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Sam soltó una risa sarcástica.

—¡Telarañas! —dijo—. ¿Nada más? ¡Telarañas! ¡Pero qué araña! ¡Adelante, abajo con ellas!

Las atacó furiosamente a golpes de espada, pero el hilo que golpeaba no se rompía. Cedía un poco, y luego, como la cuerda tensa de un arco, rebotaba desviando la hoja y lanzando hacia arriba la espada y el brazo. Tres veces golpeó Sam la telaraña con todas sus fuerzas, y a la tercera una sola de las innumerables cuerdas chasqueó y se enroscó, retorciéndose y azotando el aire. Uno de los extremos alcanzó a Sam, que se echó atrás con un grito, llevándose la mano a la boca.

—A este paso tardaremos días y días en despejar el camino —dijo—. ¿Qué hacer? ¿Han vuelto los ojos?

—No, no se los ve —dijo Frodo—. Pero tengo aún la impresión de que me están mirando, o pensando en mí: maquinando algún otro plan, tal vez. Si esta luz menguase, o fallara, no tardarían en reaparecer.

—¡Atrapados justo al final! —dijo Sam con amargura. Y otra vez, por encima del cansancio y la desesperación, lo dominó la cólera—. ¡Moscardones atrapados en una telaraña! ¡Que la maldición de Faramir caiga sobre Gollum, y cuanto antes!

—Nada ganaríamos con eso ahora —dijo Frodo—. ¡Bien! Veamos qué puede hacer Dardo. Es una hoja élfica. También en las hondonadas oscuras de Beleriand donde fue forjada había telarañas horripilantes. Pero tú tendrás que estar alerta y mantener los ojos a raya. Ven, toma el cristal de estrella. No tengas miedo. ¡Levántalo y vigila!

Frodo se aproximó entonces a la gran red gris, y lanzándole una violenta estocada, corrió rápidamente a filo a través de un apretado nudo de cuerdas, mientras saltaba de prisa hacia atrás. La hoja de reflejos azules cortó como una hoz que segara unas hierbas, y las cuerdas saltaron, se enroscaron, y colgaron flojamente, en el aire. Ahora había una gran rajadura en la telaraña.

Golpe tras golpe, toda la telaraña al alcance del brazo de Frodo quedó al fin despedazada, y el borde superior flotó y onduló como un velo a merced del viento. La trampa estaba abierta.

—¡Vamos, ya! —gritó Frodo—. ¡Adelante! ¡Adelante! —Una alegría frenética por haber podido escapar de las fauces mismas de la desesperación se apoderó de pronto de él. La cabeza le daba vueltas como si hubiera tomado un vino fuerte. Saltó afuera, con un grito.

Luego de haber pasado por el antro de la noche, aquella tierra en sombras le pareció luminosa. Las grandes humaredas se habían elevado, y eran menos espesas, y las últimas horas de un día sombrío estaban pasando; el rojo incandescente de Mordor se había apagado en una lobreguez melancólica. Pero Frodo tenía la impresión de estar contemplando el amanecer de una esperanza repentina. Había llegado casi a la cresta del murallón. Faltaba poco ahora. El Desfiladero, Cirith Ungol, ya se abría delante de él, una hendidura sombría en la cresta negra, flanqueada a ambos lados por los cuernos de la roca, cada vez más oscuros contra el cielo. Una carrera corta, una carrera rápida, y ya estaría del otro lado.

—¡El paso, Sam! —gritó, sin preocuparse por la estridencia de su voz, que libre de la atmósfera sofocante del túnel resonaba ahora vibrante y fogosa—. ¡El paso! Corre, corre, y llegaremos al otro lado... ¡antes que nadie pueda detenernos!

Sam corrió detrás de él, tan rápido como se lo permitían las piernas; no obstante la alegría de encontrarse en libertad, se sentía inquieto mientras corría, y miraba atrás, a la sombría arcada del túnel, temiendo ver aparecer allí los ojos, o alguna forma monstruosa e inimaginable que se acercara a los saltos. Él y su amo poco conocían de las astucias y ardides de Ella-Laraña. Muy numerosas eran las salidas de esta madriguera.

Allí tenía su morada, desde tiempos inmemoriales, una criatura maligna de cuerpo de araña, la misma que en días de antaño había habitado en el País de los Elfos, en el Oeste que está ahora sumergido bajo el Mar, la misma que Beren combatiera en las Montañas del Terror en Doriath, y que en ese entonces, en un remoto plenilunio, había venido a Lúthien sobre la hierba verde y entre las cicutas. De qué modo había llegado hasta allí Ella-Laraña, huyendo de la ruina, no lo cuenta ninguna historia, pues son pocos los relatos de los Años Oscuros que han llegado hasta nosotros. Pero allí seguía, ella que había estado allí antes que Sauron, e incluso antes que la primera piedra de Barad-dûr, y que a nadie servía sino a sí misma, bebiendo la sangre de los Elfos y de los Hombres, entumecida y obesa, rumiando siempre algún festín; tejiendo telas de sombra; pues todas las cosas vivas eran alimento para ella, y ella vomitaba oscuridad. Los retoños, bastardos de compañeros miserables de su propia progenie, que ella destinaba a morir, se esparcían por doquier de valle en valle, desde Ephel Dúath hasta las colinas del Este, y hasta el Dol Guldur y las fortalezas del Bosque Negro. Pero ninguno podía rivalizar con Ella-Laraña la Grande, última hija de Ungoliant para tormento del desdichado mundo.

Años atrás la había visto Gollum, el Sméagol que fisgoneaba en todos los agujeros oscuros, y en otros tiempos se había prosternado ante ella y la había venerado; y las tinieblas de la voluntad maléfica de Ella-Laraña habían penetrado en la fatiga de Gollum, alejándolo de toda luz y todo remordimiento. Y Gollum le había prometido traerle comida. Pero los apetitos de Ella-Laraña no eran semejantes a los de Gollum. Poco sabía ella de torres, o de anillos o de cualquier otra cosa creada por la mente o la mano, y poco le preocupaban a ella, que sólo deseaba la muerte de todos, corporal y mental, y para sí misma una hartura de vida, sola, hinchada hasta que las montañas ya no pudieran sostenerla y la oscuridad ya no pudiera contenerla.

Pero ese deseo tardaba en cumplirse, y ahora, encerrada en el antro oscuro, hacía mucho tiempo que estaba hambrienta, y mientras tanto el poder de Sauron se acrecentaba y la luz y los seres vivientes abandonaban las fronteras del reino; y la ciudad del valle había muerto y ningún Elfo ni Hombre se acercaba jamás, sólo los infelices orcos. Alimento pobre, y cauto por añadidura. Pero ella necesitaba comer, y por más que se empeñasen en cavar nuevos y sinuosos pasadizos desde la garganta y desde la torre, ella siempre encontraba alguna forma de atraparlos. Esta vez, sin embargo, le apetecía una carne más delicada. Y Gollum se la había traído.

—Veremos, veremos —se decía Gollum, cuando predominaba en él el humor maligno, mientras recorría el peligroso camino que descendía de Emyn Muil al Valle de Morgul—, veremos. Puede ser, oh sí, puede ser que cuando Ella tire los huesos y las ropas vacías, lo encontremos, y entonces lo tendremos, el Tesoro, una recompensa para él pobre Sméagol que le trae buena comida. Y salvaremos el Tesoro, como prometimos. Oh sí. Y cuándo lo tengamos a salvo, Ella lo sabrá, oh sí, y entonces ajustaremos cuentas con Ella, oh sí mi tesoro. ¡Entonces ajustaremos cuentas con todo el mundo!

Así reflexionaba Gollum con la astucia retorcida que aún esperaba poder ocultarle, aunque la había vuelto a ver y se había prosternado ante ella mientras los hobbits dormían.

Y en cuanto a Sauron: sabía muy bien dónde se ocultaba Ella-Laraña. Le complacía que habitase allí hambrienta, pero nunca menos malvada; ningún artificio que él hubiera podido inventar habría guardado mejor que ella aquel antiguo acceso. En cuanto a los orcos, eran esclavos útiles, pero los tenía en abundancia. Y si de tanto en tanto Ella-Laraña atrapaba alguno para calmar el apetito, tanto mejor: Sauron podía prescindir de ellos. Y a veces, como un hombre que le arroja una golosina a su gata ( mi gatala llamaba él, pero ella no lo reconocía como amo), Sauron le enviaba aquellos prisioneros que ya no le servían. Los hacía llevar a la guarida de Ella-Laraña, y luego exigía que le describieran el espectáculo.