Hubo un rugido y una intensa llamarada. La bóveda de la puerta en la que había estado encaramado se derrumbó convertida en polvo y humo. La barricada se desperdigó como herida por el rayo. Aragorn corrió a la torre del rey.
Pero en el momento mismo en que la puerta se desmoronaba, y los orcos aullaban alrededor preparándose a atacar, un murmullo se elevó detrás de ellos, como un viento en la distancia, y creció hasta convertirse en un clamor de muchas voces que anunciaban extrañas nuevas en el amanecer. Los orcos, oyendo desde el Peñón aquel rumor doliente, vacilaron y miraron atrás. Y entonces, súbito y terrible, el gran cuerno de Helm resonó en lo alto de la torre.
Todos los que oyeron este sonido se estremecieron. Muchos orcos se arrojaron al suelo boca abajo, tapándose las orejas con las garras. Y desde el fondo del Abismo retumbaron los ecos, como si en cada acantilado y en cada colina un poderoso heraldo soplara una trompeta vibrante. Pero los hombres apostados en los muros levantaron la cabeza y escucharon asombrados: aquellos ecos no morían. Sin cesar resonaban los cuernos de colina en colina; ahora más cercanos y potentes, respondiéndose unos a otros, feroces y libres.
—¡Helm! ¡Helm! —gritaron los Jinetes—. ¡Helm ha despertado y retorna a la guerra! ¡Helm ayuda al Rey Théoden!
En medio de este clamor, apareció el rey. Montaba un caballo blanco como la nieve; de oro era el escudo y larga la lanza. A su diestra iba Aragorn, el heredero de Elendil, y tras él cabalgaban los señores de la Casa de Eorl el Joven. La luz se hizo en el cielo. Partió la noche.
—¡Adelante, Eorlingas!
Con un grito y un gran estrépito se lanzaron al ataque. Rugientes y veloces salían por los portales, cubrían la explanada y arrasaban a las huestes de Isengard como un viento entre las hierbas. Tras ellos llegaban desde el Abismo los gritos roncos de los hombres que irrumpían de las cavernas persiguiendo a los enemigos. Todos los hombres que habían quedado en el Peñón se volcaron como un torrente sobre el valle. Y la voz potente de los cuernos seguía retumbando en las colinas.
Galopaban el rey y sus compañeros. Capitanes y paladines caían o huían delante de ellos. Ni los orcos ni los hombres ofrecían resistencia. Corrían, de cara al valle y de espaldas a las espadas y las lanzas de los Jinetes. Gritaban y gemían, pues la luz del amanecer había traído pánico y desconcierto.
Así partió el Rey Théoden de la Puerta de Helm, y así se abrió paso hacia la Empalizada. Allí la compañía se detuvo. La luz crecía alrededor. Los rayos del sol encendían las colinas orientales y centelleaban en las lanzas. Los jinetes, inmóviles y silenciosos, contemplaron largamente el Valle del Bajo.
El paisaje había cambiado. Donde antes se extendiera un valle verde, cuyas laderas herbosas trepaban por las colinas cada vez más altas, ahora había un bosque. Hileras e hileras de grandes árboles, desnudos y silenciosos, de ramaje enmarañado y cabezas blanquecinas; las raíces nudosas se perdían entre las altas hierbas verdes. Bajo la fronda todo era oscuridad. Un trecho de no más de un cuarto de milla separaba la Empalizada del linde de aquel bosque. Allí se escondían ahora las arrogantes huestes de Saruman, aterrorizadas por el rey tanto como por los árboles. Como un torrente habían bajado desde la Puerta de Helm, hasta que ni uno solo quedó más arriba de la Empalizada; pero allá abajo se amontonaban como un hervidero de moscas. Reptaban y se aferraban a las paredes del valle tratando en vano de escapar. Al este la ladera era demasiado escarpada y pedregosa; a la izquierda, desde el oeste, avanzaba hacia ellos el destino inexorable.
De improviso, en una cima apareció un jinete vestido de blanco y resplandeciente al sol del amanecer. Más abajo, en las colinas, sonaron los cuernos. Tras el jinete un millar de hombres a pie, espada en mano, bajaba de prisa las largas pendientes. Un hombre recio y de elevada estatura marchaba entre ellos. Llevaba un escudo rojo. Cuando llegó a la orilla del valle se llevó a los labios un gran cuerno negro y sopló con todas sus fuerzas.
—¡Erkenbrand! —gritaron los Jinetes—. ¡Erkenbrand!
—¡Contemplad al Caballero Blanco! —gritó Aragorn—. ¡Gandalf ha vuelto!
—¡Mithrandir, Mithrandir! —dijo Legolas—. ¡Esto es magia pura! ¡Venid! Quisiera ver este bosque, antes que cambie el sortilegio.
Las huestes de Isengard aullaron, yendo de un lado a otro, pasando de un miedo a otro. Nuevamente sonó el cuerno de la torre. Y la compañía del rey se lanzó a la carga a través del foso de la Empalizada. Y desde las colinas bajaba, saltando, Erkenbrand, señor del Folde Oeste. Y también bajaba Sombragrís, brincando como un ciervo que corretea sin miedo por las montañas. Allá estaba el Caballero Blanco, y el terror de esta aparición enloqueció al enemigo. Los salvajes montañeses caían de bruces. Los orcos se tambaleaban y gritaban y arrojaban al suelo las espadas y las lanzas. Huían como un humo negro arrastrado por un vendaval. Pasaron, gimiendo, bajo la acechante sombra de los árboles; y de esa sombra ninguno volvió a salir.
8
EL CAMINO DE ISENGARD
Así, en el prado verde a orillas de la Corriente del Bajo, volvieron a encontrarse, a la luz de una hermosa mañana, el Rey Théoden y Gandalf el Caballero Blanco. Estaban con ellos Aragorn hijo de Arathorn, y Legolas el Elfo, y Erkenbrand del Folde Oeste, y los señores del Castillo de Oro. Los rodeaban los Rohirrim, los Jinetes de la Marca; una impresión de maravilla prevalecía de algún modo sobre el júbilo de la victoria, y los ojos de todos se volvían al bosque.
De pronto se oyó un clamor, y los compañeros que el enemigo había arrastrado al Abismo descendieron de la Empalizada: Gamelin el Viejo, Éomer hijo de Éomund, y junto con ellos Gimli el Enano. No llevaba yelmo, y una venda manchada de sangre le envolvía la cabeza; pero la voz era firme y sonora.
—¡Cuarenta y dos, Maese Legolas! —gritó—. ¡Ay! ¡Se me ha mellado el hacha! El cuadragésimo segundo tenía un capacete de hierro. ¿Y a ti cómo te ha ido?
—Me has ganado por un tanto —respondió Legolas—. Pero no me importa, ¡tan contento estoy de verte todavía en pie!
—¡Bienvenido, Éomer, hijo de mi hermana! —dijo Théoden—. Ahora que te veo sano y salvo, estoy realmente contento.
—¡Salve, Señor de la Marca! —dijo Éomer—. La noche oscura ha pasado, y una vez más ha llegado el día. Pero el día ha traído extrañas nuevas. —Se volvió y miró con asombro, primero el bosque y luego a Gandalf—. Otra vez has vuelto de improviso, en una hora de necesidad —dijo.
—¿De improviso? —replicó Gandalf—. Dije que volvería y que me reuniría aquí con vosotros.