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—Queremos decir —dijo Pippin eligiendo con cuidado las palabras— que no es bueno tantear en la oscuridad. Podríamos ahorrarle tiempo y dificultades. Pero primero tendría que desatarnos las piernas, o no haremos nada, ni diremos nada.

—Mis queridos y tiernos tontitos —siseó Grishnákh—, todo lo que tenéis, y todo lo que sabéis, se os sacará en el momento adecuado: ¡todo! Desearéis tener algo más que decir para contentar al Inquisidor; así será en verdad y muy pronto. No apresuraremos el interrogatorio. Claro que no. ¿Por qué pensáis que os perdonamos la vida? Mis pequeños amiguitos, creedme, os lo ruego, si os digo que no fue por bondad. Ni siquiera Uglúk habría caído en esa falta.

—No me cuesta nada creerlo —dijo Merry—. Pero aún no ha llevado la presa a destino. Y no parece que vaya a parar a las manos de usted, pase lo que pase. Si llegamos a Isengard no será el gran Grishnákh el beneficiario. Saruman tomará todo lo que pueda encontrar. Si quiere algo para usted, es el momento de hacer un trato.

Grishnákh empezó a perder la cabeza. El nombre de Saruman parecía haberlo enfurecido más que ninguna otra cosa. El tiempo pasaba y el alboroto estaba apagándose; Uglúk o los Isengardos volverían en cualquier instante.

—¿Lo tenéis aquí, o no? —gruñó el orco.

¡Gollum, gollum!—dijo Pippin.

—¡Desátanos las piernas! —dijo Merry.

Los brazos del orco se estremecieron con violencia.

—¡Maldito seas, gusanito sucio! —siseó—. ¿Desataros las piernas? Os desataré todas las fibras del cuerpo. ¿Creéis que yo no podría hurgaros las entrañas? ¿Hurgar digo? Os reduciré a lonjas palpitantes. No necesito la ayuda de vuestras piernas para sacaros de aquí, ¡y teneros para mí solo!

De pronto los alzó a los dos. La fuerza de los largos brazos y los hombros era aterradora. Se puso a los hobbits bajo los brazos y los apretó ferozmente contra las costillas; unas manos grandes y sofocantes les cerraron las bocas. Luego saltó hacia adelante, el cuerpo inclinado. Así se alejó, rápido y en silencio, hasta llegar al borde de la loma. Allí, eligiendo un espacio libre entre los centinelas, se internó en la noche como una sombra maligna, bajó por la pendiente y fue hacia el río que corría en el oeste saliendo del bosque. Allí se abría un claro amplio, con una hoguera encendida.

Luego de haber cubierto una docena de metros, Grishnákh se detuvo, espiando y escuchando. No se veía ni oía nada. Se arrastró lentamente, inclinado casi hasta el suelo. Luego se detuvo en cuclillas y escuchó otra vez. En seguida se incorporó, como si fuera a saltar. En ese momento la forma oscura de un jinete se alzó justo delante. Un caballo bufó y se encabritó. Un hombre llamó en voz alta.

Grishnákh se echó de bruces al suelo, arrastrando a los hobbits; luego sacó la espada. Había decidido evidentemente matar a los cautivos antes que permitirles escapar, o que los rescatasen, pero esto lo perdió. La espada resonó débilmente, y brilló un poco a la luz de la hoguera que ardía a la izquierda. Una flecha salió silbando de la oscuridad; arrojada con habilidad, o guiada por el destino, le atravesó a Grishnákh la mano derecha. El orco dejó caer la espada y chilló. Se oyó un rápido golpeteo de cascos, y en el mismo momento en que Grishnákh se incorporaba y echaba a correr, lo atropelló un caballo, y lo traspasó una lanza. Grishnákh lanzó un grito terrible y estremecido y ya no se movió.

Los hobbits estaban aún en el suelo, como Grishnákh los había dejado. Otro jinete acudió rápidamente. Ya fuese porque era capaz de ver en la oscuridad o por algún otro sentido, el caballo saltó y pasó con facilidad sobre ellos, pero el jinete no los vio. Los hobbits se quedaron allí tendidos, envueltos en los mantos élficos, demasiado aplastados, demasiado asustados para levantarse.

Al fin Merry se movió y susurró en voz baja:

—Todo bien hasta ahora, pero ¿cómo evitaremos nosotros que nos traspasen de parte a parte?

La respuesta llegó casi en seguida. Los gritos de Grishnákh habían alertado a los orcos. Por los aullidos y chillidos que venían de la loma, los hobbits dedujeron que los orcos estaban buscándolos; Uglúk sin duda cortaba en ese momento algunas cabezas más. Luego, de pronto, unas voces de orcos respondieron a los gritos desde la derecha, más allá del círculo de los fuegos, desde el bosque y las montañas. Parecía que Mauhúr había llegado y atacaba ahora a los sitiadores. Se oyó un galope de caballos. Los jinetes estaban cerrando el círculo alrededor de la loma, afrontando las flechas de los orcos, como para prevenir que alguien saliese, mientras que una tropa corría a ocuparse de los recién llegados. De pronto Merry y Pippin cayeron en la cuenta de que sin haberse movido se encontraban ahora fuera del círculo; nada impedía que escaparan.

—Bueno —dijo Merry—, si al menos tuviésemos las piernas y las manos libres, podríamos irnos. Pero no puedo tocar los nudos, y no puedo morderlos.

—No hay por qué intentarlo —dijo Pippin—. Iba a decírtelo. Conseguí librarme de las manos. Estos lazos son sólo un simulacro. Será mejor que primero tomes un poco de lembas.

Retiró las cuerdas de las muñecas y sacó un paquete del bolsillo. Las galletas estaban rotas, pero bien conservadas, envueltas aún en las hojas. Los hobbits comieron uno o dos trozos cada uno. El sabor les trajo el recuerdo de unas caras hermosas, y de risas, y comidas sanas en días tranquilos y lejanos ahora. Durante un rato comieron con aire pensativo, sentados en la oscuridad, sin prestar atención a los gritos y ruidos de la batalla cercana. Pippin fue el primero en regresar al presente.

—Tenemos que irnos ya —dijo—. Espera un momento.

La espada de Grishnákh estaba allí en el suelo al alcance de la mano, pero era demasiado pesada y embarazosa; de modo que se arrastró hacia adelante, y cuando encontró el cuerpo del orco le sacó de entre las ropas un cuchillo largo y afilado. Luego cortó rápidamente las cuerdas.

—¡Y ahora vámonos! —dijo—. Cuando nos hayamos desentumecido un poco, quizá podamos tenernos en pie y caminar. De cualquier modo será mejor que empecemos arrastrándonos.

Se arrastraron. La hierba era espesa y blanda, y esto los ayudó, aunque avanzaban muy lentamente. Dieron un amplio rodeo para evitar las hogueras, y se adelantaron poco a poco hasta la orilla del río, que se alejaba gorgoteando entre las sombras oscuras de las barrancas. Luego miraron atrás.

Los ruidos se habían apagado. Parecía evidente que la tropa de Mauhúr había sido destruida o rechazada. Los jinetes habían vuelto a la ominosa y silenciosa vigilia. No se prolongaría mucho tiempo. La noche envejecía ya. En el este, donde no había nubes, el cielo era más pálido.

—Tenemos que ponernos a cubierto —dijo Pippin—, o pronto nos verán. No nos ayudará que esos jinetes descubran que no somos orcos, luego de darnos muerte. —Se incorporó y golpeó los pies contra el suelo—. Esas cuerdas se me han incrustado en la carne como alambres, pero los pies se me están calentando. Yo ya podría echar a andar. ¿Y tú, Merry?

Merry se puso de pie.

—Sí —dijo—, yo también. El lembaste da realmente ánimos. Y una sensación más sana, también, que el calor de esa bebida de los orcos. Me pregunto qué sería. Mejor que no lo sepamos. ¡Tomemos un poco de agua para sacarnos ese recuerdo!