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—Todos los que han podido escapar están ahora a salvo, Aragorn —gritó—. ¡Volvamos!

Aragorn giró sobre sus talones y se lanzó escaleras arriba, pero el cansancio le hizo tropezar y caer. Sin perder un instante, los enemigos se precipitaron a la escalera. Los orcos subían vociferando, extendiendo los largos brazos para apoderarse de Aragorn. El que iba a la cabeza cayó con la última flecha de Legolas atravesada en la garganta, pero eso no detuvo a los otros. De pronto, un peñasco enorme, lanzado desde el muro exterior, se estrelló en la escalera, arrojándolos otra vez al Abismo. Aragorn ganó la puerta, que al instante se cerró tras él con un golpe.

—Las cosas andan mal, mis amigos —dijo, enjugándose con el brazo el sudor de la frente.

—Bastante mal —dijo Legolas—, pero aún nos quedan esperanzas, mientras tú nos acompañes. ¿Dónde está Gimli?

—No sé —respondió Aragorn—. La última vez que lo vi estaba peleando detrás del muro, pero la acometida nos separó.

—¡Ay! Éstas son malas noticias —dijo Legolas.

—Gimli es fuerte y valeroso —dijo Aragorn—. Esperemos que vuelva sano y salvo a las cavernas. Allí, por algún tiempo, estará seguro. Más seguro que nosotros. Un refugio de esa naturaleza es el ideal de un Enano.

—Eso es lo que espero —dijo Legolas—. Pero me gustaría que hubiera venido por aquí. Quería decirle a Maese Gimli que mi cuenta asciende ahora a treinta y nueve.

—Si consigue llegar a las cavernas volverá a sobrepasarte —dijo Aragorn riendo—. Nunca vi un hacha en manos tan hábiles.

—Necesito ir en busca de algunas flechas —dijo Legolas—. Quisiera que la noche terminase de una vez, así tendría mejor luz para tomar puntería.

Aragorn entró en la ciudadela. Allí se enteró consternado de que Éomer no había regresado a Cuernavilla.

—No, no ha vuelto al Peñón —dijo uno de los hombres del Folde Oeste—. Cuando lo vi por última vez estaba reuniendo hombres y combatiendo a la entrada del Abismo. Gamelin lo acompañaba, y también el Enano; pero no pude acercarme a ellos.

Aragorn cruzó a grandes trancos el patio interior, y subió a una cámara alta de la torre. Allí, una silueta sombría recortada contra una ventana angosta, estaba el rey, mirando hacia el valle.

—¿Qué hay de nuevo, Aragorn? —preguntó.

—Se han apoderado del Muro del Bajo, señor, y han barrido a los defensores; pero muchos han venido a refugiarse aquí, en el Peñón.

—¿Está Éomer aquí?

—No, señor. Pero muchos de vuestros hombres se replegaron a los fondos del Abismo; y algunos dicen que Éomer estaba entre ellos. Allí, en los desfiladeros, podrían contener el avance del enemigo y llegar a las cavernas. Qué esperanzas de salvarse tendrán entonces no lo sé.

—Más que nosotros. Provisiones en abundancia, según dicen. Y allí el aire es puro gracias a las grietas en lo alto de las paredes de roca. Nadie puede entrar por la fuerza contra hombres decididos. Podrán resistir mucho tiempo.

—Pero los orcos han traído una brujería desde Orthanc —dijo Aragorn—. Tienen un fuego que despedaza las rocas, y con él tomaron el muro. Si no llegan a entrar en las cavernas, podrían encerrar allí a los ocupantes. Pero ahora hemos de concentrar todos nuestros pensamientos en la defensa.

—Me muero de impaciencia en esta prisión —dijo Théoden—. Si hubiera podido empuñar una lanza, cabalgando al frente de mis hombres, habría sentido quizá otra vez la alegría del combate, terminando así mis días. Pero de poco sirvo estando aquí.

—Aquí al menos estáis protegido por la fortaleza más inexpugnable de la Marca —dijo Aragorn—. Más esperanzas tenemos de defenderos aquí en Cuernavilla que en Edoras, y aun allá arriba en las montañas de El Sagrario.

—Dicen que Cuernavilla no ha caído nunca bajo ningún ataque —dijo Théoden—; pero esta vez mi corazón teme. El mundo cambia y todo aquello que alguna vez parecía invencible hoy es inseguro. ¿Cómo podrá una torre resistir a fuerzas tan numerosas y a un odio tan implacable? De haber sabido que las huestes de Isengard eran tan poderosas, quizá no hubiera tenido la temeridad de salirles al encuentro, pese a todos los artificios de Gandalf. El consejo no parece ahora tan bueno como al sol de la mañana.

—No juzguéis el consejo de Gandalf, señor, hasta que todo haya terminado —dijo Aragorn.

—El fin no está lejano —dijo el rey—. Pero yo no acabaré aquí mis días, capturado como un viejo tejón en una trampa. Crinblanca y Hasufel y los caballos de mi guardia están aquí, en el patio interior. Cuando amanezca, haré sonar el cuerno de Helm, y partiré. ¿Cabalgarás conmigo, tú, hijo de Arathorn? Quizá nos abramos paso, o tengamos un fin digno de una canción... si queda alguien para cantar nuestras hazañas.

—Cabalgaré con vos —dijo Aragorn.

Despidiéndose, volvió a los muros, y fue de un lado a otro reanimando a los hombres, y prestando ayuda allí donde la lucha era violenta. Legolas iba con él. Allá abajo estallaban fuegos que conmovían las piedras. El enemigo seguía arrojando ganchos y tendiendo escalas. Una y otra vez los orcos llegaban a lo alto del muro exterior, y otra vez eran derribados por los defensores.

Por fin llegó Aragorn a lo alto de la arcada que coronaba las grandes puertas, indiferente a los dardos del enemigo. Mirando adelante, vio que el cielo palidecía en el este. Alzó entonces la mano desnuda, mostrando la palma, para indicar que deseaba parlamentar.

Los orcos vociferaban y se burlaban.

—¡Baja! ¡Baja! —le gritaban—. Si quieres hablar con nosotros, ¡baja! ¡Tráenos a tu rey! Somos los guerreros Uruk-hai. Si no viene, iremos a sacarlo de su guarida. ¡Tráenos al cobardón de tu rey!

—El rey saldrá o no, según sea su voluntad —dijo Aragorn.

—Entonces, ¿qué haces tú aquí? —le dijeron—. ¿Qué miras? ¿Quieres ver la grandeza de nuestro ejército? Somos los guerreros Uruk-hai.

—He salido a mirar el alba —dijo Aragorn.

—¿Qué tiene que ver el alba? —se mofaron los orcos—. Somos los Uruk-hai; no dejamos la pelea ni de noche ni de día, ni cuando brilla el sol o ruge la tormenta. Venimos a matar, a la luz del sol o de la luna. ¿Qué tiene que ver el alba?

—Nadie sabe qué habrá de traer el nuevo día —dijo Aragorn—. Alejaos antes de que se vuelva contra vosotros.

—Baja o te abatiremos —gritaron—. Esto no es un parlamento. No tienes nada que decir.

—Todavía tengo esto que decir —respondió Aragorn—. Nunca un enemigo ha tomado Cuernavilla. Partid, de lo contrario ninguno de vosotros se salvará. Ninguno quedará con vida para llevar las noticias al Norte. No sabéis qué peligro os amenaza.

Era tal la fuerza y la majestad que irradiaba Aragorn allí de pie, a solas, en lo alto de las puertas destruidas, ante el ejército de sus enemigos, que muchos de los montañeses salvajes vacilaron y miraron por encima del hombro hacia el valle, y otros echaron miradas indecisas al cielo. Pero los orcos se reían estrepitosamente; y una salva de dardos y flechas silbó por encima del muro, en el momento en que Aragorn bajaba de un salto.