Habían recorrido apenas unos pocos metros, cuando desde atrás les llegó un sonido, sobrecogedor y horrible en el silencio pesado: un gorgoteo, un ruido burbujeante, y un silbido largo y venenoso. Dieron media vuelta, pero nada era visible. Inmóviles, como petrificados, permanecieron allí, los ojos fijos y muy abiertos, en espera no sabían de que.
—¡Es una trampa! —dijo Sam, y apoyó la mano en la empuñadura de la espada; y al hacerlo, pensó en la oscuridad del túmulo de donde provenía. «¡Cuánto daría porque el viejo Tom estuviera ahora cerca de nosotros!», pensó. Y de pronto, mientras seguía allí de pie, envuelto en las tinieblas, el corazón rebosante de cólera y de negra desesperación, le pareció ver una luz: una luz que le iluminaba la mente, al principio casi enceguecedora, como un rayo de sol a los ojos de alguien que ha estado largo tiempo oculto en un foso sin ventanas. Y entonces la luz se transformó en color: verde, oro, plata, blanco. Muy distante, como en una imagen pequeña dibujada por dedos élficos, vio a la Dama Galadriel de pie en la hierba de Lórien, las manos cargadas de regalos. Y para ti, Portador del Anillo, le oyó decir con una voz remota pero clara, para ti he preparado esto.
El burbujeo sibilante se acercó y hubo un crujido como si una cosa grande y articulada se moviese con lenta determinación en la oscuridad. Un olor fétido la precedía.
—¡Amo! ¡Amo! —gritó Sam, y la vida y la vehemencia le volvieron a la voz—. ¡El regalo de la Dama! ¡El cristal de estrella! Una luz para usted en los sitios oscuros, dijo que sería. ¡El cristal de estrella!
—¿El cristal de estrella? —murmuró Frodo, como alguien que respondiera desde el fondo de un sueño, sin comprender—. ¡Ah, sí! ¿Cómo pude olvidarlo? ¡ Una luz cuando todas las otras luces se hayan extinguido!Y ahora en verdad sólo la luz puede ayudarnos.
Lenta fue la mano hasta el pecho, y con igual lentitud levantó la Redoma de Galadriel. Por un instante titiló, débil como una estrella que lucha al despertar en medio de las densas brumas de la tierra; luego, a medida que crecía, y la esperanza volvía al corazón de Frodo, empezó a arder, hasta transformarse en una llama plateada, un corazón diminuto de luz deslumbradora, como si Eärendil hubiese descendido en persona desde los altos senderos del crepúsculo llevando en la frente el último Silmaril. La oscuridad retrocedió y la Redoma pareció brillar en el centro de un globo de cristal etéreo, y la mano que lo sostenía centelleó con un fuego blanco.
Frodo contempló maravillado aquel don portentoso que durante tanto tiempo había llevado consigo, de un valor y un poder que no había sospechado. Rara vez lo había recordado en el camino, hasta que llegaron al Valle de Morgul, y nunca lo había utilizado porque temía aquella luz reveladora.
— Aiya Eärendil Elenion Ancalima!—exclamó sin saber lo que decía; porque fue como si otra voz hablase a través de la suya, clara, invulnerable al aire viciado del foso.
Pero hay otras fuerzas en la Tierra Media, potestades de la noche, que son antiguas y poderosas. Y Ella-Laraña, la que caminaba en las tinieblas, había oído en boca de los Elfos la misma exhortación en los días de un tiempo sin memoria, y ni entonces la había arredrado, ni la arredraba ahora. Y mientras Frodo aún hablaba, sintió que una maldad inmensa lo envolvía, y que unos ojos de mirada mortal lo escudriñaban. A corta distancia de allí, entre ellos y la abertura donde habían trastabillado, dos ojos se iban haciendo visibles, dos grandes racimos de ojos multifacéticos: el peligro inminente por fin desenmascarado. El resplandor del cristal de estrella se quebró y se refractó en un millar de facetas, pero detrás del centelleo un fuego pálido y mortal empezó a arder cada vez más poderoso, una llama encendida en algún pozo profundo de pensamientos malévolos. Monstruosos y abominables eran aquellos ojos, bestiales y a la vez resueltos y animados por una horrible delectación, clavados en la presa, ya acorralada.
Frodo y Sam, aterrorizados, como fascinados por la horrible e implacable mirada de aquellos ojos siniestros, empezaron a retroceder con lentitud; pero mientras ellos retrocedían los ojos avanzaban. La mano de Frodo tembló, y la Redoma descendió lentamente. Luego, de pronto, liberados del sortilegio que los retenía, dominados por un pánico inútil para diversión de los ojos, se volvieron y huyeron juntos; pero mientras corrían Frodo miró por encima del hombro y vio con terror que los ojos venían saltando detrás de ellos. El hedor de la muerte lo envolvió como una nube.
—¡Párate! ¡Párate! —gritó con voz desesperada—. Es inútil correr.
Los ojos se acercaban lentamente.
—¡Galadriel! —llamó y apelando a todas sus fuerzas levantó la Redoma una vez más. Los ojos se detuvieron. Por un instante la mirada cedió, como si la turbara la sombra de una duda. Y entonces a Frodo se le inflamó el corazón dentro del pecho, y sin pensar en lo que hacía, fuera locura, desesperación o coraje, tomó la Redoma en la mano izquierda, y con la derecha desenvainó la espada. Dardo relampagueó, y la afilada hoja élfica centelleó a la luz plateada, y una llama azul tembló en el filo. Entonces, la estrella en alto y esgrimiendo la espada reluciente, Frodo, hobbit de la Comarca, se encaminó con firmeza al encuentro de los ojos.
Los ojos vacilaron. La incertidumbre crecía en ellos a medida que la luz se acercaba. Uno a uno se oscurecieron, retrocediendo lentamente. Nunca hasta entonces los había herido una luz tan mortal. Del sol, la luna y las estrellas estaban al abrigo allá en el antro subterráneo, pero ahora una estrella había descendido hasta las entrañas mismas de la tierra. Y seguía acercándose, y los ojos empezaron a retraerse, acobardados. Uno por uno se fueron extinguiendo; y se alejaron, y un gran bulto, más allá de la luz, interpuso una sombra inmensa. Los ojos desaparecieron.
—¡Señor, Señor! —gritó Sam. Estaba detrás de Frodo, también él espada en mano—. ¡Estrellas y gloria! ¡Estoy seguro de que los Elfos compondrían una canción, si algún día oyeran esta hazaña! Ojalá viva yo el tiempo suficiente para contarla y oírlos cantar. Pero no siga adelante, señor. ¡No baje a ese antro! No tendremos otra oportunidad. ¡Salgamos en seguida de este agujero infecto!
Y así volvieron sobre sus pasos, al principio caminando y luego corriendo, pues a medida que avanzaban el suelo del túnel se elevaba en una cuesta cada vez más empinada y cada paso los alejaba del hedor y del antro invisible, y las fuerzas les volvían al corazón y los miembros. Pero el odio de la Vigía los perseguía aún, cegada acaso momentáneamente, pero invicta y ávida de muerte. En aquel momento una ráfaga de aire, fresco y ligero, les salió al encuentro. La boca, el extremo del túnel, estaba por fin ante ellos. Jadeando, deseando salir al fin al aire libre, se precipitaron y cayeron hacia atrás. La salida estaba bloqueada por una barrera, pero no de piedra: blanda y más bien elástica, al parecer, y al mismo tiempo resistente e impenetrable; a través de ella se filtraba el aire, pero ningún rayo de luz. Una vez más se abalanzaron y fueron rechazados.
Levantando la Redoma, Frodo miró y vio delante un color gris que la luminosidad del cristal de estrella no penetraba ni iluminaba, como una sombra que no fuera proyectada por ninguna luz, y que ninguna luz pudiera disipar. A lo ancho y a lo alto del túnel había una vasta tela tejida, como la tela de una araña enorme, pero de trama mucho más cerrada y mucho más grande, y cada hebra de esta tela era gruesa como una cuerda.