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De pronto llegó la voz de Faramir, muy próxima, a espaldas de ellos.

—¡Dejadles ver! —dijo.

Les quitaron los pañuelos y les levantaron las capuchas, y los hobbits pestañearon, y se quedaron sin aliento.

Se encontraban en un mojado pavimento de piedra pulida, el umbral, por así decir, de una puerta de roca toscamente tallada que se abría, negra, detrás de ellos. Enfrente caía una delgada cortina de agua, tan próxima que Frodo, con el brazo extendido, hubiera podido tocarla. Miraba al oeste. Del otro lado del velo se refractaban los rayos horizontales del sol poniente, y la luz purpúrea se quebraba en llamaradas de colores siempre cambiantes. Les parecía estar junto a la ventana de una extraña torre élfica, velada por una cortina recamada con hilos de plata y de oro, y de rubíes, zafiros, y amatistas, ardiendo todo en un fuego que nunca se consumía.

—Al menos hemos tenido la suerte de llegar a la mejor hora para recompensar vuestra paciencia —dijo Faramir—. Ésta es la Ventana del Sol Poniente, Henneth Annûn, la más hermosa de todas las cascadas de Ithilien, tierra de muchos manantiales. Pocos son los extranjeros que la han contemplado. Mas no hay dentro una cámara real digna de tanta belleza. ¡Entrad ahora y ved!

Mientras Faramir hablaba, el sol desapareció en el horizonte, y el fuego se extinguió en el móvil dosel del agua. Dieron media vuelta, traspusieron el umbral bajo la arcada baja y amenazadora, y se encontraron de súbito en un recinto de piedra, vasto y tosco, bajo un techo abovedado. Algunas antorchas proyectaban una luz mortecina sobre las paredes relucientes. Ya había allí un gran número de hombres. Otros seguían entrando en grupos de dos y de tres por una puerta lateral, oscura y estrecha. A medida que se habituaban a la penumbra, los hobbits notaron que la caverna era más grande de lo que habían imaginado, y que había allí grandes reservas de armamentos y vituallas.

—Bien, he aquí nuestro refugio —dijo Faramir—. No es un lugar demasiado confortable, pero os permitirá pasar la noche en paz. Al menos está seco, y aunque no hay fuego, tenemos comida. En tiempos remotos el agua corría a través de esta gruta y se derramaba por la arcada, pero los obreros de antaño desviaron la corriente más arriba del paso, y el río desciende ahora desde las rocas en una cascada dos veces más alta. Todas las vías de acceso a esta gruta fueron clausuradas entonces, para impedir la penetración del agua y de cualquier otra cosa; todas salvo una. Ahora hay sólo dos salidas: aquel pasaje por el que entrasteis con los ojos vendados, y el de la Cortina de la Ventana, que da a una cuenca profunda sembrada de cuchillos de piedra. Y ahora descansad unos minutos, mientras preparamos la cena.

Los hobbits fueron conducidos a un rincón, donde les dieron un lecho para que se echaran encima a descansar, si así lo deseaban. Mientras tanto los hombres iban y venían atareados por la caverna, silenciosos, y con una presteza metódica. Tablas livianas fueron retiradas de las paredes, dispuestas sobre caballetes y cargadas de utensilios. Éstos eran en su mayor parte simples y sin adornos, pero todos de noble y armoniosa factura: escudillas redondas, tazones y fuentes de terracota esmaltada o de madera de boj torneada, lisos y pulcros. Aquí y allá había una salsera o un cuenco de bronce pulido; y un copón de plata sin adornos junto al sitio del Capitán, en la mesa del centro.

Faramir iba y venía entre los hombres, interrogándolos en voz baja, a medida que llegaban. Algunos volvían de perseguir a los Sureños; otros, los que habían quedado como centinelas y exploradores cerca del camino, fueron los últimos en aparecer. Se conocía la suerte que habían corrido todos los sureños, excepto el gran Mûmak: qué había sido de él nadie pudo decirlo. Del Enemigo, no se veía movimiento alguno; no había en los alrededores ni un solo espía orco.

—¿No viste ni oíste nada, Anborn? —le preguntó Faramir al último en llegar.

—Bueno, no, señor —dijo el hombre—. Por lo menos ningún orco. Pero vi, o me pareció ver, una cosa un poco extraña. Caía la noche, y a esa hora las cosas parecen a veces más grandes de lo que son. Así que tal vez no fuera nada más que una ardilla. —Al oír esto Sam aguzó el oído—. Pero entonces era una ardilla negra, y no le vi la cola. Parecía una sombra que se deslizaba por el suelo. Se escurrió detrás del tronco de un árbol cuando me aproximé, y trepó hasta la copa rápidamente, en verdad como una ardilla. Pero vos, señor, no aprobáis que matemos sin razón bestias salvajes, y no parecía ser otra cosa, de modo que no usé mi arco. De todas maneras estaba demasiado oscuro para disparar una flecha certera, y la criatura desapareció en un abrir y cerrar de ojos en la oscuridad del follaje. Pero me quedé allí un rato, porque me pareció extraño, y luego me apresuré a regresar. Tuve la impresión de que me silbó desde muy arriba, cuando me alejaba. Una ardilla grande, tal vez. Puede ser que al amparo de las sombras del Sin Nombre algunas de las bestias del Bosque Negro vengan a merodear por aquí. Ellos tienen allá ardillas negras, dicen.

—Puede ser —dijo Faramir—. Pero ése sería un mal presagio. No queremos en Ithilien fugitivos del Bosque Negro. —Sam creyó ver que al decir estas palabras Faramir echaba una mirada rápida a los hobbits, pero no dijo nada. Durante un rato Frodo y él permanecieron acostados de espaldas observando la luz de las antorchas, y a los hombres que iban y venían hablando a media voz. Luego, repentinamente, Frodo se quedó dormido.

Sam discutía consigo mismo, defendiendo ya un argumento, ya el argumento contrario. «Es posible que tenga razón —se decía—, pero también podría no tenerla. Las palabras hermosas esconden a veces un corazón infame. —Bostezó—. Podría dormir una semana entera, y bien que me sentaría. ¿Y qué puedo hacer, aunque me mantenga despierto, yo solo en medio de tantos Hombres grandes? Nada, Sam Gamyi; pero tienes que mantenerte despierto a pesar de todo.» Y de una u otra forma lo consiguió. La luz desapareció de la puerta de la caverna, y el velo gris del agua de la cascada se ensombreció y se perdió en la oscuridad creciente. Y el sonido del agua siempre continuaba, sin cambiar jamás de nota, mañana, tarde o noche. Murmuraba y susurraba e invitaba al sueño. Sam se hundió los nudillos en los ojos.

Ahora estaban encendiendo más antorchas. Habían espitado un casco de vino, abrían los barriles de provisiones, y algunos hombres iban a buscar agua a la cascada. Otros se lavaban las manos en jofainas. Trajeron para Faramir un gran aguamanil de cobre y un lienzo blanco, y también él se lavó.