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Una sombra pasó por el rostro de Saruman; en seguida se puso mortalmente pálido. Antes que pudiese ocultarse, todos vieron a través de la máscara la angustia de una mente confusa, a quien repugnaba la idea de quedarse y temerosa a la vez de abandonar aquel refugio. Titubeó un segundo apenas, y todo el mundo contuvo el aliento. Luego Saruman habló, con una voz fría y estridente. El orgullo y el odio lo dominaban otra vez.

—¿Si quiero bajar? —dijo, burlón—. ¿Acaso un hombre inerme baja a hablar puertas afuera con los ladrones? Te oigo perfectamente bien desde aquí. No soy ningún tonto, y no confío en ti, Gandalf. Los demonios salvajes del bosque no están aquí a la vista, en la escalera, pero sé dónde se ocultan, esperando tus órdenes.

—Los traidores siempre son desconfiados —respondió Gandalf con cansancio—. Pero no tienes que temer por tu pellejo. No deseo matarte, ni lastimarte, como bien lo sabrías, si en verdad me comprendieses. Y mis poderes te protegerían. Te doy una última oportunidad. Puedes irte de Orthanc, en libertad... si lo deseas.

—Esto me suena bien —dijo con ironía Saruman—. Muy típico de Gandalf el Gris; tan condescendiente, tan generoso. No dudo que te sentirías a tus anchas en Orthanc, y que mi partida te convendría. Pero, ¿por qué yo querría partir? ¿Y qué significa para ti «en libertad»? Habrá condiciones, supongo.

—Los motivos para partir puedes verlos desde tus ventanas —respondió Gandalf—. Otros te acudirán a la mente. Tus siervos han sido abatidos y se han dispersado; de tus vecinos has hecho enemigos; y has engañado a tu nuevo amo, o has intentado hacerlo. Cuando vuelva la mirada hacia aquí, será el ojo rojo de la ira. Pero cuando yo digo «en libertad» quiero decir «en libertad»: libre de ataduras, de cadenas u órdenes: libre de ir a donde quieras, aun a Mordor, Saruman, si es tu deseo. Pero antes dejarás en mis manos la Llave de Orthanc, y tu bastón. Quedarán en prenda de tu conducta, y te serán restituidos un día, si lo mereces.

El semblante de Saruman se puso lívido, crispado de rabia, y una luz roja le brilló en los ojos. Soltó una risa salvaje.

—¡Un día! —gritó, y la voz se elevó hasta convertirse en un alarido—. ¡Un día! Sí, cuando también te apoderes de las Llaves de Barad-dûr, supongo, y las coronas de los siete reyes, y las varas de los Cinco Magos; cuando te hayas comprado un par de botas mucho más grandes que las que ahora calzas. Un plan modesto. ¡No creo que necesites mi ayuda! Tengo otras cosas que hacer. No seas tonto. Si quieres pactar conmigo, mientras sea posible, vete y vuelve cuando hayas recobrado el sentido. ¡Y sácate de encima a esa chusma de forajidos que llevas a la rastra, prendida a los faldones! ¡Buenos días! —Dio media vuelta y desapareció del balcón.

—¡Vuelve, Saruman! —dijo Gandalf con voz autoritaria. Ante el asombro de todos, Saruman dio otra vez media vuelta, y como arrastrado contra su voluntad, se acercó a la ventana y se apoyó en la barandilla de hierro, respirando muy agitadamente. Tenía la cara arrugada y contraída. La mano que aferraba la pesada vara negra parecía una garra.

—No te he dado permiso para que te vayas —dijo Gandalf con severidad—. No he terminado aún. No eres más que un bobo, Saruman, y sin embargo inspiras lástima. Estabas a tiempo todavía de apartarte de la locura y de la maldad, y ayudar de algún modo. Pero elegiste quedarte aquí, royendo las hilachas de tus viejas intrigas. ¡Quédate pues! Mas te lo advierto, no te será fácil volver a salir. A menos que las manos tenebrosas del Este se extiendan hasta aquí para llevarte. ¡Saruman! —gritó, y la voz creció aún más en potencia y autoridad—. ¡Mírame! No soy Gandalf el Gris a quien tú traicionaste. Soy Gandalf el Blanco que ha regresado de la muerte. Ahora tú no tienes color, y yo te expulso de la orden y del Concilio.

Levantó la mano, y habló lentamente, con voz clara y fría.

—Saruman, tu vara está rota. —Se oyó un crujido, y la vara se partió en dos en la mano de Saruman; la empuñadura cayó a los pies de Gandalf—. ¡Vete! —dijo Gandalf. Saruman retrocedió con un grito y huyó, arrastrándose como un reptil. En ese momento un objeto pesado y brillante cayó desde lo alto con estrépito. Rebotó contra la barandilla de hierro, en el mismo instante en que Saruman se alejaba de ella, y pasando muy cerca de la cabeza de Gandalf, golpeó contra el escalón en que estaba el mago. La barandilla vibró y se rompió con un estallido. El escalón crujió y se hizo añicos, chisporroteando. Pero la bola permaneció intacta: rodó escaleras abajo, un globo de cristal, oscuro, aunque con un corazón incandescente. Mientras se alejaba saltando hacia un charco, Pippin corrió y la recogió.

—¡Canalla y asesino! —gritó Éomer.

Pero Gandalf permaneció impasible.

—No, no ha sido Saruman quien la ha arrojado —dijo—; ni creo que se lo haya ordenado a alguien. Partió de una ventana mucho más alta. Un tiro de despedida de Maese Lengua de Serpiente, me imagino, pero le falló la puntería.

—Tal vez porque no pudo decidir a quién odiaba más, a ti o a Saruman —dijo Aragorn.

—Es posible —dijo Gandalf—. Magro consuelo encontrarán estos dos en mutua compañía: se roerán entre ellos con palabras. Pero el castigo es justo. Si Lengua de Serpiente sale alguna vez con vida de Orthanc, será una suerte inmerecida.

”¡Aquí, muchacho, yo llevaré eso! No te pedí que lo recogieras —gritó, volviéndose bruscamente y viendo a Pippin que subía la escalera con lentitud, como si transportase un gran peso. Bajó algunos peldaños, y yendo al encuentro del hobbit le sacó rápidamente de las manos la esfera oscura y la envolvió en los pliegues de la capa—. Yo me ocuparé —dijo—. No es un objeto que Saruman hubiera elegido para arrojar contra nosotros.

—Pero sin duda podría arrojar otras cosas —dijo Gimli—. Si la conversación ha terminado, ¡pongámonos al menos fuera del alcance de las piedras!

—Ha terminado —dijo Gandalf—. Partamos.

Volvieron la espalda a las puertas de Orthanc, y bajaron la escalera. Los Jinetes aclamaron al rey con alegría, y saludaron a Gandalf. El sortilegio de Saruman se había roto: lo habían visto acudir a la llamada de Gandalf, y escapar luego escurriéndose como un reptil.

—Bueno, esto es un asunto concluido —dijo Gandalf—. Ahora he de encontrar a Bárbol y contarle lo que ha pasado.

—Se lo habrá imaginado, supongo —dijo Merry—. ¿Acaso podía haber terminado de alguna otra manera?

—No lo creo —dijo Gandalf—, aunque por un instante la balanza estuvo en equilibrio. Pero yo tenía mis razones para intentarlo, algunas misericordiosas, otras menos. En primer lugar, le demostré a Saruman que ya no tiene tanto poder en la voz. No puede ser al mismo tiempo tirano y consejero. Cuando la conspiración está madura, el secreto ya no es posible. Sin embargo él cayó en la trampa, e intentó embaucar a sus víctimas una por una, mientras las otras escuchaban. Entonces le propuse una última alternativa, y generosa por cierto: renunciar tanto a Mordor como a sus planes personales, y reparar los males que había causado ayudándonos en un momento de necesidad. Nadie conoce nuestras dificultades mejor que él. Hubiera podido prestarnos grandes servicios; pero eligió negarse, y no renunciar al poder de Orthanc. No está dispuesto a servir, sólo quiere dar órdenes. Ahora vive aterrorizado por la sombra de Mordor, y sin embargo sueña aún con capear la tempestad. ¡Pobre loco! Será devorado, si el poder del Este extiende los brazos hasta Isengard. Nosotros no podemos destruir a Orthanc desde afuera, pero Sauron... ¿quién sabe lo que es capaz de hacer?