—Éste es nuestro camino —dijo Gandalf—. Cruel es la pérdida de vuestros hombres, pero veréis que al menos no los devorarán los lobos de las montañas. Es con sus amigos, los orcos, con quienes se ceban en sus festines; así entienden la amistad los de su especie. ¡Seguidme!
Cuando empezaron a vadear el río, los lobos dejaron de aullar y se alejaron escurriéndose. Las figuras de Gandalf a la luz de la luna y de Sombragrís, que centelleaba como la plata, habían espantado a los lobos. Al llegar al islote vieron los ojos brillantes de las bestias, que espiaban desde las orillas, entre las sombras.
—¡Mirad! —dijo Gandalf—. Gente amiga ha estado por aquí, trabajando.
Y vieron un túmulo en el centro del islote, rodeado de piedras y de lanzas enhiestas.
—Aquí yacen todos los Hombres de la Marca que cayeron en estos parajes —dijo Gandalf.
—¡Que descansen en paz! —dijo Éomer—. ¡Y que cuando estas lanzas se pudran y se cubran de herrumbre, sobreviva largo tiempo este túmulo custodiando los Vados del Isen!
—¿También esto es obra tuya, Gandalf, amigo mío? —preguntó Théoden—. ¡Mucho has hecho en una noche y un día!
—Con la ayuda de Sombragrís... ¡y de otros! —dijo Gandalf—. He cabalgado rápido y lejos. Pero aquí, junto a este túmulo, os diré algo que podrá confortaros: muchos cayeron en las batallas de los Vados, pero no tantos como se dice. Más fueron los que se dispersaron que los muertos; y yo he vuelto a reunir a todos los que pude encontrar. Envié algunos hombres con Grimbold de Folde Oeste para que se unan a Erkenbrand. A otros les encomendé la construcción de este túmulo. Ahora obedecen a vuestro mariscal, Elfhelm. Lo envié junto con otros jinetes a Edoras. Sabía que Saruman había lanzado contra vos todas sus fuerzas, y que sus servidores habían abandonado otras tareas para marchar al Abismo de Helm; no vi en todo el territorio ni uno solo de nuestros enemigos; yo temía, sin embargo, que quienes cabalgaban a lomo de lobo y los saqueadores pudieran llegar a Meduseld, y que la encontrasen indefensa. Pero ahora creo que no hay nada que temer; la casa estará allí para daros la bienvenida a vuestro regreso.
—Y me hará muy feliz verla de nuevo —dijo Théoden—, aunque poco tiempo me resta para vivir en ella.
Así la compañía dijo adiós a la isla y al túmulo, y atravesó el río, y trepó por la barranca de la orilla opuesta. Y una vez más reanudaron la cabalgata, felices de haber dejado atrás los Vados lúgubres. Y mientras se alejaban, otra vez se oyó en la noche el aullido de los lobos.
Una antigua carretera descendía de Isengard a los vados. Durante cierto trecho corría a la vera del río, curvándose con él hacia el este y luego hacia el norte; pero en el último tramo se desviaba e iba en línea recta hasta las puertas de Isengard; y éstas se alzaban en la ladera occidental del valle, a unas quince millas o más de la entrada. Siguieron a lo largo de este antiguo camino, pero no cabalgaron por él; pues el terreno era a los lados firme y llano, cubierto a lo largo de muchas millas de una hierba corta y tierna. Pudieron así cabalgar más de prisa y hacia la medianoche se habían alejado ya casi cinco leguas de los Vados. Se detuvieron entonces, dando por concluida la travesía de aquella noche, pues el Rey se sentía cansado. Estaban al pie de las Montañas Nubladas, y el Nan Curunír tendía los largos brazos para recibirlos. Oscuro se abría ante ellos el valle; la luz de la luna, que descendía hacia el oeste, se escondía detrás de las montañas. Pero de las profundas sombras del valle brotaba una larga espiral de humo y de vapor; y al elevarse, tocaba los rayos de la luna y se dispersaba en ondas negras y plateadas por el cielo estrellado.
—¿Qué piensas, Gandalf? —preguntó Aragorn—. Se diría que todo el Valle del Mago está en llamas.
—Siempre flota una humareda sobre el valle en estos tiempos —dijo Éomer—, pero nunca vi antes nada parecido. Más que humos son vapores. Saruman ha de estar preparando algún maleficio para darnos la bienvenida. Tal vez esté hirviendo todas las aguas del Isen, y por eso está seco el río.
—Es probable —dijo Gandalf—. Mañana lo sabremos. Ahora descansemos un poco, si es posible.
Acamparon cerca del lecho del Isen, siempre silencioso y vacío. Algunos consiguieron dormir. Pero en medio de la noche los centinelas llamaron a gritos y todos se despertaron. La luna había desaparecido. En el cielo brillaban algunas estrellas; pero una oscuridad más negra que la noche se arrastraba por el suelo. Desde ambas orillas del río se adelantaba hacia ellos, rumbo al norte.
—¡Quedaos donde estáis! —dijo Gandalf—. ¡No desenvainéis las armas! ¡Esperad, y pasará de largo!
Una neblina espesa los envolvió. En el cielo aún brillaban débilmente unas pocas estrellas, pero alrededor se alzaban unas paredes de oscuridad impenetrable; estaban en un callejón estrecho entre móviles torres de sombras. Oían voces, murmullos y gemidos y un interminable suspiro susurrante; la tierra temblaba debajo. Largo les pareció el tiempo que pasaron allí atemorizados e inmóviles; pero al fin la oscuridad y los rumores se desvanecieron, perdiéndose entre los brazos de la montaña.
Allá lejos en el sur, en Cuernavilla, en mitad de la noche, los hombres oyeron un gran fragor, como un vendaval en el valle, y la tierra se estremeció; y todos se aterrorizaron y ninguno se atrevió a ir a ver qué había ocurrido. Pero por la mañana, cuando salieron, quedaron estupefactos: los cadáveres de los orcos habían desaparecido, y también los árboles. En las profundidades del valle del Abismo, las hierbas estaban aplastadas y pisoteadas como si unos pastores gigantescos hubiesen llevado allí a apacentar unos inmensos rebaños; pero una milla más abajo de la Empalizada habían cavado un foso profundo, y sobre él habían levantado una colina de piedras. Los hombres sospecharon que allí yacían los orcos muertos en la batalla; pero si junto con ellos estaban los que habían huido al bosque, nadie lo supo jamás, pues ningún hombre volvió a poner los pies en aquella colina. La Quebrada de la Muerte, la llamaron, y jamás creció en ella una brizna de hierba. Pero los árboles extraños ya no volvieron a aparecer en el Valle del Bajo; habían partido al amparo de la noche hacia los lejanos y sombríos valles de Fangorn. Así se habían vengado de los orcos.
El rey y su escolta no durmieron más aquella noche; pero no vieron ni oyeron otras cosas extrañas, excepto una: la voz del río, que despertó de improviso. Hubo un murmullo como de agua que corriera sobre las piedras, y casi en seguida el Isen fluyó y burbujeó otra vez como lo hiciera siempre.
Al alba se dispusieron a reanudar la marcha. El amanecer era pálido y gris, y no vieron salir el sol. Arriba se cernía una niebla espesa, y un olor acre flotaba sobre el suelo. Avanzaban lentamente, cabalgando ahora por la carretera. Era ancha y firme, y estaba bien cuidada. Vagamente, a través de la niebla, alcanzaban a ver el largo brazo de las montañas que se elevaban a la izquierda. Habían penetrado en Nan Curunír, en el Valle del Mago. Era un valle bien resguardado, abierto sólo hacia el sur. En otros tiempos había sido hermoso y feraz, y por él corría el Isen, ya profundo e impetuoso antes de encontrar las llanuras; pues era alimentado por los manantiales y arroyos de las colinas, y todo alrededor se extendía una tierra fértil y apacible.