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Pero no llegó el día, solo un crepúsculo pardo y mortecino. Al este, un resplandor apagado y rojizo asomaba bajo los nubarrones amenazantes: no era el rojo purpúreo de la aurora. Más allá de las desmoronadas tierras intermedias, se alzaban las montañas siniestras de Ephel Dúath, negras e informes abajo, donde la noche se demoraba; arriba los picos dentados y las crestas de bordes recortados se erguían amenazantes contra el fiero resplandor. A lo lejos, a la derecha, una gran meseta montañosa se adelantaba hacia el oeste, lóbrega y negra en medio de las sombras.

—¿Por qué camino marcharemos ahora? —preguntó Frodo—. ¿Y aquélla es la entrada de... del Valle de Morgul, allí arriba, detrás de esa mole negra?

—¿Ya tenemos que pensar en eso? —dijo Sam—. Me imagino que ya no nos moveremos hoy durante el día, si esto es el día.

—Tal vez no —dijo Gollum—. Pero pronto tendremos que partir, hacia la Encrucijada. Sí, la Encrucijada. Sí, amo, aquél es el camino.

El resplandor rojizo que se cernía sobre Mordor se extinguió al fin. La penumbra crepuscular se cerró todavía más mientras unos grandes vapores se alzaban en el este y se deslizaban por encima de los viajeros. Frodo y Sam comieron frugalmente y luego se echaron a descansar, pero Gollum estaba inquieto. No quiso la comida de los hobbits; bebió un poco de agua y luego se puso a corretear de un lado a otro bajo los matorrales, husmeando y mascullando. De pronto desapareció.

—Habrá salido de caza, supongo —dijo Sam, y bostezó. Esta vez le tocaba a él dormir primero, y pronto cayó en un sueño profundo. Creía estar de vuelta en el jardín de Bolsón Cerrado buscando algo; pero cargaba un fardo pesado que le encorvaba las espaldas. De algún modo todo parecía cubierto de malezas, y los espinos y helechos habían invadido los macizos hasta casi la cerca del fondo.

—Menudo trabajo me espera, por lo que veo; pero estoy tan cansado... —repetía una y otra vez. De pronto recordó lo que había ido a buscar—. ¡Mi pipa! —dijo, y en ese momento se despertó.

—¡Tonto! —exclamó, mientras abría los ojos y se preguntaba por qué se había acostado debajo del cerco—. ¡Estuvo todo el tiempo en tu equipaje! —Entonces se dio cuenta, primero, que la pipa bien podía estar en el equipaje, pero que era inútil, puesto que no tenía hojas, y en seguida que él se encontraba a cientos de millas de Bolsón Cerrado. Se incorporó. Parecía ser casi de noche. ¿Por qué el amo lo había dejado dormir fuera de turno, hasta el anochecer?

—¿No ha dormido, señor Frodo? —dijo—. ¿Qué hora es? Parece que se está haciendo tarde.

—No, nada de eso —dijo Frodo—. Pero el día no aclara, y en cambio se oscurece cada vez más. Hasta donde yo puedo saber, aún no es mediodía, y tú no has dormido más de tres horas.

—Me pregunto qué sucede —dijo Sam—. ¿Será que se avecina una tormenta? En ese caso, será la peor que hubo jamás. Desearemos estar metidos en un agujero profundo, no sólo amontonados debajo de un seto. —Escuchó con atención—. ¿Qué es eso? ¿Truenos, o tambores, o qué?

—No lo sé —dijo Frodo—. Ya hace un buen rato que dura. Por momentos la tierra parece temblar, y por momentos tienes la impresión de que el aire pesado te late en los oídos.

Sam miró alrededor.

—¿Dónde está Gollum? —preguntó—. ¿Todavía no ha vuelto?

—No —dijo Frodo—. No lo he visto ni lo he oído.

—Bueno, yo no lo soporto —dijo Sam—. A decir verdad, nunca salí con nada de viaje que me haya importado tan poco perder en el camino. Pero sería muy de él, después de habernos seguido todas estas millas, venir a perderse ahora, justo cuando lo necesitamos más... es decir, si alguna vez nos sirve de algo, cosa que dudo.

—Te olvidas de las Ciénagas —dijo Frodo—. Espero que no le haya ocurrido nada.

—Y yo espero que no nos esté preparando alguna triquiñuela. Y en todo caso espero que no vaya a caer en otras manos, como quien dice. Porque entonces, pronto nos veríamos en figurillas.

En ese momento se oyó otra vez, más fuerte y cavernoso, un ruido sordo, vibrante y prolongado. El suelo pareció temblar bajo los pies de los hobbits.

—Me parece que nos veremos en figurillas de todas maneras —dijo Frodo—. Me temo que nuestro viaje se esté acercando a su fin.

—Tal vez —dijo Sam—; pero donde hay vida hay esperanza, como decía mi compadre, y necesidad de vituallas, solía agregar. Coma usted un bocado, señor Frodo, y luego échese un sueño.

La tarde, como Sam suponía que había que llamarla, transcurrió lentamente. Cuando asomaba la cabeza fuera del refugio no veía nada más que un mundo lúgubre, sin sombras, que se diluía poco a poco en una oscuridad monótona, incolora. La atmósfera era sofocante, pero no hacía calor. Frodo dormía con un sueño intranquilo, se movía y daba vueltas, y de cuando en cuando murmuraba. Sam creyó oír dos veces el nombre de Gandalf. El tiempo parecía prolongarse interminablemente. De pronto Sam oyó un silbido detrás de él, y vio a Gollum en cuatro patas, mirándolos con los ojos relucientes.

—¡Despertad, despertad! ¡Despertad, dormilones! —murmuró—. ¡Despertad! No hay tiempo que perder. Tenemos que partir, sí, tenemos que partir en seguida. ¡No hay tiempo que perder!

Sam le clavó una mirada recelosa: Gollum parecía asustado o excitado.

—¿Partir ahora? ¿Qué andas tramando? Todavía no es el momento. No puede ser ni la hora del té, al menos en los lugares decentes donde hay una hora para tomar el té.

—¡Estúpido! —siseó Gollum—. No estamos en ningún lugar decente. Los minutos corren, sí, vuelan. No hay tiempo que perder. Tenemos que partir. Despierte, amo, ¡despierte! —Se prendió a Frodo, que despertó sobresaltado y tomó a Gollum por el brazo. Gollum se desasió rápidamente y retrocedió.

—No seáis estúpidos —siseó—. Tenemos que partir. No hay tiempo que perder. —Y no hubo modo de sacarle una palabra más. No quiso decir de dónde venía ni por que tenía tanta prisa. A Sam todo aquello le parecía muy sospechoso, y lo demostraba; de Frodo en cambio no podía saberse lo que le pasaba por la mente. Suspiró, levantó el paquete, y se preparó para salir a la creciente oscuridad.

Gollum les hizo descender furtivamente el flanco de la colina, tratando de mantenerse oculto siempre que era posible, y corriendo, encorvado casi contra el suelo en los espacios abiertos; pero la luz era ahora tan débil que ni siquiera una bestia salvaje de ojos penetrantes hubiera podido ver a los hobbits, encapuchados, envueltos en los oscuros mantos grises, ni tampoco oírlos, pues caminaban con ese andar sigiloso que con tanta naturalidad adopta la gente menuda. Ni una rama crujió, ni una hoja susurró mientras pasaban y desaparecían.