto estaba aquí?

Dejó de refunfuñar y se puso a pensar.

—Es muy posible que sí.

La materia colapsada y de alta densidad era especialidad del doctor Limperis, pero probablemente McAndrew almacenara una biblioteca sobre el tema en el ordenador del Merganser antes de partir. No querría toparse con algo desconocido en el espacio…

—¿Allí también está registrada la posible trayectoria de McAndrew?

—Sabemos que se marchó del Sistema y hacia dónde se encaminaba. Pero lo que no sabemos es si cortó la impulsión o viró cuando quedó fuera de la distancia de rastreo.

—No importa. Deme los códigos de acceso a la biblioteca. Y déjeme sentar en la consola de entrada. Quiero ver si la trayectoria de McAndrew se cruza con alguno de los objetos de alta densidad que hay allí.

Wenig se mostró escéptico.

—Las probabilidades de encuentro cercano son muy remotas. Una entre millones, o miles de millones.

Yo ya estaba enviando la secuencia de acceso.

—¿Por accidente? Estaría de acuerdo con usted, sólo que McAndrew ha debido tener alguna razón para regresar a través del Sistema y hacer ese mínimo cambio de trayectoria que ustedes registraron. Creo que nos estaba diciendo adonde iba. Y el único lugar adonde podría encaminarse entre esta zona y Sirio sería uno de los cuerpos colapsados del Halo.

—¿Pero por qué? —Wenig estaba de pie a mis espaldas, retorciéndose los dedos.

—No lo sé. —Me puse de pie—. Tenga, hágalo usted. Debe tener mucha experiencia con el ordenador del Dotterel. Busque algo que ponga el Merganser a una distancia de hasta cinco millones de kilómetros de un cuerpo de alta densidad. Es lo más cerca en que podemos confiar, tratándose de una intersección de trayectorias.

Los dedos de Wenig volaron sobre el teclado. Parecía un concertista de piano. Jamás había visto a nadie manejar una secuencia de programación a semejante velocidad. Mientras lo hacía, la terminal de comunicaciones emitió un silbido. Me volví hacia ella, dejando a Wenig con sus pantallas y sus ficheros índice.

—Es Limperis —dije—. Problemas. El presidente Vélez nos está empezando a acosar. Quiere saber qué ha ocurrido con Nina y cuándo volverá. ¿Por qué Limperis y los demás dejaron que participara en un vuelo de prueba? ¿Cómo puede ser tan irresponsable el Instituto?