—Bueno, ¿qué hacemos con él? —dijo Sam—. Atarlo, creo, sería lo mejor, para que no nos siga espiando.
—Pero eso nos mataría, nos mataría —gimoteó Gollum—. Crueles pequeños hobbits. Atarnos y abandonarnos en las duras tierras frías, gollum, gollum. —Los sollozos se le ahogaban en gorgoteos.
—No —dijo Frodo—. Si lo matamos, tenemos que matarlo ahora. Pero no podemos hacerlo, no en esta situación. ¡Pobre miserable! ¡No nos ha hecho ningún daño!
—¿Ah no? —dijo Sam restregándose el hombro—. En todo caso tenía la intención, y la tiene aún. Apuesto cualquier cosa. Estrangularnos mientras dormimos, eso es lo que planea.
—Puede ser —dijo Frodo—. Pero lo que intenta hacer es otra cuestión. —Calló un momento, ensimismado. Gollum yacía inmóvil, pero ya no gimoteaba. Sam le echaba miradas amenazadoras.
De pronto Frodo creyó oír, muy claras pero lejanas, unas voces que venían del pasado:
¡Qué lástima que Bilbo no haya matado a esa vil criatura, cuando tuvo la oportunidad!
¿Lástima? Sí, fue lástima lo que detuvo la mano de Bilbo. Lástima y misericordia: no matar sin necesidad.
No siento ninguna lástima por Gollum. Merece la muerte.
La merece, sin duda. Muchos de los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures en dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.
—Muy bien —respondió Frodo en voz alta, bajando la espada—. Pero todavía tengo miedo. Y sin embargo, como ves, no tocaré a este desgraciado. Porque ahora que lo veo, me inspira lástima.
Sam clavó la mirada en su amo, que parecía hablar con alguien que no estaba allí. Gollum alzó la cabeza.
—Sssí, somos desgraciados, tesoro —gimió—. ¡Miseria! ¡Miseria! Los hobbits no nos matarán, buenos hobbits.
—No, no te mataremos —dijo Frodo—. Pero tampoco te soltaremos. Eres todo maldad y malicia, Gollum. Tendrás que venir con nosotros, sólo eso, para que podamos vigilarte. Pero tú tendrás que ayudarnos, si puedes. Favor por favor.
—Sí, sí, por supuesto —dijo Gollum incorporándose—. ¡Buenos hobbits! Iremos con ellos. Les buscaremos caminos seguros en la oscuridad, sí. ¿Y adónde van ellos por estas tierras frías, preguntamos, sí, preguntamos?
Levantó la mirada hacia ellos y un leve resplandor de astucia y ansiedad apareció un instante en los ojos pálidos y temerosos.
Sam le clavó una mirada furibunda y apretó los dientes; pero notó que había algo extraño en la actitud de su amo, y comprendió que las discusiones estaban fuera de lugar. Pero la respuesta de Frodo lo dejó estupefacto.
Frodo miró a Gollum y la criatura apartó los ojos.
—Tú lo sabes, o lo adivinas, Sméagol —dijo Frodo con voz severa y tranquila—. Vamos camino de Mordor, naturalmente. Y tú conoces ese camino, me parece.
—¡Aj! ¡Sss! —dijo Gollum, cubriéndose las orejas con las manos, como si tanta franqueza y esos nombres pronunciados en voz alta y clara le hicieran daño—. Lo adivinamos, sí lo adivinamos —murmuró—, y no queríamos que fueran, ¿no es verdad? No, tesoro, no los buenos hobbits. Cenizas, cenizas y polvo, y sed, hay allí, y fosos, fosos, fosos, y orcos, orcos, millares de orcos. Los buenos hobbits evitan... sss... esos lugares.
—¿Entonces has estado allí? —insistió Frodo—. Y ahora tienes que volver, ¿no?
—Ssí. Ssí. ¡No! —chilló Gollum—. Una vez, por accidente ¿no fue así, mi tesoro? Sí, por accidente. Pero no volveremos, no, ¡no! —De pronto la voz y el lenguaje de Gollum cambiaron, los sollozos se le ahogaron en la garganta y habló, pero no para ellos.
—¡Déjame solo, gollum! Me haces daño. Oh, mis pobres manos. ¡Gollum!Yo, nosotros, no quisiera volver. No lo puedo encontrar. Estoy cansado. Yo, nosotros no podemos encontrarlo, gollum, gollum, no, en ninguna parte. Ellos siempre están despiertos. Enanos, Hombres y Elfos, Elfos terribles de ojos brillantes. No puedo encontrarlo. ¡Aj! —Se puso de pie y cerró la larga mano en un nudo de huesos, y la sacudió mirando al este—. ¡No queremos! —gritó—. ¡No para ti! —Luego volvió a derrumbarse—. Gollum, gollum—gimió de cara al suelo—. ¡No nos mires! ¡Vete a dormir!
—No se marchará ni se dormirá porque tú se lo ordenes, Sméagol —le dijo Frodo—. Pero si realmente quieres librarte de él, tendrás que ayudarme. Y eso, me temo, significa encontrar un camino que nos lleve a él. Tú no necesitas llegar hasta el final, no más allá de las puertas de ese país.
Gollum se incorporó otra vez y miró a Frodo por debajo de los párpados.
—¡Está allí! —dijo con sarcasmo—. Siempre allí. Los orcos te indicarán el camino. Es fácil encontrar orcos al este del Río. No se lo preguntes a Sméagol. Pobre, pobre Sméagol, hace mucho tiempo que partió. Le quitaron su Tesoro, y ahora está perdido.
—Tal vez podamos encontrarlo, si vienes con nosotros —dijo Frodo.
—No, no, ¡jamás! Ha perdido el Tesoro —dijo Gollum.
—¡Levántate! —ordenó Frodo.
Gollum se puso en pie y retrocedió hasta el acantilado.
—¡A ver! —dijo Frodo—. ¿Cuándo es más fácil encontrar el camino, de día o de noche? Nosotros estamos cansados; pero si prefieres la noche, partiremos hoy mismo.
—Las grandes luces nos dañan los ojos, sí —gimió Gollum—. No la luz de la Cara Blanca, no, todavía no. Pronto se esconderá detrás de las colinas, sssí. Descansad antes un poco, buenos hobbits.
—Siéntate aquí, entonces —dijo Frodo—, ¡y no te muevas!
Los hobbits se sentaron uno a cada lado de Gollum, de espaldas a la pared pedregosa, y estiraron las piernas. No fue preciso que hablaran para ponerse de acuerdo: sabían que no tenían que dormir ni un solo instante. Lentamente desapareció la luna. Las sombras cayeron desde las colinas y todo fue oscuridad. Las estrellas se multiplicaron y brillaron en el cielo. Ninguno de los tres se movía. Gollum estaba sentado con las piernas encogidas, las rodillas debajo del mentón, las manos y los pies planos abiertos contra el suelo, los ojos cerrados; pero parecía tenso, como si estuviera pensando o escuchando.
Frodo cambió una mirada con Sam. Los ojos se encontraron y se comprendieron. Los hobbits aflojaron el cuerpo, apoyaron la cabeza en la piedra, y cerraron los ojos, o fingieron cerrarlos. Pronto se los oyó respirar regularmente. Las manos de Gollum se crisparon, nerviosas. La cabeza se volvió en un movimiento casi imperceptible a la izquierda y a la derecha, y primero entornó apenas un ojo y luego el otro. Los hobbits no reaccionaron.
De súbito, con una agilidad asombrosa y la rapidez de una langosta o una rana, Gollum se lanzó de un salto a la oscuridad. Eso era precisamente lo que Frodo y Sam habían esperado. Sam lo alcanzó antes de que pudiera dar dos pasos más. Frodo, que lo seguía, le aferró la pierna y lo hizo caer.