Las flechas, no menos copiosas que el aguacero, silbaban por encima de los parapetos y caían sobre las piedras restallando y chisporroteando. Algunas encontraban un blanco. Había comenzado el ataque al Abismo de Helm, pero dentro no se oía ningún ruido, ningún desafío; nadie respondía a las flechas enemigas.
Las huestes atacantes se detuvieron, desconcertadas por la amenaza silenciosa de la piedra y el muro. A cada instante, los relámpagos desgarraban las tinieblas. De pronto, los orcos prorrumpieron en gritos agudos agitando lanzas y espadas y disparando una nube de flechas contra todo cuanto se veía por encima de los parapetos; y los hombres de la Marca, estupefactos, se asomaron sobre lo que parecía un inmenso trigal negro sacudido por un vendaval de guerra, y cada espiga era una púa erizada y centelleante.
Resonaron las trompetas de bronce. Los enemigos se abalanzaron en una marejada violenta, unos contra el Muro del Bajo, otros hacia la Explanada y la rampa que subía hasta las Puertas de Cuernavilla. Era un ejército de orcos gigantescos y montañeses salvajes de las Tierras Brunas. Vacilaron un instante y luego reanudaron el ataque. El resplandor fugaz de un relámpago iluminó en los cascos y los escudos la insignia siniestra, la mano de Isengard. Llegaron a la cima de la roca; avanzaron hacia los portales.
Entonces, por fin, hubo una respuesta: una tormenta de flechas les salió al encuentro, y una granizada de pedruscos. Sorprendidas, las criaturas titubearon, se desbandaron y emprendieron la fuga; pero en seguida volvieron a la carga, dispersándose y atacando de nuevo, y cada vez, como una marea creciente, se detenían en un punto más elevado. Resonaron otra vez las trompetas y una horda saltó hacia adelante, vociferando. Llevaban los escudos en alto como formando un techo y empujaban en el centro dos troncos enormes. Tras ellos se amontonaban los arqueros orcos, lanzando una lluvia de dardos contra los arqueros apostados en los muros. Llegaron por fin a las puertas. Los maderos crujieron al resquebrajarse, cediendo a los embates de los árboles impulsados por brazos vigorosos. Si un orco caía aplastado por una piedra que se despeñaba, otros dos corrían a reemplazarlo. Una y otra vez los grandes arietes golpearon la puerta.
Éomer y Aragorn estaban juntos, de pie sobre el Muro del Bajo. Oían el rugido de las voces y los golpes sordos de los arietes; de pronto, a la luz de un relámpago, ambos advirtieron el peligro que amenazaba a las puertas.
—¡Vamos! —dijo Aragorn—. ¡Ha llegado la hora de las espadas!
Rápidos como fuego, corrieron a lo largo del muro, treparon las escaleras y subieron al patio exterior en lo alto del Peñón. Mientras corrían, reunieron un puñado de valientes espadachines. En un ángulo del muro de la fortaleza había una pequeña poterna que se abría al oeste, en un punto en el que el acantilado avanzaba hacia el castillo. Un sendero estrecho y sinuoso descendía hasta la puerta principal, entre el muro y el borde casi vertical del Peñón. Éomer y Aragorn franquearon la puerta de un salto, seguidos por sus hombres. En un solo relámpago las espadas salieron de las vainas.
—¡Gúthwinë! —exclamó Éomer—. ¡Gúthwinë por la Marca!
—¡Andúril! —exclamó Aragorn—. ¡Andúril por los Dúnedain!
Atacando de costado, se precipitaron sobre los salvajes. Andúril subía y bajaba, resplandeciendo con un fuego blanco. Un grito se elevó desde el muro y la torre.
—¡Andúril! ¡Andúril va a la guerra! ¡La Espada que estuvo Rota brilla otra vez!
Aterrorizadas, las criaturas que manejaban los arietes los dejaron caer y se volvieron para combatir; pero el muro de escudos se quebró como atravesado por un rayo, y los atacantes fueron barridos, abatidos o arrojados por encima del Peñón al torrente pedregoso. Los arqueros orcos dispararon sin tino todas sus flechas, y luego huyeron.
Éomer y Aragorn se detuvieron un momento frente a las puertas. El trueno rugía ahora en la lejanía. Los relámpagos centelleaban aún a la distancia entre las montañas del Sur. Un viento inclemente soplaba otra vez desde el Norte. Las nubes se abrían y se dispersaban, y aparecieron las estrellas; y por encima de las colinas que bordeaban el Bajo la luna surcó el cielo hacia el oeste, con un brillo amarillento en los celajes de la tormenta.
—No hemos llegado demasiado pronto —dijo Aragorn, mirando los portales. Los golpes de los arietes habían sacado de quicio los grandes goznes y habían doblado las trancas de hierro; muchos maderos estaban rotos.
—Sin embargo, no podemos quedarnos aquí, de este lado de los muros, para defenderlos —dijo Éomer—. ¡Mira! —señaló hacia la Explanada. Una apretada turba de orcos y hombres volvía a congregarse más allá del río. Ya las flechas zumbaban y rebotaban en las piedras de alrededor—. ¡Vamos! Tenemos que volver y amontonar piedras y vigas y bloquear las puertas por dentro. ¡Vamos ya!
Dieron media vuelta y echaron a correr. En ese momento, unos diez o doce orcos que habían permanecido inmóviles y como muertos entre los cadáveres, se levantaron rápida y sigilosamente, y partieron tras ellos. Dos se arrojaron al suelo y tomando a Éomer por los talones lo hicieron trastabillar y caer, y se le echaron encima. Pero una pequeña figura negra en la que nadie había reparado emergió de las sombras lanzando un grito ronco.
— Baruk Khazâd! Khazâd ai-mênu!
Un hacha osciló como un péndulo. Dos orcos cayeron, decapitados. El resto escapó.
En el momento en que Aragorn acudía a auxiliarlo, Éomer se levantaba trabajosamente.
Cerraron la poterna, y amontonando piedras barricaron los portales de hierro. Cuando todos estuvieron dentro, a salvo, Éomer se volvió.
—¡Te doy las gracias, Gimli hijo de Glóin! —dijo—. No sabía que tú estabas con nosotros en este encuentro. Pero más de una vez el huésped a quien nadie ha invitado demuestra ser la mejor compañía. ¿Cómo apareciste por allí?
—Yo os había seguido para ahuyentar el sueño —dijo Gimli—; pero miré a los montañeses y me parecieron demasiado grandes para mí; entonces me senté en una piedra a admirar la destreza de vuestras espadas.
—No me será fácil devolverte el favor que me has prestado —dijo Éomer.
—Quizá se te presenten otras muchas oportunidades antes de que pase la noche —rió el Enano—. Pero estoy contento. Hasta ahora no había hachado nada más que leña desde que partí de Moria.
—¡Dos! —dijo Gimli acariciando el hacha. Había regresado a su puesto en el muro.
—¿Dos? —dijo Legolas—. Yo he hecho más que eso, aunque ahora tenga que buscar a tientas las flechas malgastadas; me he quedado sin ninguna. De todos modos, estimo en mi haber por lo menos veinte. Pero son sólo unas pocas hojas en todo un bosque.
Ahora las nubes se dispersaban rápidamente, y la luna declinaba clara y luminosa. Pero la luz trajo pocas esperanzas a los Jinetes de la Marca. Las fuerzas del enemigo, antes que disminuir, parecían acrecentarse; y nuevos refuerzos llegaban al valle y cruzaban el foso. El enfrentamiento en el Peñón había sido sólo un breve respiro. El ataque contra las puertas se redobló. Las huestes de Isengard rugían como un mar embravecido contra el Muro del Bajo. Orcos y montañeses iban y venían de un extremo al otro arrojando escalas de cuerda por encima de los parapetos, con tanta rapidez que los defensores no atinaban a cortarlas o desengancharlas. Habían puesto ya centenares de largas escalas. Muchas caían rotas en pedazos, pero eran reemplazadas en seguida, y los orcos trepaban por ellas como los monos en los oscuros bosques del sur. A los pies del muro, los cadáveres y los despojos se apilaban como pedruscos en una tormenta; el lúgubre montículo crecía y crecía, pero el enemigo no cejaba.