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—Yo me quedaré aquí con Éomer y diez de los Jinetes —dijo el rey—. Saldremos al amanecer. Los demás escoltarán a Aragorn y podrán partir cuando lo crean conveniente.

—Como quieras —dijo Gandalf—. ¡Pero procura llegar lo más pronto posible al refugio de las montañas, al Abismo de Helm!

En ese momento una sombra cruzó bajo el cielo ocultando de pronto la luz de la luna. Varios de los Jinetes gritaron, y levantando los brazos se cubrieron la cabeza y se encogieron como para protegerse de un golpe que viniera de lo alto: un pánico ciego y un frío mortal cayeron sobre ellos. Temerosos, alzaron los ojos. Una enorme figura alada pasaba por delante de la luna como una nube oscura. La figura dio media vuelta y fue hacia el norte, más rauda que cualquier viento de la Tierra Media. Las estrellas se apagaban a su paso. Casi en seguida desapareció.

Todos estaban ahora de pie, como petrificados. Gandalf miraba el cielo, los puños crispados, los brazos tiesos a lo largo del cuerpo.

—¡Nazgûl! —exclamó—. El mensajero de Mordor. La tormenta se avecina. ¡Los Nazgûl han cruzado el Río! ¡Partid, partid! ¡No aguardéis hasta el alba! ¡Que los más veloces no esperen a los más lentos! ¡Partid!

Echó a correr, llamando a Sombragrís. Aragorn lo siguió. Gandalf se acercó a Pippin y lo tomó en sus brazos.

—Esta vez cabalgarás conmigo —dijo—. Sombragrís te mostrará cuánto es capaz de hacer. —Volvió entonces al sitio en que había dormido. Sombragrís ya lo esperaba allí. Colgándose del hombro el pequeño saco que era todo su equipaje, el mago saltó a la grupa de Sombragrís. Aragorn levantó a Pippin y lo depositó en brazos de Gandalf, envuelto en una manta.

—¡Adiós! ¡Seguidme pronto! —gritó Gandalf—. En marcha, Sombragrís.

El gran corcel sacudió la cabeza. La cola flotó sacudiéndose a la luz de la luna. En seguida dio un salto hacia adelante, golpeando el suelo, y desapareció en las montañas como un viento del norte.

—¡Qué noche tan hermosa y apacible! —le dijo Merry a Aragorn—. Algunos tienen una suerte prodigiosa. No quería dormir, y quería cabalgar con Gandalf... ¡y ahí lo tienes! En vez de convertirlo en estatua de piedra y condenarlo a quedarse aquí, como escarmiento...

—Si en vez de Pippin hubieras sido tú el primero en recoger la piedra de Orthanc, ¿qué habría sucedido? —dijo Aragorn—. Quizá hubieras hecho cosas peores. ¿Quién puede saberlo? Pero ahora te ha tocado a ti en suerte cabalgar conmigo, me temo. Y partiremos en seguida. Prepárate, y trae todo cuanto Pippin pueda haber dejado. ¡Date prisa!

Sombragrís volaba a través de las llanuras; no necesitaba que lo azuzaran o lo guiaran. En menos de una hora habían llegado a los Vados del Isen y los habían cruzado. El túmulo de los Jinetes, el cerco de lanzas frías, se alzaba gris detrás de ellos.

Pippin ya estaba recobrándose. Ahora sentía calor, pero el viento que le acariciaba el rostro era refrescante y vivo; y cabalgaba con Gandalf. El horror de la piedra y de la sombra inmunda que había empañado la luna se iba borrando poco a poco, como cosas que quedaran atrás entre las nieblas de las montañas o como imágenes de un sueño. Respiró profundamente.

—No tenía idea de que montabas a pelo, Gandalf —dijo—. ¡No usas silla ni bridas!

—Sólo a Sombragrís lo monto a la usanza élfica —dijo Gandalf—. Sombragrís rechaza los arneses y avíos: y en verdad, no es uno quien monta a Sombragrís; es Sombragrís quien acepta llevarlo a uno... o no. Y si él te acepta, ya es suficiente. Es él entonces quien cuida de que permanezcas en la grupa, a menos que se te antoje saltar por los aires.

—¿Vamos muy rápido? —preguntó Pippin—. Rapidísimo, de acuerdo con el viento, pero con un galope muy regular. Y casi no toca el suelo de tan ligero.

—Ahora corre como el más raudo de los corceles —respondió Gandalf—; pero esto no es muy rápido para él. El terreno se eleva un poco en esta región, más accidentada que del otro lado del río. ¡Pero mira cómo se acercan ya las Montañas Blancas a la luz de las estrellas! Allá lejos se alzan como lanzas negras los picos del Thrihyrne. Dentro de poco habremos llegado a la encrucijada y al Valle del Bajo, donde hace dos noches se libró la batalla.

Pippin permaneció otra vez silencioso durante un rato. Oyó que Gandalf canturreaba entre dientes y musitaba breves fragmentos de poemas en diferentes lenguas, mientras las millas huían a espaldas de los jinetes. Por último el mago entonó una canción cuyas palabras fueron inteligibles para el hobbit: algunos versos le llegaron claros a los oídos a través del rugido del viento:

Altos navíos y altos reyes

tres veces tres.

¿Qué trajeron de las tierras sumergidas

sobre las olas del mar?

Siete estrellas y siete piedras

y un árbol blanco.

—¿Qué es lo qué estás diciendo, Gandalf? —preguntó Pippin.

—Estaba recordando simplemente algunas de las antiguas canciones —le respondió el mago—. Los hobbits las habrán olvidado, supongo, aun las pocas que conocían.

—No, nada de eso —dijo Pippin—. Y además tenemos muchas canciones propias, que sólo se refieren a nosotros, y que quizá no te interesen. Pero ésta no la había escuchado nunca. ¿De qué habla...? ¿Qué son esas siete estrellas y esas siete piedras?

—Habla de las palantíride los Antiguos Reyes —dijo Gandalf.

—¿Y qué son?

—El nombre significa lo que mira a lo lejos. La piedra de Orthanc era uno de ellos.

—¿Entonces no fue fabricada —Pippin titubeó—, fabricada... por el Enemigo?

—No —dijo Gandalf—. Ni por Saruman. Ni las artes de Saruman ni las de Sauron hubieran podido crear nada semejante. Las palantíriprovienen de Eldamar, de más allá de Oesternesse. Las hicieron los Noldor; quizá fue el propio Fëanor el artífice que las forjó, en días tan remotos que el tiempo no puede medirse en años. Pero nada hay que Sauron no pueda utilizar para el mal. ¡Triste destino el de Saruman! Ésa fue la causa de su perdición, ahora lo comprendo. Los artilugios creados por un arte superior al que nosotros poseemos son siempre peligrosos. Sin embargo, ha de cargar con la culpa. ¡Insensato! La guardó en secreto, para su propio beneficio, y jamás dijo una sola palabra a ninguno de los miembros del Concilio. No habíamos pensado aún en el posible destino de las palantíride Gondor en el tiempo de su ruinosa guerra. Los Hombres ya casi no las recordaban. Aun en Gondor eran un secreto que pocos conocían; en Arnor sólo las recordaban en una vieja canción de los Dúnedain.