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la distancia en la que el enrojecimiento de la luz se volvía infinito, de tal forma que un observador exterior jamás podría ver ninguna luz procedente desde dentro de dicho radio. Puesto que el radio crítico gravitacional del Sol es sólo de unos tres kilómetros, si el Sol se viera comprimido a estas dimensiones, las condiciones dentro del cuerpo contraído estarían más allá de lo imaginable. La densidad de la materia sería de unos veinte mil millones de toneladas por centímetro cúbico.

Tal vez penséis que el trabajo de Oppenheimer y Snyder, con sus conclusiones aparentemente insólitas, causó una gran sensación. Pero en realidad suscitó escasa atención durante varios años. También fue considerado como una curiosidad matemática, un resultado que los físicos no debían tomar muy seriamente.

¿Qué estaba ocurriendo? La solución Schwarzschild había quedado olvidada en un estante durante una generación, y luego los resultados de Oppenheimer apenas despertaron un ligero interés.

Uno podría argüir que en los años veinte la atención de los físicos eminentes estaba en otra parte: todos se nutrían del cauce de teorías y experimentos que habían conducido a la teoría cuántica. Pero ¿y en los cuarenta y cincuenta? ¿Por qué razón no hubo grupos de físicos que investigaran las consecuencias de una masa estelar indefinidamente en contracción con respecto a la relatividad general y a la astrofísica?

Pueden darse diversas explicaciones; yo me inclino por una que cabe en una sola palabra: Einstein. Fue una figura colosal que durante la primera mitad del siglo abarcó todas las ramas de la física. Incluso hoy tiene una proyección inmensa sobre toda la ciencia. Hasta su muerte, en 1955, los investigadores de la relatividad general y la gravedad sintieron de manera constante su presencia, como si su genio atisbara por encima de los hombros de los científicos. Si Einstein no había podido descubrir este misterio, se decía tácitamente, ¿qué posibilidad tendría el resto? Sólo después de su muerte resurgió el interés por la relatividad general y hubo notables progresos. Una de las figuras destacadas de ese resurgimiento, John Wheeler, forjó en 1958 el inspirado nombre con el que la solución Schwarzschild captaría la atención de todo el mundo: el agujero negro.

Aún no hemos llegado al kernel. El agujero negro que bautizó Wheeler seguía siendo el de Schwarzschild, ese objeto del que McAndrew habla con tanto desdén. Tenía masa, y posiblemente carga eléctrica, pero eso era todo. El paso siguiente se dio en 1963, y fue una verdadera sorpresa para todos los que trabajaban en la materia.

Roy Kerr, quien por entonces estaba vinculado a la Universidad de Texas, en Austin, estuvo trabajando sobre cierta serie de ecuaciones de campo einstenianas que suponían una forma inusualmente simple de métrica (la métrica es lo que define las distancias en un espacio-tiempo curvo). El análisis era muy matemático y parecía totalmente abstracto hasta que Kerr descubrió una solución exacta a las ecuaciones. La solución incluía la de Schwarzschild como caso especial, pero había más: proporcionaba otra cantidad que Kerr pudo asociar con la rotación.

En el Physical Review Letters de septiembre de 1963, Kerr publicó un trabajo de una página, con un título no muy atractivo: «Campo gravitacional de una masa en rotación como ejemplo de métricas algebraicamente peculiares.» En este trabajo describía la solución Kerr para un agujero negro en rotación. Me parece justo señalar que todos, incluso el mismo Kerr, se quedaron estupefactos.

El agujero negro de Kerr posee un número de fascinantes propiedades. Pero antes de centrarnos en ellas demos el paso final que falta para llegar al kernel. En 1965, Ezra Newman y sus colegas de la Universidad de Pittsburgh publicaron una breve nota en el Journal of Mathematical Physics, donde señalaban que la solución Kerr podía generarse a partir de la solución Schwarzschild mediante un curioso truco matemático, en el que una coordenada real era reemplazada por una compleja. También señalaron que el mismo truco podía aplicarse a un agujero negro cargado, y así pudieron dar la solución para un agujero negro cargado y en rotación: el agujero negro de Kerr-Newman, que aquí llamo kernel. El kernel tiene todas las características que tanto admira McAndrew. Puesto que posee carga, se le puede mover empleando campos magnéticos y eléctricos, y puesto que puede añadírsele y quitársele energía de rotación, puede utilizarse como fuente y depósito de energía. El agujero negro de Schwarzschild carece de estas interesantes propiedades. Como dice McAndrew, se limita a estar ahí, quieto.

Uno podría pensar que esto es sólo el comienzo, que podría haber agujeros negros con masa, carga, rotación, asimetría axial, momentos dipolares, momentos cuadrupolares, y muchas otras propiedades. Pero resulta que no es así. Las únicas propiedades que puede tener un agujero negro son masa, carga, rotación y momento magnético, y este último está determinado sólo por las otras tres variables.

Este curioso resultado, que suele formularse mediante el teorema «un agujero negro no tiene cabello» (es decir, ninguna estructura detallada), quedó probado a satisfacción de la mayoría en una formidable serie de trabajos escritos por Werner Israel, Brandon Cárter y Stephen Hawking entre 1967 y 1972. Un agujero negro se determina únicamente por su masa, rotación y carga eléctrica. Los kernels son el fin de la línea, y representan el tipo más general de agujeros negros que permite la física.

A partir de 1965 hubo más personas dedicadas a la gravedad y relatividad general, y no tardaron en descubrirse otras propiedades de los agujeros negros de Kerr-Newman, algunas de ellas muy extrañas. Por ejemplo, al agujero negro de Schwarzschild se le asocia una superficie característica, una esfera donde el enrojecimiento de la luz tiende a infinito, y desde cuyo interior no puede enviarse información al mundo exterior. Esta superficie recibe diversos nombres: superficie de corrimiento infinito hacia el rojo, superficie de trampa (o trampa gravitacional), membrana de sentido único, y horizonte de acontecimientos. Pero los agujeros negros de Kerr-Newman resultan tener dos superficies características asociadas, y en este caso la superficie de variación roja infinita es distinta del horizonte de acontecimientos.

Para visualizar estas superficies, cójase un panecillo de hamburguesas y ahuéquese el interior de tal forma que se pueda poner dentro una hamburguesa entera. En el caso de un agujero negro de Kerr-Newman, la superficie exterior del panecillo (que es de forma algo elipsoidal) es la superficie de corrimiento infinito hacia el rojo, el «límite estático» dentro del cual no hay partícula que pueda permanecer quieta, por mucho que trabajen los motores de sus cohetes. Dentro del panecillo, la superficie de la hamburguesa es una esfera, el «horizonte de acontecimientos», del que no pueden escapar la luz ni las partículas. Nunca puede saberse nada de lo que ocurre dentro de la superficie de la hamburguesa, de tal forma que su composición es un completo misterio (tal vez les haya quedado la misma impresión después de comer ciertas hamburguesas). En un agujero negro en rotación, las superficies del panecillo y la de la hamburguesa se tocan sólo en los polos norte y sur del eje de rotación (el centro superior e inferior del pan). Sin embargo, la región realmente interesante es la que queda entre ambas superficies, el resto del pan, que suele llamarse ergosfera. Posee una propiedad gracias a la cual el kernel se convierte en un kernel de energía.