—¡A levantarse, sí, a levantarse! —dijo—. Nos esperan caminos largos, al sur y al este. ¡Los hobbits tienen que darse prisa!
El día no fue muy diferente del anterior, pero el silencio parecía más profundo; el aire más pesado era ahora sofocante debajo de los árboles, como si el trueno se estuviera preparando para estallar. Gollum se detenía con frecuencia, husmeaba el aire, y luego mascullaba entre dientes e instaba a los hobbits a acelerar el paso.
Al promediar la tercera etapa de la jornada, cuando declinaba la tarde, la espesura del bosque se abrió, y los árboles se hicieron más grandes y más espaciados. Imponentes encinas de troncos corpulentos se alzaban sombrías y solemnes en los vastos calveros, y aquí y allá, entre ellas, había fresnos venerables, y unos robles gigantescos exhibían el verde pardusco de los retoños incipientes. Alrededor, en unos claros de hierba verde, crecían celidonias y anémonas, blancas y azules, ahora replegadas para el sueño nocturno; y había prados interminables poblados por el follaje de los jacintos silvestres: los tallos tersos y relucientes de las campánulas asomaban ya a través del mantillo. No había a la vista ninguna criatura viviente, ni bestia ni ave, pero en aquellos espacios abiertos Gollum tenía cada vez más miedo, y ahora avanzaban con cautela, escabulléndose de una larga sombra a otra.
La luz se extinguía rápidamente cuando llegaron a la orilla del bosque. Allí se sentaron debajo de un roble viejo y nudoso cuyas raíces descendían entrelazadas y enroscadas como serpientes por una barranca empinada y polvorienta. Un valle profundo y lóbrego se extendía ante ellos. Del otro lado del valle el bosque reaparecía, azul y gris en la penumbra del anochecer, y avanzaba hacia el sur. A la derecha refulgían las Montañas de Gondor, lejos en el oeste, bajo un cielo salpicado de fuego. Y a la izquierda, la oscuridad: los elevados muros de Mordor; y de esa oscuridad nacía el valle largo, descendiendo abruptamente hacia el Anduin en una hondonada cada vez más ancha. En el fondo se apresuraba un torrente: Frodo oía esa voz pedregosa, que crecía en el silencio; y junto a la orilla más próxima un camino descendía serpenteando como una cinta pálida, para perderse entre las brumas grises y frías que ningún rayo del sol poniente llegaba a tocar. Allí Frodo creyó ver, muy distantes, como flotando en un océano de sombras, las cúpulas altas e indistintas y los pináculos irregulares de unas torres antiguas, solitarias y sombrías.
Se volvió a Gollum. —¿Sabes dónde estamos? —le preguntó.
—Sí, amo. Parajes peligrosos. Éste es el camino que baja de la Torre de la Luna hasta la ciudad en ruinas por las orillas del Río. La ciudad en ruinas, sí, lugar muy horrible, plagado de enemigos. Hicimos mal en seguir el consejo de los Hombres. Los hobbits se han alejado mucho del camino. Ahora tenemos que ir hacia el este, por allá arriba. —Movió el brazo descarnado señalando las montañas envueltas en sombras—. Y no podemos ir por este camino. ¡Oh no! ¡Gente cruel viene por ahí desde la Torre!
Frodo miró abajo y escudriñó el camino. En todo caso nada se movía allí por el momento. Descendía hasta las ruinas desiertas envueltas en la bruma y parecía solitario y abandonado. Pero algo siniestro flotaba en el aire, como si en verdad hubiera unas cosas que iban y venían, y que los ojos no podían ver. Frodo se estremeció mirando una vez más los pináculos distantes y que ahora desaparecían en la noche, y el sonido del agua le pareció frío y crueclass="underline" la voz de Morgulduin, el río de aguas corruptas que descendía del Valle de los Espectros.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo—. Hemos andado mucho. ¿Buscaremos algún sitio aquí detrás, en el bosque, donde poder descansar escondidos?
—Inútil esconderse en la oscuridad —dijo Gollum—. Los hobbits tienen que esconderse ahora, sí, de día.
—¡Oh, vamos! —dijo Sam—. Necesitamos descansar, aunque luego nos levantemos en mitad de la noche. Todavía quedarán horas de oscuridad, tiempo de sobra para que nos guíes en otra larga marcha, si en verdad conoces el camino.
Gollum consintió a regañadientes, y fue otra vez hacia los árboles, hacia el este al principio, a lo largo del linde del bosque, donde la arboleda era menos espesa. No quería descansar en el suelo tan cerca del camino malvado, y luego de algunas discusiones se encaramaron los tres en la horqueta de una encina corpulenta, de ramaje espeso, y que era un buen escondite y un refugio más o menos cómodo. Cayó la noche y la oscuridad se cerró, impenetrable, bajo el palio de fronda. Frodo y Sam bebieron un poco de agua y comieron una ración de pan y frutos secos, pero Gollum se enroscó en un ovillo y se durmió instantáneamente. Los hobbits no cerraron los ojos.
Habría pasado apenas la medianoche cuando Gollum despertó: los hobbits vieron de pronto el resplandor de aquellos ojos pálidos y muy abiertos. Gollum escuchaba y husmeaba, cosa que parecía ser, como ya lo habían advertido antes, su método habitual para conocer la hora de la noche.
—¿Hemos descansado? ¿Hemos dormido maravillosamente? ¡En marcha!
—No, no hemos descansado ni hemos dormido maravillosamente —refunfuñó Sam—. Pero si hay que partir, partamos.
Gollum se dejó caer inmediatamente de las ramas del árbol, en cuatro patas, y los hobbits lo siguieron con más lentitud.
Tan pronto como llegaron al suelo reanudaron la marcha en la oscuridad, bajo la conducción de Gollum, subiendo hacia el este por una cuesta empinada. Veían muy poco; la noche era tan profunda que sólo reparaban en los troncos de los árboles cuando tropezaban con ellos. El suelo era ahora más accidentado y la marcha se les hacía más difícil, pero Gollum no parecía preocupado. Los guiaba a través de malezas y zarzales, bordeando a veces una grieta profunda o un pozo oscuro, otras bajando a los agujeros negros escondidos bajo la espesura y volviendo a salir; y si descendían un trecho, la cuesta siguiente era más larga y más escarpada. Trepaban sin descanso. En el primer alto se volvieron para mirar y a duras penas alcanzaron a ver la techumbre del bosque que habían dejado atrás: una sombra densa y vasta, una noche más oscura bajo el cielo oscuro y vacío. Algo negro e inmenso parecía venir lentamente desde el este, devorando las estrellas pálidas y desvaídas. Más tarde la luna en descenso escapó de la nube, pero envuelta en un maléfico resplandor amarillo.
Al fin Gollum se volvió a los hobbits.
—Pronto de día —anunció—. Hobbits tienen que apresurarse. ¡Nada seguro mostrarse al descampado en estos sitios! ¡De prisa!
Apretó el paso, y los hobbits lo siguieron cansadamente. Pronto comenzaron a escalar una ancha giba. Estaba cubierta casi por completo de matorrales de aulaga y arándano, y de espinos achaparrados y duros, si bien aquí y allá se abrían algunos claros, las cicatrices de recientes hogueras. Ya cerca de la cima, las matas de aulaga se hacían más frecuentes; eran viejísimas y muy altas, flacas y desgarbadas en la base pero espesas arriba, y ya mostraban las flores amarillas que centelleaban en la oscuridad y esparcían una fragancia suave y delicada. Eran tan altos aquellos matorrales de espinos que los hobbits podían caminar por debajo sin agacharse, atravesando largos senderos secos, tapizados de un musgo profundo, erizado de espinas.
Al llegar al otro extremo de la colina ancha y gibosa se detuvieron un momento y luego corrieron a esconderse bajo una apretada maraña de espinos. Las ramas retorcidas que se encorvaban hasta tocar el suelo, estaban recubiertas por un laberinto de viejos brezos trepadores. Toda aquella intrincada espesura formaba una especie de recinto hueco y profundo, tapizado de zarzas y hojas muertas y techado por las primeras hojas y brotes primaverales. Allí se echaron un rato a descansar, demasiado fatigados aún para comer; y espiando por entre los intersticios de la hojarasca aguardaron el lento despertar del día.