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—Pero no dijiste la hora, ni la forma en que aparecerías. Extraña ayuda nos traes. ¡Eres poderoso en la magia, Gandalf el Blanco!

—Tal vez. Pero si lo soy, aún no lo he demostrado. No he hecho más que dar buenos consejos en el peligro y aprovechar la velocidad de Sombragrís. Más valieron vuestro coraje, y las piernas vigorosas de los hombres del Folde Oeste, marchando en la noche.

Y entonces todos contemplaron a Gandalf con un asombro todavía mayor. Algunos echaban miradas sombrías al bosque y se pasaban la mano por la frente, como si pensaran que Gandalf no veía lo mismo que ellos.

Gandalf soltó una larga y alegre carcajada.

—¿Los árboles? —dijo—. No, yo veo el bosque como lo veis vosotros. Pero esto no es obra mía, sino algo que está más allá de los designios de los sabios. Los acontecimientos se han desarrollado mejor de lo que yo había previsto, y hasta han sobrepasado mis esperanzas.

—Entonces, si no has sido tú, ¿quién ha obrado esta magia? —preguntó Théoden—. No Saruman, eso es evidente. ¿Habrá acaso algún sabio todavía más poderoso, del que nunca oímos hablar?

—No es magia, sino un poder mucho más antiguo —dijo Gandalf—: un poder que recorría antaño la tierra, mucho antes que los Elfos cantaran, o repicara el martillo.

Mucho antes que se conociera el hierro o se hachasen los árboles;

cuando la montaña era joven aún bajo la luna;

mucho antes que se forjase el anillo, o que se urdiese el infortunio,

ya en tiempos remotos recorría los bosques.

—¿Y qué respuesta tiene tu acertijo? —le preguntó Théoden.

—Para conocerla tendrás que venir conmigo a Isengard —respondió Gandalf.

—¿A Isengard? —exclamaron todos.

—Sí —dijo Gandalf—. Volveré a Isengard, y quien lo desee puede acompañarme. Allí veremos extrañas cosas.

—Pero aun cuando pudiéramos reunirlos a todos y curarles las heridas y la fatiga, no hay suficientes hombres en la Marca para atacar la fortaleza de Saruman —dijo Théoden.

—De todas maneras, yo iré a Isengard —dijo Gandalf—. No me quedaré allí mucho tiempo. Ahora mi camino me lleva al este. ¡Buscadme en Edoras, antes de la luna menguante!

—¡No! —dijo Théoden—. En la hora oscura que precede al alba dudé de ti, pero ahora no volveremos a separarnos. Iré contigo, si tal es tu consejo.

—Quiero hablar con Saruman tan pronto como sea posible —dijo Gandalf—, y como el daño que te ha causado es grande, vuestra presencia sería oportuna. Pero, ¿cuándo y con qué rapidez podríais poneros en marcha?

—La batalla ha extenuado a mis hombres —dijo el Rey—, y también yo estoy cansado. He cabalgado mucho y he dormido poco. ¡Ay!, mi vejez no es fingida, ni tan sólo el resultado de las intrigas de Lengua de Serpiente. Es un mal que ningún médico podrá curar por completo, ni aun siquiera el propio Gandalf.

—Entonces, aquellos que hayan decidido acompañarme, que descansen ahora —dijo Gandalf—. Viajaremos en la oscuridad de la noche. Mejor así, pues de ahora en adelante todas nuestras idas y venidas se harán dentro del mayor secreto. Pero no preparéis una gran escolta, Théoden. Vamos a parlamentar, no a combatir.

El rey escogió entonces a aquellos de sus caballeros que no estaban heridos y que tenían caballos rápidos, y los envió a proclamar la buena nueva de la victoria en todos los valles de la Marca; y a convocar con urgencia en Edoras a todos los hombres, jóvenes y viejos. Allí el Señor de la Marca reuniría a todos los jinetes capaces de llevar armas, en el día segundo después de la luna llena. Para que lo escoltaran a caballo en el viaje a Isengard, el rey eligió a Éomer y a veinte hombres de su propio séquito. Junto con Gandalf irían Aragorn y Legolas, y también Gimli. Aunque herido, el Enano se resistió a que lo dejaran atrás.

—Fue apenas un golpe, y el almete alcanzó a desviarlo —dijo—. El rasguño de un orco no es bastante para retenerme.

—Yo te curaré mientras descansas —dijo Aragorn.

El rey volvió entonces a Cuernavilla, y durmió con un sueño apacible, que no conocía desde hacía años. Los hombres que había elegido como escolta descansaron también. Pero a los otros, los que no estaban heridos, les tocó una penosa tarea; pues muchos habían caído en la batalla y yacían muertos en el campo o en el Abismo.

Ni un solo orco había quedado con vida; y los cadáveres eran incontables. Pero muchos de los montañeses se habían rendido, aterrorizados, y pedían clemencia.

Los Hombres de la Marca los despojaron de las armas y los pusieron a trabajar.

—Ayudad ahora a reparar el mal del que habéis sido cómplices —les dijo Erkenbrand—; más tarde prestaréis juramento de que no volveréis a cruzar en armas los Vados del Isen, ni a aliaros con los enemigos de los Hombres: entonces quedaréis en libertad de volver a vuestra tierra. Pues habéis sido engañados por Saruman. Muchos de los vuestros no han conocido otra recompensa que la muerte por haber confiado en él; pero si hubierais sido los vencedores, tampoco sería más generosa vuestra paga.

Los hombres de las Tierras Brunas escuchaban estupefactos, pues Saruman les había dicho que los hombres de Rohan eran crueles y quemaban vivos a los prisioneros.

En el campo de batalla, frente a Cuernavilla, levantaron dos túmulos, y enterraron en ellos a todos los Jinetes de la Marca que habían caído en la defensa, los de los Valles del Este de un lado y los del Folde Oeste del otro. En una tumba a la sombra de Cuernavilla, sepultaron a Háma, capitán de la guardia del Rey. Había caído frente a la Puerta.

Amontonaron los cadáveres de los orcos en grandes pilas, a buena distancia de los túmulos de los Hombres, no lejos del linde del bosque. Pero a todos inquietaba la presencia de esos montones de carroña, demasiado grandes para que ellos pudieran quemarlos o enterrarlos. La leña de que disponían era escasa, pero ninguno se hubiera atrevido a levantar el hacha contra aquellos árboles, aun cuando Gandalf no les hubiese advertido sobre el peligro de hacerles daño, de herir las ramas o las cortezas.

—Dejemos a los orcos donde están —dijo Gandalf—. Quizá la mañana traiga nuevos consejos.

Durante la tarde la compañía del Rey se preparó para la partida. La tarea de enterrar a los muertos apenas había comenzado; y Théoden lloró la pérdida de Háma, su capitán, y arrojó el primer puñado de tierra sobre la sepultura.

—Un gran daño me ha infligido en verdad Saruman, a mí y a toda esta comarca —dijo—; y no lo olvidaré, cuando nos encontremos frente a frente.

Ya el sol se acercaba a las crestas de las colinas occidentales que rodeaban el Bajo, cuando Théoden y Gandalf y sus compañeros montaron al fin y descendieron desde la Empalizada. Toda una multitud se había congregado allí; los Jinetes y los habitantes del Folde Oeste, los viejos y los jóvenes, las mujeres y los niños, todos habían salido de las cavernas a despedirlos. Con voces cristalinas entonaron un canto de victoria; de improviso, todos callaron, preguntándose qué ocurriría, pues ahora miraban hacia los árboles y estaban asustados.