Выбрать главу

A los hayales de Neldoreth vine en el otoño.

¡Ah, el oro y el rojo y el susurro de las hojas en el otoño de Taur-na-neldor!

Yo no había deseado tanto.

A los pinares de la meseta de Dorthonion subí en el invierno.

¡Ah, el viento y la blancura y las ramas negras del invierno en Orod-na-Thón!

Mi voz subió y cantó en el cielo.

Y todas aquellas tierras yacen ahora bajo las olas,

y caminé por Ambarona, y Tauremorna, y Aldalómë,

y por mis propias tierras, el país de Fangorn,

donde las raíces son largas.

Y los años se amontonan más que las hojas en Tauremornalómë.

Bárbol dejó de cantar, y caminó a grandes pasos y en silencio, y en todo el bosque, hasta donde alcanzaba el oído, no se oía nada.

El día menguó, y el crepúsculo abrazó los troncos de los árboles. Al fin los hobbits vieron una tierra abrupta y oscura que se alzaba borrosamente ante ellos: habían llegado a los pies de las montañas, y a las verdes raíces del elevado Methedras. Al pie de la ladera el joven Entaguas, saltando desde los manantiales de allá arriba, escalón tras escalón, corría ruidosamente hacia ellos. A la derecha del río había una pendiente larga, recubierta de hierba, ahora gris a la luz del crepúsculo. No crecía allí ningún árbol, y la pendiente se abría al cielo: las estrellas ya brillaban en lagos entre costas de nubes.

Bárbol trepó por la loma, aflojando apenas el paso. De pronto los hobbits vieron ante ellos una amplia abertura. Dos grandes árboles se erguían allí, uno a cada lado, como montantes vivientes de una puerta, pero no había otra puerta que las ramas que se entrecruzaban y entretejían. Cuando el viejo Ent se acercó, los árboles levantaron las ramas, y las hojas se estremecieron y susurraron. Pues eran árboles perennes, y las hojas eran oscuras y lustrosas, y brillaban a la luz crepuscular. Más allá se abría un espacio amplio y liso, como el suelo de una sala enorme, tallado en la colina. A cada lado se elevaban las paredes, hasta una altura de cincuenta pies o más, y a lo largo de las paredes crecía una hilera de árboles, cada vez más altos a medida que Bárbol avanzaba.

La pared del fondo era perpendicular, pero al pie habían cavado una abertura de techo abovedado: el único techo del recinto, excepto las ramas de los árboles, que en el extremo interior daban sombra a todo el suelo dejando sólo una senda ancha en el medio. Un arroyo escapaba de los manantiales de arriba, y abandonando el curso mayor caía tintineando por la cara perpendicular de la pared, derramándose en gotas de plata, como una delgada cortina delante de la abertura abovedada. El agua se juntaba de nuevo en una concavidad de piedra entre los árboles y luego corría junto al sendero y salía a unirse al Entaguas que se internaba en el bosque.

—¡Hm! ¡Aquí estamos! —dijo Bárbol, quebrando el largo silencio—. Os he traído conmigo unos setenta mil pasos de Ent, pero no sé cuánto es eso en las medidas de vuestras tierras. De cualquier modo estamos cerca de las raíces de la Última Montaña. Parte del nombre de este lugar podría ser Sala del Manantial, si lo traducimos a vuestro lenguaje. Me gusta. Pasaremos aquí la noche.

Puso a los hobbits en la hierba entre las hileras de árboles, y ellos lo siguieron hacia la gran bóveda. Los hobbits notaron ahora que Bárbol apenas doblaba las rodillas al caminar, pero que los pasos eran largos. Plantaba en el suelo ante todo los dedos gordos (y eran gordos en verdad y muy anchos) antes de apoyar el resto del pie.

Bárbol se detuvo un momento bajo la llovizna del manantial, y respiró profundamente; luego se rió y entró. Había allí una gran mesa de piedra, pero ninguna silla. En el fondo de la bóveda se apretaban las sombras. Bárbol tomó dos grandes vasijas y las puso en la mesa. Parecían estar llenas de agua; pero Bárbol mantuvo las manos sobre ellas, e inmediatamente se pusieron a brillar, una con una luz dorada, y la otra con una hermosa luz verde; y la unión de las dos luces iluminó la bóveda, como si el sol del verano resplandeciera a través de un techo de hojas jóvenes. Mirando hacia atrás, los hobbits vieron que los árboles del patio brillaban también ahora, débilmente al principio, pero luego más y más, hasta que en todas las hojas aparecieron nimbos de luz: algunos verdes, otros dorados, otros rojos como cobre; y los troncos de los árboles parecían pilares de piedra luminosa.

—Bueno, bueno, ahora podemos hablar otra vez —dijo Bárbol—. Tenéis sed, supongo. Quizá también estéis cansados. ¡Bebed! —Fue hasta el fondo de la bóveda donde se alineaban unas jarras de piedra, con tapas pesadas. Sacó una de las tapas, y metió un cucharón en la jarra, y llenó tres tazones, uno grande y otros dos más pequeños.

—Ésta es una casa de Ent —dijo—, y no hay asientos, me temo. Pero podéis sentaros en la mesa.

Alzando en vilo a los hobbits los sentó en la gran losa de piedra, a unos seis pies del suelo, y allí se quedaron balanceando las piernas y bebiendo a pequeños sorbos.

La bebida parecía agua, y en verdad el gusto era parecido al de los tragos que habían bebido antes a orillas del Entaguas cerca de los lindes del bosque, y sin embargo tenía también un aroma o sabor que ellos no podían describir: era débil, pero les recordaba el olor de un bosque distante que una brisa nocturna trae desde lejos. El efecto de la bebida comenzó a sentirse en los dedos de los pies, y subió firmemente por todos los miembros, refrescándolos y vigorizándolos, hasta las puntas mismas de los cabellos. En verdad los hobbits sintieron que se les erizaban los cabellos, que ondeaban y se rizaban y crecían. En cuanto a Bárbol, primero se lavó los pies en el estanque de más allá del arco y luego vació el tazón de un solo trago, largo y lento. Los hobbits pensaron que nunca dejaría de beber.

Al fin dejó otra vez el tazón sobre la mesa.

—Ah, ah —suspiró—. Hm, hum, ahora podemos hablar con mayor facilidad. Podéis sentaros en el suelo, y yo me acostaré; así evitaré que la bebida se me suba a la cabeza y me dé sueño.

A la derecha de la bóveda había un lecho grande de patas bajas, de no más de dos pies, muy recubierto de hierbas y helechos secos. Bárbol se echó lentamente en esta cama (doblando apenas la cintura) hasta que descansó acostado, con las manos detrás de la cabeza, mirando el cielo raso, donde centelleaban las luces, como hojas que se mueven al sol. Merry y Pippin se sentaron junto a él sobre almohadones de hierba.

—Ahora contadme vuestra historia, ¡y no os apresuréis!

Los hobbits empezaron a contarle la historia de todo lo que había ocurrido desde que dejaran Hobbiton. No siguieron un orden muy claro, pues se interrumpían uno a otro de continuo, y Bárbol detenía a menudo a quien hablaba, y volvía a algún punto anterior, o saltaba hacia adelante haciéndoles preguntas sobre acontecimientos posteriores. No hablaron, sin embargo, del Anillo, y no le dijeron por qué se habían puesto en camino ni hacia dónde iban; y Bárbol no les pidió explicaciones.