—A unas quince leguas, a vuelo de los cuervos de Saruman —dijo Gandalf—; cinco desde la desembocadura del Valle del Bajo hasta los Vados; y diez más desde allí hasta las puertas de Isengard. Pero no marcharemos toda la noche.
—Y cuando lleguemos allí ¿con qué nos encontraremos? —preguntó Gimli—. Quizá tú lo sepas, pero yo no puedo imaginarlo.
—Tampoco yo lo sé con certeza —respondió el mago—. Yo estaba allí ayer al caer la noche, pero desde entonces pueden haber ocurrido muchas cosas. Sin embargo, creo que no diréis que el viaje ha sido en vano, ni aunque hayamos tenido que abandonar las Cavernas Centelleantes de Aglarond.
Al fin la compañía dejó atrás los árboles y se encontró en el fondo del Bajo, donde el camino que descendía del Abismo de Helm se bifurcaba por un lado al este, hacia Edoras, y por el otro al Norte, hacia los Vados del Isen. Legolas, que cabalgaba a orillas del bosque, se detuvo y volvió tristemente la cabeza. De pronto lanzó un grito.
—¡Hay ojos! —exclamó—. ¡Ojos que espían desde las sombras de las ramas! Nunca he visto ojos semejantes.
Los otros, sorprendidos por el grito, pararon las cabalgaduras y se dieron vuelta; pero Legolas se preparaba a volver atrás.
—¡No, no! —gritó Gimli—. ¡Haz lo que quieras si te has vuelto loco, pero antes déjame bajar del caballo! ¡No quiero ver los ojos!
—¡Quédate, Legolas Hojaverde! —dijo Gandalf—. ¡No vuelvas al bosque, todavía no! Aún no ha llegado el momento.
Mientras Gandalf hablaba aún, tres formas extrañas salieron de entre los árboles. Altos como trolls (doce pies o más), de cuerpos vigorosos, recios como árboles jóvenes, parecían vestidos con prendas ceñidas de tela o de piel gris y parda. Los brazos y las piernas eran largos, y las manos de muchos dedos. Tenían los cabellos tiesos y la barba verdegrís, como de musgo. Miraban con ojos graves, pero no a los jinetes: estaban vueltos hacia el norte. De improviso ahuecaron las largas manos alrededor de la boca y emitieron una serie de llamadas sonoras, límpidas como las notas de un cuerno, pero más musicales y variadas. Al instante se oyó la respuesta; y al volver una vez más la cabeza los viajeros vieron otras criaturas de la misma especie que se acercaban desde el norte. Cruzaban la hierba con paso vivo, semejantes a garzas que vadearan una corriente, pero más veloces, pues el movimiento de las largas piernas era más rápido que el aleteo de las garzas. Los jinetes prorrumpieron en gritos de asombro y algunos echaron mano a las espadas.
—Las armas están de más —dijo Gandalf—. Son simples pastores. No son enemigos, y en realidad no les importamos.
Y al parecer decía la verdad; pues mientras Gandalf hablaba, las altas criaturas, sin siquiera echar una mirada a los jinetes, se internaron en el bosque y desaparecieron.
—¡Pastores! —dijo Théoden—. ¿Dónde están los rebaños? ¿Qué son, Gandalf? Pues es evidente que tú los conoces.
—Son los pastores de los árboles —respondió Gandalf—. ¿Tanto hace que no os sentáis junto al fuego a escuchar las leyendas? Hay en vuestro reino niños que del enmarañado ovillo de la historia podrían sacar la respuesta a esa pregunta. Habéis visto a los Ents, oh Rey, los Ents del Bosque de Fangorn, el que en vuestra lengua llamáis el Bosque del Ent. ¿O creéis que le han puesto ese nombre por pura fantasía? No, Théoden, no es así: para ellos vosotros no sois más que historia pasajera; poco o nada les interesan todos los años que van desde Eorl el joven a Théoden el Viejo, y a los ojos de los Ents todas las glorias de vuestra casa son en verdad muy pequeña cosa.
El rey guardó silencio.
—¡Ents! —dijo al fin—. Fuera de las sombras de la leyenda empiezo a entender, me parece, la maravilla de estos árboles. He vivido para conocer días extraños. Durante mucho tiempo hemos cuidado de nuestras bestias y nuestras praderas, y edificamos casas, y forjamos herramientas, y prestamos ayuda en las guerras de Minas Tirith. Y a eso llamábamos la vida de los Hombres, las cosas del mundo. Poco nos interesaba lo que había más allá de las fronteras de nuestra tierra. Hay canciones que hablan de esas cosas, pero las hemos olvidado, y sólo se las enseñamos a los niños, por simple costumbre. Y ahora las canciones aparecen entre nosotros en parajes extraños, caminan a la luz del Sol.
—Tendríais que alegraros, Rey Théoden —le dijo Gandalf—. Porque no es sólo la pequeña vida de los Hombres la que está hoy amenazada, sino también la vida de todas esas criaturas que para vos eran sólo una leyenda. No os faltan aliados, Théoden, aunque ignoréis que existan.
—Sin embargo, también tendría que entristecerme —dijo Théoden—, porque cualquiera que sea la suerte que la guerra nos depare, ¿no es posible que al fin muchas bellezas y maravillas de la Tierra Media desaparezcan para siempre?
—Es posible —dijo Gandalf—. El mal que ha causado Sauron jamás será reparado por completo, ni borrado como si nunca hubiese existido. Pero el destino nos ha traído días como éstos. ¡Continuemos nuestra marcha!
Alejándose del Bajo y del bosque, tomaron la ruta que conducía a los Vados. Legolas los siguió de mala gana. Hundido ya detrás de las orillas del mundo, el sol se había puesto; pero cuando salieron de entre las sombras de las colinas y volvieron la mirada al oeste, hacia el Paso de Rohan, el cielo estaba todavía rojo y un resplandor incandescente iluminaba las nubes que flotaban a la deriva. Oscuros contra el cielo, giraban y planeaban numerosos pájaros de alas negras. Algunos pasaron lanzando gritos lúgubres por encima de los viajeros, de regreso a los nidos entre las rocas.
—Las aves de rapiña han estado ocupadas en el campo de batalla —dijo Éomer.
Cabalgaban a un trote lento mientras la oscuridad envolvía las llanuras de alrededor. La luna ascendía, ahora en creciente, y a la fría luz de plata las praderas se movían subiendo y bajando como el oleaje de un mar inmenso y gris. Habían cabalgado unas cuatro horas desde la encrucijada cuando vieron los Vados. Largas y rápidas pendientes descendían hasta un bajío pedregoso del río, entre terrazas altas y herbosas. Transportado por el viento, les llegó el aullido de los lobos, y sintieron una congoja en el corazón recordando a los hombres que habían muerto allí combatiendo.
El camino se hundía entre terrazas y barrancas verdes cada vez más altas, hasta la orilla del río, para volver a subir en la otra margen. Tres hileras de piedras planas y escalonadas atravesaban la corriente y entre ellas corrían los vados para los caballos, que desde ambas riberas llegaban a un islote desnudo en el centro del río. Extraño les pareció el cruce cuando lo vieron de cerca: en los Vados siempre había remolinos, el agua canturreaba entre las piedras. Ahora estaba quieta y en silencio. En los lechos, casi secos, asomaban los cantos rodados y la arena gris.
—Qué sitio desolado —dijo Éomer—. ¿Qué mal aqueja a este río? Muchas cosas hermosas ha estropeado Saruman: ¿habrá destruido también los manantiales del Isen?
—Así parece —dijo Gandalf.
—¡Ay! —dijo Théoden—. ¿Es preciso que crucemos por aquí, donde las bestias de rapiña han devorado a tantos Jinetes de la Marca?