—¡Lo veo, ahora lo veo! —siseó Gimli—. ¡Mira, Aragorn! ¿No te lo advertí? Todo en andrajos grises y sucios: por eso no pude verlo al principio.
Aragorn miró y vio una figura inclinada que se movía lentamente. No estaba muy lejos. Parecía un viejo mendigo, que caminaba con dificultad, apoyándose en una vara tosca. Iba cabizbajo, y no miraba hacia ellos. En otras tierras lo hubieran saludado con palabras amables; pero ahora lo miraban en silencio, inmóviles, dominados todos por una rara expectativa; algo se acercaba trayendo un secreto poder, o una amenaza.
Gimli observó un rato con los ojos muy abiertos, mientras la figura se acercaba paso a paso. De pronto estalló, incapaz ya de dominarse.
—¡Tu arco, Legolas! ¡Tiéndelo! ¡Prepárate! Es Saruman. ¡No permitas que hable, o que nos eche un encantamiento! ¡Tira primero!
Legolas tendió el arco y se dispuso a tirar, lentamente, como si otra voluntad se le resistiese. Tenía una flecha en la mano, y no la ponía en la cuerda. Aragorn callaba, el rostro atento y vigilante.
—¿Qué esperas? ¿Qué te pasa? —dijo Gimli en un murmullo sibilante.
—Legolas tiene razón —dijo Aragorn con tranquilidad—. No podemos tirar así sobre un viejo, de improviso y sin provocación, aun dominados por el miedo y la duda. ¡Mira y espera!
En ese momento el viejo aceleró el paso y llegó con sorprendente rapidez al pie de la pared rocosa. Entonces de pronto alzó los ojos, mientras los otros esperaban inmóviles mirando hacia abajo. No se oía ningún ruido.
No alcanzaban a verle el rostro; estaba encapuchado, y encima de la capucha llevaba un sombrero de alas anchas, que le ensombrecía las facciones excepto la punta de la nariz y la barba grisácea. No obstante, Aragorn creyó ver un momento el brillo de los ojos, penetrantes y vivos bajo la sombra de la capucha y las cejas.
Al fin el viejo rompió el silencio.
—Feliz encuentro en verdad, amigos míos —dijo con voz dulce—. Deseo hablaros. ¿Bajaréis vosotros, o subiré yo?
Sin esperar una respuesta empezó a trepar.
—¡No! —gritó Gimli—. ¡Deténlo, Legolas!
—¿No os dije que deseaba hablaros? —replicó el viejo—. ¡Retira ese arco, Señor Elfo!
El arco y la flecha cayeron de las manos de Legolas, y los brazos le colgaron a los costados.
—Y tú, Señor Enano, te ruego que sueltes el mango del hacha, ¡hasta que yo haya llegado arriba! No necesitaremos de tales argumentos.
Gimli tuvo un sobresalto y en seguida se quedó quieto como una piedra, los ojos clavados en el viejo que subía saltando por los toscos escalones con la agilidad de una cabra. Ya no parecía cansado. Cuando puso el pie en la cornisa, hubo un resplandor, demasiado breve para ser cierto, un relámpago blanco, como si una vestidura oculta bajo los andrajos se hubiese revelado un instante. La respiración sofocada de Gimli pudo oírse en el silencio como un sonoro silbido.
—¡Feliz encuentro, repito! —dijo el viejo, acercándose. Cuando estuvo a unos pocos pasos se detuvo, apoyándose en la vara, con la cabeza echada hacia adelante, mirándolos desde debajo de la capucha—. ¿Y qué podéis estar haciendo en estas regiones? Un Elfo, un Hombre, y un Enano, todos vestidos a la manera élfica. Detrás de todo esto hay, sin duda, alguna historia que valdría la pena escuchar. Cosas semejantes no se ven aquí a menudo.
—Habláis como alguien que conoce bien Fangorn —dijo Aragorn—. ¿Es así?
—No muy bien —dijo el viejo—, eso demandaría muchas vidas de estudio. Pero vengo aquí de cuando en cuando.
—¿Podríamos saber cómo os llamáis, y luego oír lo que tenéis que decirnos? —preguntó Aragorn—. La mañana pasa, y tenemos algo entre manos que no puede esperar.
—En cuanto a lo que deseo deciros, ya lo he dicho: ¿Qué estáis haciendo, y qué historia podéis contarme de vosotros mismos? ¡En cuanto a mi nombre! —El viejo calló, y soltó una risa larga y dulce.
Aragorn se estremeció al oír el sonido de esa risa, y no era, sin embargo, miedo o terror lo que sentía, sino algo que podía compararse a la mordedura súbita de una ráfaga penetrante, o el batimiento de una lluvia helada que arranca a un hombre de un sueño inquieto.
—¡Mi nombre! —dijo el viejo otra vez—. ¿Todavía no lo habéis adivinado? Sin embargo, lo habéis oído antes, me parece. Sí, lo habéis oído antes. ¿Pero qué podéis decirme de vosotros?
Los tres compañeros no respondieron.
—Alguien podría decir sin duda que vuestra misión es quizá inconfesable —continuó el viejo—. Por fortuna, algo sé. Estáis siguiendo las huellas de dos jóvenes hobbits, me parece. Sí, hobbits. No me miréis así, como si nunca hubieseis oído esa palabra. Los conocéis, y yo también. Sabed entonces que ellos treparon aquí anteayer. Y se encontraron con alguien que no esperaban. ¿Os tranquiliza eso? Y ahora quisierais saber a dónde los llevaron. Bueno, bueno, quizá yo pueda daros algunas noticias. ¿Pero por qué estáis de pie? Pues veréis, vuestra misión no es ya tan urgente como habéis pensado. Sentémonos y pongámonos cómodos.
El viejo se volvió y fue hacia un montón de piedras y peñascos caídos al pie del risco, detrás de ellos. En ese instante, como si un encantamiento se hubiese roto, los otros se aflojaron y se sacudieron. La mano de Gimli aferró el mango del hacha. Aragorn desenvainó la espada. Legolas recogió el arco.
El viejo, sin prestarles la menor atención, se inclinó y se sentó en una piedra baja y chata. El manto gris se entreabrió, y los compañeros vieron, ahora sin ninguna duda, que debajo estaba vestido todo de blanco.
—¡Saruman! —gritó Gimli, y saltó hacia el viejo blandiendo el hacha—. ¡Habla! ¡Dinos dónde has escondido a nuestros amigos! ¿Qué has hecho con ellos? ¡Habla o te abriré una brecha en el sombrero que aun a un mago le costará trabajo reparar!
El viejo era demasiado rápido. Se incorporó de un salto y se encaramó en una roca. Allí esperó, de pie, de pronto muy alto, dominándolos. Había dejado caer la capucha y los harapos grises, y ahora la vestidura blanca centelleaba. Levantó la vara, y a Gimli el hacha se le desprendió de la mano y cayó resonando al suelo. La espada de Aragorn, inmóvil en la mano tiesa, se encendió con un fuego súbito. Legolas dio un grito y soltó una flecha que subió por el aire y se desvaneció en un estallido de llamas.
—¡Mithrandir! —gritó—. ¡Mithrandir!
—¡Feliz encuentro, te digo a ti otra vez, Legolas! —exclamó el viejo.
Todos tenían los ojos fijos en él. Los cabellos del viejo eran blancos como la nieve al sol; y las vestiduras eran blancas y resplandecientes; bajo las cejas espesas le brillaban los ojos, penetrantes como los rayos del sol; y había poder en aquellas manos. Asombrados, felices y temerosos, los compañeros estaban allí de pie y no sabían qué decir.
Al fin Aragorn reaccionó.