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—Sí, lo sabía —dijo el mago—. Puse en él todos mis pensamientos, rogándole que se apresurara; pues ayer estaba muy lejos al sur de estos territorios. ¡Deseemos que me lleve rápido de vuelta!

Gandalf le habló entonces a Sombragrís, y el caballo partió a la carrera, pero cuidando de no dejar muy atrás a los otros. Al cabo de un rato giró de pronto, y eligiendo un paraje donde las barrancas eran más bajas, vadeó el río, y luego los llevó en línea recta hacia el sur por terrenos llanos, amplios y sin árboles. El viento pasaba como olas grises entre las interminables millas de hierba. No había huellas de caminos o senderos, pero Sombragrís no titubeó ni cambió el paso.

—Corre ahora directamente hacia la Casa de Théoden al pie de las Montañas Blancas —dijo Gandalf—. Será más rápido así. El suelo es más firme en el Estemnet, por donde pasa la ruta principal hacia el norte, del otro lado más allá del río, pero Sombragrís sabe cómo ir entre los pantanos y las cañadas.

Durante muchas horas cabalgaron por las praderas y las tierras ribereñas. A menudo la hierba era tan alta que llegaba a las rodillas de los jinetes, y parecía que las cabalgaduras estuvieran nadando en un mar verdegrís. Encontraron muchas lagunas ocultas, y grandes extensiones de juncias que ondulaban sobre pantanos traicioneros; pero Sombragrís no se desorientaba, y los otros caballos lo seguían entre la hierba. Lentamente el sol cayó del cielo hacia el oeste. Mirando por encima de la amplia llanura, los jinetes vieron a lo lejos como un fuego rojo que se hundía un instante en los pastos. Allá abajo en el horizonte las estribaciones de las montañas centelleaban rojizas a un lado y a otro. Un humo subió oscureciendo el disco del sol, tiñéndolo de sangre, como si el astro hubiese inflamado los pastos mientras desaparecía en el borde de la tierra.

—Ahí está el Paso de Rohan —dijo Gandalf—. Ahora casi al este de nosotros. Por ahí se llega a Isengard.

—Veo una gran humareda —dijo Legolas—. ¿Qué es?

—¡La batalla y la guerra! —respondió Gandalf—. ¡Adelante!

6

EL REY DEL CASTILLO DE ORO

Continuaron cabalgando durante la puesta del sol, y el lento crepúsculo, y la noche que caía. Cuando al fin se detuvieron y echaron pie a tierra, aun el mismo Aragorn se sentía embotado y fatigado. Gandalf sólo les concedió un descanso de unas pocas horas. Legolas y Gimli durmieron, y Aragorn se tendió de espaldas en el suelo, pero Gandalf se quedó de pie, apoyado en el bastón, escrutando la oscuridad, al este y al oeste. Todo estaba en silencio, y no había señales de criaturas vivas. Cuando los otros abrieron los ojos, unas nubes largas atravesaban el cielo de la noche, arrastradas por un viento helado. Partieron una vez más a la luz fría de la luna, rápidamente, como si fuera de día.

Las horas pasaron y aún seguían cabalgando. Gimli cabeceaba, y habría caído por tierra si Gandalf no lo hubiera sostenido, sacudiéndolo. Hasufel y Arod, fatigados pero orgullosos, corrían detrás del guía infatigable, una sombra gris apenas visible ante ellos. Muchas millas quedaron atrás. La luna creciente se hundió en el oeste nuboso.

Un frío penetrante invadió el aire. Lentamente, en el este, las tinieblas se aclararon y fueron de un color gris ceniciento. Unos rayos de luz roja asomaron por encima de las paredes negras de Emyn Muil lejos a la izquierda. Llegó el alba, clara y brillante; un viento barrió el camino, apresurándose entre las hierbas gachas. De pronto Sombragrís se detuvo y relinchó. Gandalf señaló allá adelante.

—¡Mirad! —exclamó, y todos alzaron los ojos fatigados. Delante de ellos se erguían las montañas del Sur: coronadas de blanco y estriadas de negro. Los herbazales se extendían hasta las lomas que se agrupaban al pie de las laderas, y subían a numerosos valles todavía borrosos y oscuros que la luz del alba no había tocado aún y que se introducían serpeando en el corazón de las grandes montañas. Delante mismo de los viajeros la más ancha de estas cañadas se abría como una larga depresión entre las lomas. Lejos en el interior alcanzaron a ver la masa desmoronada de una montaña con un solo pico; a la entrada del valle se elevaba una cima solitaria, como un centinela. Alrededor, fluía el hilo plateado de un arroyo que salía del valle; sobre la cumbre, todavía muy lejos, vieron un reflejo del sol naciente, un resplandor de oro.

—¡Habla, Legolas! —dijo Gandalf—. ¡Dinos lo que ves delante de nosotros!

Legolas miró adelante, protegiéndose los ojos de los rayos horizontales del sol que acababa de asomar.

—Veo una corriente blanca que baja de las nieves —dijo—. En el sitio en que sale de la sombra del valle, una colina verde se alza al este. Un foso, una muralla maciza y una cerca espinosa rodean la colina. Dentro asoman los techos de las casas; y en medio, sobre una terraza verde, se levanta un castillo de Hombres. Y me parece ver que está recubierto de oro. La luz del castillo brilla lejos sobre las tierras de alrededor. Dorados son también los montantes de las puertas. Allí hay unos hombres de pie, con mallas relucientes; pero todos los otros duermen aún en las moradas.

—Esas moradas se llaman Edoras —dijo Gandalf—, y el castillo dorado es Meduseld. Allí vive Théoden hijo de Thengel, Rey de la Marca de Rohan. Hemos llegado junto con el sol. Ahora el camino se extiende claramente ante nosotros. Pero tenemos que ser más prudentes, pues se ha declarado la guerra, y los Rohirrim, los Señores de los Caballos, no descansan, aunque así parezca desde lejos. No echéis mano a las armas, no pronunciéis palabras altaneras, os lo aconsejo a todos, hasta que lleguemos ante el sitial de Théoden.

La mañana era brillante y clara alrededor, y los pájaros cantaban, cuando los viajeros llegaron al río. El agua bajaba rápidamente hacia la llanura, y más allá de las colinas describía ante ellos una curva amplia y se alejaba a alimentar el lecho del Entaguas, donde se apretaban los juncos. El suelo era verde; en los prados húmedos y a lo largo de las orillas herbosas crecían muchos sauces. En esta tierra meridional las yemas de los árboles ya tenían un color rojizo, sintiendo la cercanía de la primavera. Un vado atravesaba la corriente entre las orillas bajas, donde había muchas huellas de caballos. Los viajeros cruzaron el río y se encontraron en una ancha senda trillada que llevaba a las tierras altas.

Al pie de la colina amurallada, la senda corría a la sombra de numerosos montículos, altos y verdes. En la cara oeste de estas elevaciones la hierba era blanca, como cubierta de nieve; unas florecitas asomaban entre la hierba como estrellas innumerables.

—¡Mirad! —dijo Gandalf—. ¡Qué hermosos son esos ojos que brillan en la hierba! Las llaman «no-me-olvides», symbelmynëen esta tierra de Hombres, pues florecen en todas las estaciones del año y crecen donde descansan los muertos. He aquí las grandes tumbas donde duermen los antepasados de Théoden.