Más allá, el círculo de Isengard rebosaba de agua y humo; un caldero hirviente, en el que se mecían y flotaban restos de vigas y berlingas, arcones y barriles y aparejos despedazados. Las columnas asomaban resquebrajadas y torcidas por encima del agua, y los caminos estaban anegados. Lejana al parecer, velada por un torbellino de nube, se alzaba la isla rocosa. Imponente y oscura como siempre —la tempestad no la había tocado— se erguía la torre de Orthanc; unas aguas lívidas le lamían los pies.
A caballo, inmóviles y silenciosos, el rey y su escolta observaban maravillados, comprendiendo que el poder de Saruman había sido destruido; pero no podían imaginarse cómo. Volvieron la mirada a la bóveda de la entrada y las puertas derruidas. Y allí, muy cerca, vieron un gran montón de escombros; y de pronto repararon en dos pequeñas figuras plácidamente sentadas sobre los escombros, vestidas de gris, casi invisibles entre las piedras. Estaban rodeadas de botellas y tazones y escudillas, como si acabaran de disfrutar de una buena comida, y ahora descansaran. Uno parecía dormir; el otro, con las piernas cruzadas y los brazos en la nuca, se apoyaba contra una roca y echaba por la boca volutas y anillos de un tenue humo azul.
Por un momento Théoden y Éomer y sus hombres los miraron, paralizados por el asombro. En medio de toda la ruina de Isengard, ésta parecía ser para ellos la visión más extraña. Pero antes de que el rey pudiera hablar, el pequeño personaje que echaba humo por la boca reparó en ellos, que aún seguían inmóviles y silenciosos a la orilla de la barrera de niebla. Se puso de pie de un salto. Parecía ser un hombre joven, o por lo menos eso aparentaba, aunque de la talla de un hombre tenía poco más de la mitad; la cabeza de ensortijado cabello castaño, la llevaba al descubierto, pero se envolvía el cuerpo en una capa raída y manchada por la intemperie aunque del color de las capas de los compañeros de Gandalf cuando partieran de Edoras. Se inclinó en una muy profunda reverencia, con la mano al pecho. Luego, como si no hubiese visto al mago y sus amigos, se volvió a Éomer y al rey.
—¡Bienvenidos a Isengard, señores! —dijo—. Somos los guardianes de la puerta. Meriadoc hijo de Saradoc es mi nombre; y mi compañero desgraciadamente vencido por el cansancio —y al decir esto le asestó al otro un puntapié— es Peregrin hijo de Paladin, de la casa de Tuk. Lejos de aquí, en el norte, queda nuestro hogar. El Señor Saruman está en el castillo; pero en este momento ha de estar encerrado con un tal Lengua de Serpiente, pues de otro modo habría salido sin duda a dar la bienvenida a huéspedes tan honorables.
—¡Sin duda! —rió Gandalf—. ¿Y fue Saruman quien te ordenó que custodiaras las puertas destruidas, y que atendieras a los visitantes, entre plato y plato?
—No, mi buen señor, eso se le olvidó —respondió Merry con aire solemne—. Ha estado muy ocupado. Nuestras órdenes las hemos recibido de Bárbol, quien se ha hecho cargo del gobierno de Isengard. Fue él quien me ordenó que diera la bienvenida al Señor de Rohan con las palabras apropiadas. He hecho cuanto he podido.
—¿Y ni una palabra para nosotros, tus compañeros? ¿Para Legolas y para mí? —gritó Gimli, incapaz de contenerse por más tiempo—. ¡Bribones, amigos desleales, cabezas lanudas y patas lanosas! ¡A buena cacería nos mandasteis! ¡Doscientas leguas a través de pantanos y bosques, batallas y muertes, detrás de vosotros! Y os encontramos aquí, banqueteando y descansando... ¡y hasta fumando! ¡Fumando! ¿Dónde habéis conseguido la hierba, villanos? ¡Por el martillo y las tenazas! ¡Estoy tan dividido entre la rabia y la alegría que si no reviento será un verdadero milagro!
—Tú hablas por mí, Gimli —rió Legolas—. Aunque ante todo yo preferiría saber dónde consiguieron el vino.
—Una cosa no habéis aprendido en vuestra cacería, y es a ser más despiertos —dijo Pippin, abriendo un ojo—. Nos encontráis aquí, sentados y victoriosos en un campo de batalla, en medio del botín de los ejércitos, ¿y os preguntáis cómo nos hemos procurado una bien merecida recompensa?
—¿Bien merecida? —replicó Gimli—. ¡Eso sí que no lo puedo creer!
Los Jinetes se rieron.
—No cabe duda de que asistimos al reencuentro de amigos entrañables —dijo Théoden—. ¿Así que éstos son los miembros perdidos de tu Compañía, Gandalf? Los días parecen destinados a mostrar nuevas maravillas. Muchos he visto ya desde que partí de mi palacio; y ahora aquí, ante mis propios ojos, aparece otro personaje de leyenda. ¿No son éstos los Medianos, los que algunos llaman Holbytlanos?
—Hobbits, si sois tan amable, señor —dijo Pippin.
—¿Hobbits? —dijo Théoden—. Ha habido cambios extraños en nuestra lengua; pero el nombre no parece inapropiado. ¡Hobbits! Nada de cuanto había oído decir hace justicia a la realidad.
Merry saludó con una reverencia; y Pippin se puso de pie y saludó también haciendo una reverencia.
—Sois generoso, señor; o espero que yo pueda interpretar así vuestras palabras —dijo—. Y he aquí otra maravilla. Muchas tierras he recorrido desde que salí de mi hogar, y nunca hasta ahora había encontrado gente que conociera alguna historia sobre los hobbits.
—Mi pueblo bajó del Norte hace mucho tiempo —dijo Théoden—. Pero no quiero engañaros: no conocemos ninguna historia sobre los hobbits. Todo cuanto se dice entre nosotros es que muy lejos, más allá de muchas colinas y muchos ríos, habitan los Medianos, un pueblo que vive en cuevas en las dunas de arena. Pero no hay leyendas acerca de sus hazañas, porque según se dice no han hecho muchas cosas, y además evitan encontrarse con los Hombres, teniendo la facultad de desaparecer en un abrir y cerrar de ojos; y pueden modificar la voz imitando el trino de los pájaros. Pero al parecer habría más cosas que decir.
—En efecto, señor —dijo Merry.
—Para empezar —dijo Théoden— no sabía que echabais humo por la boca.
—Eso no me sorprende —respondió Merry—; pues es un arte que practicamos desde hace unas pocas generaciones. Fue Tobold Corneta, de Vallelargo, en la Cuaderna del Sur, el primero que cultivó en su jardín un verdadero tabaco de pipa hacia el año 1070 de acuerdo con nuestra cronología. Cómo el viejo Toby consiguió la planta...
—Cuidado, Théoden —interrumpió Gandalf—. Estos hobbits son capaces de sentarse al borde de un precipicio a discurrir sobre los placeres de la mesa, o las anécdotas más insignificantes de padres, abuelos y bisabuelos, y primos lejanos hasta el noveno grado, si los alentáis con vuestra injustificada paciencia. Ya habrá un momento más propicio para la historia del arte de fumar. ¿Dónde está Bárbol, Merry?
—Por el norte, creo. Se fue a beber un sorbo... de agua clara. La mayoría de los Ents están con él, siempre dedicados a sus tareas... allá.
Merry movió la mano señalando el lago humeante; y mientras miraban, oyeron a lo lejos un ruido atronador, como si un alud estuviera cayendo por la ladera de la montaña. Y a lo lejos un humhuum, el sonido triunfante de los cuernos.
—¿Han dejado a Orthanc sin vigilancia? —preguntó Gandalf.
—Hay agua en todas partes —dijo Merry—. Pero Ramaviva y otros la están vigilando. No todos esos pilares y columnas que hay en la llanura han sido puestos por Saruman. Ramaviva, creo, está cerca del peñasco, al pie de la escalera.