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—¿Dónde está Sombragrís? —preguntó Gandalf.

—Corriendo desbocado por los prados —le respondieron—. No deja que ningún hombre se le acerque. Allá va, por el vado, como una sombra entre los sauces.

Gandalf silbó y llamó al caballo por su nombre, y el animal levantó la cabeza y relinchó; y en seguida, volviéndose, corrió como una flecha hacia la hueste.

—Si el Viento del Oeste tuviera un cuerpo visible, así de veloz soplaría —dijo Éomer, mientras el caballo corría hasta detenerse delante del mago.

—Se diría que el regalo se ha entregado ya —dijo Théoden—. Pero, prestad oídos, todos los presentes. Aquí y ahora nombro a mi huésped Gandalf Capagrís, el más sabio de los consejeros, el más bienvenido de todos los vagabundos, un señor de la Marca, un jefe de los Eorlingas, mientras perdure nuestra dinastía; y le doy a Sombragrís, príncipe de caballos.

—Gracias, Rey Théoden —dijo Gandalf. Luego, de súbito, echó atrás la capa gris, arrojó a un lado el sombrero y saltó sobre la grupa del caballo. No llevaba yelmo ni cota de malla. Los cabellos de nieve le flotaban al viento, y las blancas vestiduras resplandecieron al sol con un brillo enceguecedor.

—¡Contemplad al Caballero Blanco! —gritó Aragorn; y todos repitieron estas palabras.

—¡Nuestro Rey y el Caballero Blanco! —exclamaron—. ¡Adelante, Eorlingas!

Sonaron las trompetas. Los caballos piafaron y relincharon. Las lanzas restallaron contra los escudos. Entonces el rey levantó las manos y, con un ímpetu semejante al de un vendaval, la última hueste de Rohan partió como un trueno rumbo al oeste.

Sola e inmóvil, de pie delante de las puertas del castillo silencioso, Éowyn siguió con la mirada el centelleo de las lanzas que se alejaban por la llanura.

7

EL ABISMO DE HELM

El sol declinaba ya en el poniente cuando partieron de Edoras, llevando en los ojos la luz del atardecer, que envolvía los ondulantes campos de Rohan en una bruma dorada. Un camino trillado costeaba las estribaciones de las Montañas Blancas hacia el noroeste, y en él se internaron, subiendo y bajando y vadeando numerosos riachos que corrían y saltaban entre las rocas de la campiña. A lo lejos y a la derecha asomaban las Montañas Nubladas, cada vez más altas y sombrías a medida que avanzaban las huestes. Ante ellos, el sol se hundía lentamente. Detrás, venía la noche.

El ejército proseguía la marcha, empujado por la necesidad. Temiendo llegar demasiado tarde, se adelantaban a todo correr y rara vez se detenían. Rápidos y resistentes eran los corceles de Rohan, pero el camino era largo: cuarenta leguas o quizá más, a vuelo de pájaro, desde Edoras hasta los vados del Isen, donde esperaban encontrar a los hombres del rey que contenían a las tropas de Saruman.

Cayó la noche. Al fin se detuvieron a acampar. Habían cabalgado unas cinco horas y habían dejado atrás buena parte de la llanura occidental, pero aún les quedaba por recorrer más de la mitad del trayecto. En un gran círculo bajo el cielo estrellado y la luna creciente levantaron el vivac. No encendieron hogueras, pues no sabían lo que la noche podía depararles; pero rodearon el campamento con una guardia de centinelas montados, y algunos jinetes partieron a explorar los caminos, deslizándose como sombras entre los repliegues del terreno. La noche transcurrió lentamente, sin novedades ni alarmas. Al amanecer sonaron los cuernos, y antes de una hora ya estaban otra vez en camino.

Aún no había nubes en el cielo, pero la atmósfera era pesada y demasiado calurosa para esa época del año. El sol subía velado por una bruma, perseguido palmo a palmo por una creciente oscuridad, como si un huracán se levantara en el este. Y a lo lejos, en el Noroeste, otra oscuridad parecía cernirse sobre las últimas estribaciones de las Montañas Nubladas, una sombra que descendía arrastrándose desde el Valle del Mago.

Gandalf retrocedió hasta donde Legolas cabalgaba al lado de Éomer.

—Tú que tienes los ojos penetrantes de tu hermosa raza, Legolas —dijo—, capaces de distinguir a una legua un gorrión de un jilguero: dime, ¿ves algo allá a lo lejos, en el camino a Isengard?

—Muchas millas nos separan —dijo Legolas, y miró llevándose la larga mano a la frente y protegiéndose los ojos de la luz—. Veo una oscuridad. Dentro hay formas que se mueven, grandes formas lejanas a la orilla del río, pero qué son no lo puedo decir. No es una bruma ni una nube lo que me impide ver: es una sombra que algún poder extiende sobre la tierra para velarla, y que avanza lentamente a lo largo del río. Es como si el crepúsculo descendiera de las colinas bajo una arboleda interminable.

—Y la tempestad de Mordor nos viene pisando los talones —dijo Gandalf—. La noche será siniestra.

En la jornada del segundo día, el aire parecía más pesado aún. Por la tarde, las nubes oscuras los alcanzaron: un palio sombrío de grandes bordes ondulantes y estrías de luz enceguecedora. El sol se ocultó, rojo sangre en una espesa bruma gris. Un fuego tocó las puntas de las lanzas cuando los últimos rayos iluminaron las pendientes escarpadas del Thrihyrne, ya muy cerca, en el brazo septentrional de las Montañas Blancas: tres picos dentados que miraban al poniente. A los últimos resplandores purpúreos, los hombres de la vanguardia divisaron un punto negro, un jinete que avanzaba hacia ellos. Se detuvieron a esperarlo.

El hombre llegó, exhausto, con el yelmo abollado y el escudo hendido. Se apeó del caballo y allí se quedó, silencioso y jadeante.

—¿Está aquí Éomer? —preguntó al cabo de un rato—. Habéis llegado al fin, pero demasiado tarde y con fuerzas escasas. La suerte nos ha sido adversa después de la muerte de Théodred. Ayer, en la otra margen del Isen, sufrimos una derrota; muchos hombres perecieron al cruzar el río. Luego, al amparo de la noche, otras fuerzas atravesaron el río y atacaron el campamento. Toda Isengard ha de estar vacía; y Saruman armó a los montañeses y pastores salvajes de las Tierras Brunas de más allá de los ríos, y los lanzó contra nosotros. Nos dominaron. El muro de protección ha caído. Erkenbrand del Folde Oeste se ha replegado con todos los hombres que pudo reunir en la fortaleza del Abismo de Helm. Los demás se han dispersado.

”¿Dónde está Éomer? Decidle que no queda ninguna esperanza. Que mejor sería regresar a Edoras antes que lleguen los lobos de Isengard.

Théoden había permanecido en silencio, oculto detrás de los guardias; ahora adelantó el caballo.

—¡Ven, acércate, Ceorl! —dijo—. Aquí estoy yo. La última hueste de los Eorlingas se ha puesto en camino. No volverá a Edoras sin presentar batalla.

Una expresión de alegría y sorpresa iluminó el rostro del hombre. Se irguió y luego se arrodilló a los pies del rey ofreciéndole la espada mellada.

—¡Ordenad, mi Señor! —exclamó—. ¡Y perdonadme! Creía que...

—Creías que me había quedado en Meduseld, agobiado como un árbol viejo bajo la nieve de los inviernos. Así me vieron tus ojos cuando partiste para la guerra. Pero un viento del oeste ha sacudido las ramas —dijo Théoden—. ¡Dadle a este hombre otro caballo! ¡Volemos a auxiliar a Erkenbrand!