La tropa llegó al bosque, y se detuvo; caballos y hombres se resistían a entrar. Los árboles, grises y amenazantes, estaban envueltos en una niebla o una sombra. Los extremos de las ramas largas y ondulantes pendían como dedos que buscaban en la tierra, las raíces asomaban como miembros de monstruos desconocidos, en los que se abrían cavernas tenebrosas. Pero Gandalf continuó avanzando, al frente de la compañía, y en el punto en que el camino de Cuernavilla se unía a los árboles vieron de pronto una abertura que parecía una bóveda disimulada por unas ramas espesas: por ella entró Gandalf, y todos lo siguieron. Entonces vieron con asombro que el camino continuaba junto con la Corriente del Bajo: y arriba aparecía el cielo abierto, dorado y luminoso. Pero a ambos lados del camino el crepúsculo invadía ya las grandes naves del bosque que se extendían perdiéndose en sombras impenetrables; allí escucharon los cuchicheos y gemidos de las ramas, y gritos distantes, y un rumor de voces inarticuladas, de murmullos airados. No había a la vista orcos, ni ninguna otra criatura viviente.
Legolas y Gimli iban montados en el mismo caballo; y no se alejaban de Gandalf, pues el bosque atemorizaba a Gimli.
—Hace calor aquí dentro —le dijo Legolas a Gandalf—. Siento a mi alrededor la presencia de una cólera inmensa. ¿No te late a ti el aire en los oídos?
—Sí —respondió Gandalf.
—¿Qué habrá sido de los miserables orcos? —le preguntó Legolas.
—Eso, creo, nunca se sabrá —dijo Gandalf.
Cabalgaron un rato en silencio; pero Legolas no dejaba de mirar a los lados, y si Gimli no se lo hubiese impedido, se habría detenido más de una vez a escuchar los rumores del bosque.
—Son los árboles más extraños que he visto en mi vida —dijo—; y eso que he visto crecer muchos robles, de la bellota a la vejez. Me hubiera gustado poder detenerme un momento ahora y pasearme entre ellos; tienen voces, y quizá con el tiempo llegaría a entender lo que piensan.
—¡No, no! —dijo Gimli—. ¡Déjalos tranquilos! Ya he adivinado lo que piensan: odian todo cuanto camina en dos pies; y hablan de triturar y estrangular.
—No a todo cuanto camina en dos pies —le dijo Legolas—. En eso creo que te equivocas. Es a los orcos a quienes aborrecen. No han nacido aquí y poco saben de Elfos y de Hombres. Los valles donde crecen son sitios remotos. De los profundos valles de Fangorn, Gimli, de allí es de donde vienen, sospecho.
—Entonces éste es el bosque más peligroso de la Tierra Media —dijo Gimli—. Tendría que estarles agradecido por lo que hicieron, pero no los quiero de veras. A ti pueden parecerte maravillosos, pero yo he visto en esta región cosas más extraordinarias, más hermosas que todos los bosques y claros. Aún las llevo en el corazón.
”¡Extraños son los modos y costumbres de los Hombres, Legolas! Tienen aquí una de las maravillas del Mundo Septentrional, ¿y qué dicen de ella? ¡Cavernas, la llaman! ¡Refugios para tiempo de guerra, depósitos de forraje! ¿Sabes, mi buen Legolas, que las cavernas subterráneas del Abismo de Helm son vastas y hermosas? Habría un incesante peregrinaje de Enanos, y sólo para venir a verlas, si se supiera que existen. Sí, en verdad, ¡pagarían oro puro por echarles una sola mirada!
—Y yo pagaría oro puro por lo contrario —dijo Legolas—, y el doble porque me sacaran de allí, si llegara a extraviarme.
—No las has visto, y te perdono la gracia —replicó Gimli—. Pero hablas como un tonto. ¿Te parecen hermosas las estancias de tu Rey al pie de la colina en el Bosque Negro, que los Enanos ayudaron a construir hace tiempo? Son covachas comparadas con las cavernas que he visto aquí: salas inconmensurables, pobladas de la música eterna del agua que tintinea en las lagunas, tan maravillosas como Kheled-zâram a la luz de las estrellas.
”Y cuando se encienden las antorchas, Legolas, y los hombres caminan por los suelos de arena bajo las bóvedas resonantes, ah, entonces, Legolas, gemas y cristales y filones de mineral precioso centellean en las paredes pulidas; y la luz resplandece en las vetas de los mármoles nacarados, luminosos como las manos de la Reina Galadriel. Hay columnas de nieve, de azafrán y rosicler, Legolas, talladas con formas que parecen sueños; brotan de los suelos multicolores para unirse a las colgaduras resplandecientes: alas, cordeles, velos sutiles como nubes cristalizadas; lanzas, pendones, ¡pináculos de palacios colgantes! Unos lagos serenos reflejan esas figuras: un mundo titilante emerge de las aguas sombrías cubiertas de límpidos cristales; ciudades, como jamás Durin hubiera podido imaginar en sus sueños, se extienden a través de avenidas y patios y pórticos, hasta los nichos oscuros donde jamás llega la luz. De pronto ¡pim!, cae una gota de plata, y las ondas se encrespan bajo el cristal y todas las torres se inclinan y tiemblan como las algas y los corales en una gruta marina. Luego llega la noche: las visiones tiemblan y se desvanecen; las antorchas se encienden en otra sala, en otro sueño. Los salones se suceden, Legolas, un recinto se abre a otro, una bóveda sigue a otra bóveda, y una escalera a otra escalera, y los senderos sinuosos llevan al corazón de la montaña. ¡Cavernas! ¡Las cavernas del Abismo de Helm! ¡Feliz ha sido la suerte que hasta aquí me trajo! Lloro ahora al tener que dejarlas.
—Entonces —dijo el Elfo—, como consuelo, te desearé esta buena fortuna, Gimli: que vuelvas sano y salvo de la guerra, y así podrás verlas otra vez. ¡Pero no se lo cuentes a todos los tuyos! Por lo que tú dices, poco tienen que hacer. Quizá los hombres de estas tierras callan por prudencia: una sola familia de activos enanos provistos de martillo y escoplo harían quizá más daño que bien.
—No, tú no me comprendes —dijo Gimli—. Ningún enano permanecería impasible ante tanta belleza. Ninguno de la raza de Durin excavaría estas grutas para extraer piedra o mineral, ni aunque hubiera ahí oro y diamantes. Si vosotros queréis leña, ¿cortáis acaso las ramas florecidas de los árboles? Nosotros cuidaríamos estos claros de piedra florecida, no los arruinaríamos. Con arte y delicadeza, a pequeños golpes, nada más que una astilla de piedra, tal vez, en toda una ansiosa jornada: ése sería nuestro trabajo, y con el correr de los años abriríamos nuevos caminos, y descubriríamos salas lejanas que aún están a oscuras, y que vemos apenas como un vacío más allá de las fisuras de la roca. ¡Y luces, Legolas! Crearíamos luces, lámparas como las que resplandecían antaño en Khazaddûm; y entonces podríamos, según nuestros deseos, alejar a la noche que mora allí desde que se edificaron las montañas, o hacerla volver, a la hora del reposo.
—Me has emocionado, Gimli —le dijo Legolas—. Nunca te había oído hablar así. Casi lamento no haber visto esas cavernas. ¡Bien! Hagamos un pacto: si los dos regresamos sanos y salvos de los peligros que nos esperan, viajaremos algún tiempo juntos. Tú visitarás Fangorn conmigo, y luego yo vendré contigo a ver el Abismo de Helm.
—No sería ése el camino que yo elegiría para regresar —dijo Gimli—. Pero soportaré la visita a Fangorn, si prometes volver a las cavernas y compartir conmigo esa maravilla.
—Cuentas con mi promesa —dijo Legolas—. Mas ¡ay! Ahora hemos de olvidar por algún tiempo el bosque y las cavernas. ¡Mira! Ya llegamos a la orilla del bosque. ¿A qué distancia estamos ahora de Isengard, Gandalf?