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—Deme cinco minutos más. Recuerde que estoy aquí para evitar que usted cometa alguna imprudencia. Si mantuviéramos la propulsión a veinte g, ¿a qué distancia del Merganser podríamos acercarnos?

—Tendríamos que cerciorarnos de que no íbamos a freírlos con nuestra impulsión — repuso Wenig. Se concentró en el ordenador durante unos minutos, mientras yo trataba de atar los cabos sueltos.

—Podríamos llegar a unos sesenta mil kilómetros de ellos —dijo por fin—. Si queremos hablar con ellos a través del contacto por radar de micro-ondas, lo mejor sería situarnos en un punto tal que pudiésemos verlos lateralmente. Entonces se compensarían bien ambas impulsiones. ¿Lista para hacerlo?

—Espere un minuto. —Empezaba a darme cuenta de que todo lo que había hecho McAndrew estaba sujeto a una sola lógica posible—. Veamos. Cuando le pregunté qué sucedería si la impulsión fallase cuando la cápsula-habitáculo estuviese cerca del disco de masa, usted dijo que el sistema movería la cápsula automáticamente. Pero ahora pongámonos en el caso opuesto. Supongamos que la impulsión funciona correctamente, y que lo que no funciona es el sistema que supuestamente debe mover la cápsula a lo largo de la columna. ¿Qué sucedería entonces?

Wenig se tiró del frondoso bigote.

—No creo que pudiera ocurrir nada semejante. El diseño parecía ser correcto. Pero si efectivamente sucedió de ese modo, todo dependería de dónde quedó atascada la cápsula.

—Supongamos que se atascó cerca del disco, cuando la nave se encontraba en fase de alta impulsión.

—Bueno, eso significaría que entonces había una alta aceleración gravitacional que habría que anular con la impulsión, pues de lo contrario los pasajeros quedarían aplastados. —Se detuvo—. Sería un círculo vicioso. Uno no se atrevería a desconectar la impulsión… La necesitaría todo el tiempo, para que la aceleración compensara la gravedad del disco.

—¡Eso es, maldita sea! Si uno no pudiera alejarse del disco, estaría obligado a mantener la aceleración. Eso es lo que ha sucedido con el Merganser. Me juego hasta lo que no tengo. Consiga los diseños del tren de movimientos de la cápsula en el monitor y veamos si podemos detectar algo que no marche bien.

—Usted es muy optimista, capitana Roker. —Se encogió de hombros—. Podemos hacerlo, pero esos diseños ya han sido examinados unas veinte veces. Mire, comprendo a qué se refiere, pero me resulta difícil de aceptar. ¿Qué hacía McAndrew cuando atravesó el Sistema de regreso para volver a alejarse?

—Lo único que podía hacer. No podía desconectar la impulsión; sólo girar la nave. Podía volar Dios sabe hasta dónde en línea recta, pero de esa forma jamás podríamos haber dado con él. O podía volar en círculos amplios, y habríamos podido verlo pero nunca acercarnos a él más de un par de minutos cada vez. Ninguna otra nave tripulada podría igualar semejante impulsión. O podía hacer lo que ha hecho: atravesar el Sistema para indicarnos la dirección en que se encaminaba, rumbo al HC-183. Y se equilibró aquí, sobre la cola de su impulsión, esperando que fuésemos lo bastante listos para descubrir en qué situación estaba.

Me detuve a tomar aire, más que satisfecha de mí misma. En una esfera de billones de kilómetros cúbicos, habíamos rastreado el Merganser hasta donde se encontraba. Wenig movía la cabeza con aspecto afligido.

—¿Qué ocurre?—dije, pavoneándome—. ¿Le resulta difícil seguir mi lógica?

—En absoluto. Es de lo más trivial. —Me miró con desdén—. Pero no parece que pueda llevar sus ideas a ninguna conclusión. McAndrew lo sabe todo sobre esta nave. Sabe que puede acelerar tanto como el Merganser. Así que su idea de que no podía volar alrededor en círculos amplios a la espera de que igualáramos su posición, no es correcta. El Dotterel puede hacerlo perfectamente.

Tenía razón.

—¿Entonces por qué hizo esto? ¿Por qué voló hasta aquí?

—Sólo se me ocurre una respuesta posible: ha tenido ocasión de analizar la causa por la que la cápsula no puede trasladarse a lo largo del eje, y por la que no puede desconectar la impulsión. Y piensa que esta nave puede tener el mismo problema.

Asentí.

—¿Ve ahora por qué no quería que llevara el Dotterel a cincuenta g?

—Tenía usted razón, y si no hubiera venido conmigo, yo habría cometido el mismo error que él. —Wenig pensó algo que lo ensombreció aún más—. Pero sigamos con este razonamiento. McAndrew está suspendido allí, cerca del HC-183, en un campo gravitacional de cincuenta g. No podemos acercarnos a ayudarlo a menos que hagamos lo mismo. Pero hemos convenido que resulta imposible, porque acabaremos con el mismo problema que él y no podremos desconectar la impulsión.

Observé la masa oscura del HC-183 y el Merganser, sobre su halo de plasma de alta temperatura. Wenig tenía razón. No nos atreveríamos a ir hasta allí.

—¿Cómo vamos a sacarlos?

Wenig se encogió de hombros.

—Ojalá pudiera saberlo. Tal vez McAndrew tenga una respuesta. De lo contrario, resultarán tan inaccesibles como si estuvieran a mitad de camino rumbo a Alpha Centauri y siguiera acelerando. Tenemos que comunicarnos con ellos.

Cuando tenía once años, antes de la pubertad, tuve una serie de sueños inquietantes. Noche tras noche, durante unos tres meses, tuve la sensación de despertar sobre la cara abrupta de un abismo. Estaba a oscuras, y apenas podía ver dónde aferrarme de manos y pies contra la roca.

Tenía que llegar hasta arriba. Abajo acechaba algo oculto, invisible detrás de la curva del negro precipicio. No sabía qué era, pero tenía la certeza de que se trataba de algo espeluznante.

Todas las noches trepaba con todo el cuidado de que era capaz, y todas las noches llegaba un momento en que pisaba en falso y comenzaba a deslizarme hacia abajo, hacia el foso donde aguardaba el monstruo al acecho.

Despertaba en el instante en que llegaba al fondo, precisamente cuando me disponía a ver por primera vez el monstruo del precipicio.

Nunca llegué a verlo. En la pubertad, los sueños sexuales ocuparon el lugar de mi fantasía. Olvidé la cara del precipicio, el terror, la sensación de una fuerza a la que no podía resistirme. Lo olvidé por completo. Sólo que los recuerdos de los sueños nunca desaparecen del todo; permanecen en un nivel profundo de la mente hasta que algo los obliga a emerger.

Aquí estaba una vez más sobre el mismo abismo rocoso, deslizándome hacia mi sino, incapaz de evitarlo. Desperté con el ritmo cardíaco treinta latidos por minuto más elevado que de costumbre, mientras un sudor frío me empapaba la frente y la nuca. Me llevó mucho tiempo regresar al presente y expulsar de mí la caída al foso oscuro.

Por fin, me obligué a recuperar la conciencia y examiné el monitor que tenía ante mí. Contra el telón negro del HC-183 y el campo estelar que lo rodeaba, bailoteaba el haz púrpura de una impulsión plasmática. Pendía allí, cayendo eternamente, aunque suspendido sobre el ligero tallo del escape de la impulsión. Permanecí diez minutos, observando, y finalmente reparé en Wenig. Me miraba, sin parpadear.

—Ah, ya ha despertado… —Tosió ligeramente, como si quisiera contenerse la risa—. Es usted una tranquila, capitana Roker. Yo no he podido cerrar un ojo, sabiendo que aquello estaba suspendido ahí —dijo, señalando la pantalla con el pulgar—. Ni aunque me hubiera echado encima todas las drogas del robodoc.

—¿Cuánto tiempo he dormido?

—Unas tres horas. ¿Lista?

Pensé que nos convenía descansar antes de hacer la próxima maniobra alrededor del HC-183. Wenig se había opuesto, dispuesto a ir de inmediato, pero yo pensé que un descanso nos beneficiaría a los dos. Me había equivocado.

—Estoy lista. —Tenía los ojos como llenos de arenisca, y la garganta seca e inflamada, pero hablar de ello no serviría de mucho a Nina Vélez ni a McAndrew—. Pongámonos en posición e intentemos con el radar.