—Despertad a nuestros huéspedes —dijo—, y llevadles agua. Es hora de comer.
Frodo se incorporó y se desperezó, bostezando. Sam, que no estaba habituado a que lo sirvieran, miró con cierta sorpresa al hombre alto que se inclinaba, acercándole un aguamanil.
—¡Déjala en el suelo, maestro, por favor! —dijo—. Será más fácil para ti y también para mí. —Luego, ante el asombro divertido de los Hombres, hundió la cabeza en el agua fría y se restregó el cuello y las orejas.
—¿Es costumbre en vuestra tierra lavarse la cabeza antes de la cena? —preguntó el hombre que servía a los hobbits.
—No, antes del desayuno —replicó Sam—. Pero si estás falto de sueño, el agua fría en el cuello te hace el mismo efecto que la lluvia a una lechuga marchita. ¡Listo! Ahora me podré mantener despierto el tiempo suficiente como para comer un bocado.
Condujeron a los hobbits a los asientos junto a Faramir: barriles recubiertos de pieles y más altos que los bancos de los Hombres para que estuvieran cómodos. Antes de sentarse a comer, Faramir y todos sus hombres se volvieron de cara al oeste, y así permanecieron un momento, en profundo silencio. Faramir les indicó a Frodo y a Sam que hicieran lo mismo.
—Siempre lo hacemos —explicó Faramir cuando por fin se sentaron—; volvemos la mirada hacia Númenor, la Númenor que fue, y más allá de Númenor hacia el Hogar de los Elfos que todavía es, y más lejos todavía hacia lo que es y siempre será. ¿No hay entre vosotros una costumbre semejante a la hora de las comidas?
—No —respondió Frodo, sintiéndose extrañamente rústico y sin educación—. Pero si hemos sido invitados, saludamos a nuestro anfitrión con una reverencia, y luego de haber comido nos levantamos y le damos las gracias.
—También nosotros lo hacemos —dijo Faramir.
Luego de tanto peregrinar, y de acampar a la intemperie, y de tantos días pasados en tierras salvajes y desiertas, la colación de la noche les pareció a los hobbits un festín: beber el vino rubio, fresco y fragante, y comer el pan con mantequilla, y carnes saladas y frutos secos, y un excelente queso rojo, ¡con las manos limpias y vajilla y cubiertos relucientes! Ni Frodo ni Sam rehusaron una sola de las viandas que les fueron ofrecidas, ni una segunda ración, ni aun una tercera. El vino les corría por las venas y los miembros cansados y se sentían alegres y ligeros de corazón como no lo habían estado desde que partieran de las tierras de Lórien.
Cuando todo hubo terminado, Faramir los llevó a un nicho al fondo de la caverna, aislado en parte por una cortina; allí pusieron una mesa y dos bancos. Una pequeña lámpara de barro ardía en la hornacina.
—Pronto podréis tener ganas de dormir —dijo—, especialmente el buen Samsagaz, que no ha querido cerrar un ojo antes de la cena aunque no sé si por miedo a embotar un noble apetito o por miedo a mí. Pero no es saludable irse a dormir en seguida de comer, y menos aún luego de un prolongado ayuno. Hablemos, pues, durante un rato. Tendréis mucho que contar de vuestro viaje desde Rivendel. Y también querréis saber algo de nosotros y del país en que ahora os encontráis. Habladme de mi hermano Boromir, del viejo Mithrandir y de la hermosa gente del país de Lothlórien.
Frodo ya no tenía sueño y estaba dispuesto a conversar. Sin embargo, aunque se sentía bien luego de la comida y el vino, no había perdido del todo la cautela. Sam estaba radiante y canturreaba en voz baja; pero cuando Frodo habló, al principio se contentó con escuchar, aventurando sólo una que otra exclamación de asentimiento.
Frodo relató muchas historias, pero eludiendo una y otra vez el tema de la misión de la Compañía y el Anillo, extendiéndose en cambio en el valiente papel que Boromir había desempeñado en todas las aventuras de los viajeros, con los lobos en las tierras salvajes, en medio de las nieves bajo el Caradhras, y en las minas de Moria donde cayera Gandalf. La historia del combate sobre el puente fue la que más conmovió a Faramir.
—Ha de haber enfurecido a Boromir tener que huir de los orcos —dijo— y hasta de la criatura feroz de que me hablas, ese Balrog, aun cuando fuera el último en retirarse.
—Él fue el último, sí —dijo Frodo—, pero Aragorn no tuvo más remedio que ponerse al frente de la Compañía. De no haber tenido que cuidar de nosotros, los más pequeños, no creo que ni él ni Boromir hubiesen huido.
—Quizá hubiera sido mejor que Boromir hubiese caído allí con Mithrandir —dijo Faramir—, en vez de ir hacia el destino que lo esperaba más allá de las cascadas del Rauros.
—Quizá. Pero háblame ahora de vuestras vicisitudes —dijo Frodo eludiendo una vez más el tema—. Pues me gustaría conocer mejor la historia de Minas Ithil y de Osgiliath, y de Minas Tirith la perdurable. ¿Qué esperanzas albergáis para esa ciudad en esta larga guerra?
—¿Qué esperanzas? —dijo Faramir—. Tiempo ha que hemos abandonado toda esperanza. La espada de Elendil, si es que vuelve en verdad, podrá reavivarlas, pero no conseguirá otra cosa, creo, que aplazar el día fatídico, a menos que recibiéramos también nosotros ayuda inesperada, de los Elfos o de los Hombres. Pues el Enemigo crece y nosotros decrecemos. Somos un pueblo en decadencia, un otoño sin primavera.
”Los Hombres de Númenor se habían afincado a lo ancho y a lo largo de las costas y regiones marítimas de las Grandes Tierras, pero la mayor parte de ellos cayeron en maldades y locura. Muchos se dejaron seducir por las Sombras y las artes negras; algunos se abandonaron por completo a la pereza o la molicie, y otros a la guerra entre hermanos, hasta que se debilitaron y fueron conquistados por los hombres salvajes.
”No se dice que las malas artes fueran siempre practicadas en Gondor, ni que honraran a El Sin Nombre; la sabiduría y la belleza de antaño, traídas del Oeste, perduraron largo tiempo en el reino de los hijos de Elendil el Hermoso, y todavía subsisten. Pero aun así, fue Gondor la que provocó su propia decadencia, hundiéndose poco a poco en la extravagancia, convencida de que el Enemigo dormía, cuando en realidad estaba replegado, no destruido.
”La muerte siempre estaba presente, porque los Númenóreanos, como lo hicieran en su antiguo reino, que así habían perdido, ambicionaban aún una vida eternamente inmutable. Los reyes construían tumbas más espléndidas que las casas en que habitaban, y en sus árboles genealógicos los nombres del pasado les eran más caros que los de sus propios hijos. Señores sin descendencia holgazaneaban en antiguos castillos sin otro pensamiento que la heráldica; en cámaras secretas los ancianos decrépitos preparaban elixires poderosos, o en torres altas y frías interrogaban a las estrellas. Y el último rey de la dinastía de Anárion no tenía heredero.
”Pero los senescales fueron más sabios y más afortunados. Más sabios, porque reclutaron las fuerzas de nuestro pueblo entre la gente robusta de la costa marítima, y entre los intrépidos montañeses de Ered Nimrais. Y pactaron una tregua con los orgullosos pueblos del Norte, que a menudo nos habían atacado, hombres de un coraje feroz, pero nuestros parientes muy lejanos, a diferencia de los salvajes Hombres del Este o los crueles Haradrim.
”Ocurrió entonces que en los días de Cirion, el Duodécimo Senescal (y mi padre es el vigésimo sexto), acudieron en nuestra ayuda y en el gran Campo de Celebrant destruyeron a los enemigos que se habían apoderado de las provincias septentrionales. Éstos son los Rohirrim, como nosotros los llamamos, señores de caballos, y a ellos les cedimos las tierras de Calenardhon que desde entonces llevan el nombre de Rohan: pues ya en tiempos remotos esa provincia estaba escasamente poblada. Y se convirtieron en nuestros aliados y siempre se han mostrado leales, ayudándonos en momentos de necesidad, y custodiando nuestras fronteras en el Paso de Rohan.