En ese mismo instante el Rey de los Espectros dio media vuelta, picó espuelas y cruzó el puente, y todo el sombrío ejército marchó tras él. Quizá las caperuzas élficas habían resistido la mirada de los ojos invisibles, y la mente del pequeño enemigo, fortalecido ahora, había logrado desviar los pensamientos del Jinete. Pero llevaba prisa. La hora ya había sonado, y a la orden del Amo poderoso tenía que marchar en son de guerra hacia el Oeste.
Pronto se perdió, una sombra en la sombra, descendiendo por el sinuoso camino, y tras él las filas negras aún cruzaban el puente. Nunca un ejército tan grande había partido de ese valle desde los días del esplendor de Isildur; ningún enemigo tan cruel y tan fuertemente armado había atacado aún los vados del Anduin; y sin embargo no era más que un ejército, y no el mayor, de las huestes que ahora enviaba Mordor.
Frodo se sacudió. Y de pronto volvió el corazón a Faramir. —La tormenta al fin ha estallado —se dijo—. Este enorme despliegue de lanzas y de espadas va hacia Osgiliath. ¿Llegará a tiempo Faramir? Él lo predijo, ¿pero sabía la hora? ¿Y quién defenderá ahora los vados, cuando llegue el Rey de los Nueve Jinetes? Y a este ejército le seguirán otros. He venido tarde. Todo está perdido. Me he demorado demasiado. Y aun cuando llegase a cumplir mi misión, nadie lo sabría. No habrá nadie a quien pueda contárselo. Será inútil. —Débil y abatido, Frodo se echó a llorar. Y mientras tanto los ejércitos de Morgul seguían cruzando el puente.
De pronto, lejana y remota, como surgida de los recuerdos de la Comarca, iluminada por el primer sol de la mañana, mientras el día despertaba y las puertas se abrían, oyó la voz de Sam: —¡Despierte, señor Frodo! ¡Despierte! —Si la voz hubiese agregado: «Tiene el desayuno servido» poco le habría extrañado. Era evidente que Sam estaba ansioso—. ¡Despierte, señor Frodo! Se han marchado —dijo.
Hubo un golpe sordo. Las puertas de Minas Morgul se habían cerrado. La última fila de lanzas había desaparecido en el camino. La torre se alzaba aún como una mueca siniestra del otro lado del valle, pero la luz empezaba a debilitarse en el interior. La ciudad toda se hundía una vez más en una sombra negra y hostil, y en el silencio. Sin embargo, seguía poblada de ojos vigilantes.
—¡Despierte, señor Frodo! Ellos se han marchado, y lo mejor será que también nosotros nos alejemos de aquí. Todavía hay algo vivo en ese lugar, algo que tiene ojos, o una mente que ve, si usted me entiende; y cuanto más tiempo nos quedemos, más pronto nos caerá encima. ¡Ánimo, señor Frodo!
Frodo levantó la cabeza, y luego se incorporó. La desesperación no lo había abandonado, pero ya no estaba tan débil. Hasta sonrió con cierta ironía, sintiendo ahora tan claramente como un momento antes había sentido lo contrario, que lo que tenía que hacer, lo tenía que hacer, si podía, y poco importaba que Faramir o Aragorn o Elrond o Galadriel o Gandalf o cualquier otro no lo supieran nunca. Tomó el bastón con una mano y el frasco de cristal con la otra. Cuando vio que la luz clara le brotaba entre los dedos, lo volvió a guardar junto al pecho y lo estrechó contra el corazón. Luego, volviendo la espalda a la ciudad de Morgul, que ahora no era más que un resplandor trémulo y gris en la otra orilla de un abismo de sombras, se dispuso a ir camino arriba.
Gollum se había escabullido al parecer a lo largo de la cornisa hacia la oscuridad del otro lado, cuando se abrieron las puertas de Minas Morgul, dejando a los hobbits en el sitio en que se habían echado a descansar. Ahora volvía en cuatro patas, rechinando los dientes y chasqueando los dedos.
—¡Locos! ¡Estúpidos! —siseó—. ¡De prisa! El peligro no ha pasado, no ha pasado. ¡De prisa!
Los hobbits no le contestaron, pero lo siguieron y subieron tras él por la cornisa empinada. Ese tramo del camino no les gustó mucho ni a Frodo ni a Sam, aun después de tantos peligros como habían pasado; pero duró poco. Pronto el sendero describió una curva, penetrando bruscamente en una angosta abertura en la roca, y allí el flanco de la colina volvía a combarse. Habían llegado a la primera escalera, que Gollum había mencionado. La oscuridad era casi completa, y más allá de las manos extendidas no veían absolutamente nada; pero los ojos de Gollum brillaban con un resplandor pálido, pocos pasos más adelante, cuando se dio la vuelta.
—¡Cuidado! —susurró—. ¡Escalones! Muchos escalones. ¡Cuidado!
La cautela era necesaria por cierto. Al principio Frodo y Sam se sintieron más seguros, con una pared de cada lado, pero la escalera era casi vertical, como una escala, y a medida que subían y subían, menos podían olvidar el largo vacío negro que iban dejando atrás; y los peldaños eran estrechos, desiguales, y a menudo traicioneros; estaban desgastados y pulidos en los bordes, y a veces rotos, y algunos se agrietaban bajo los pies. El ascenso era muy penoso, y al fin terminaron aferrándose con dedos desesperados al escalón siguiente, y obligando a las rodillas doloridas a flexionarse y estirarse; y a medida que la escalera se iba abriendo un camino cada vez más profundo en el corazón de la montaña, las paredes rocosas se elevaban más y más a los lados, por encima de ellos.
Por fin, cuando ya les parecía que no podían aguantar más, vieron los ojos de Gollum que escudriñaban otra vez desde arriba. —Hemos llegado —les dijo—. Hemos pasado la primera escalera. Hobbits hábiles para subir tan alto; hobbits muy hábiles para subir. Unos escalones más y ya está, sí.
Mareados y terriblemente cansados, Sam, y Frodo tras él, subieron a duras penas el último escalón, y allí se sentaron, y se frotaron las piernas y las rodillas. Estaban en un pasadizo tenebroso que parecía subir delante de ellos, aunque en pendiente más suave y sin escalera. Gollum no permitió que descansaran mucho tiempo.
—Hay otra escalera más —les dijo—. Mucho más larga. Descansarán después de subir la próxima escalera. Todavía no.
Sam refunfuñó.