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—¡Acaba de una vez! —dijo Sam—. ¡Ya basta!

La noche caía cuando se arrastraron fuera del foso y se deslizaron lentamente por la tierra muerta. No habían avanzado mucho y de pronto sintieron otra vez aquel temor que los había asaltado cuando la figura alada pasara volando sobre las ciénagas. Se detuvieron, agazapándose contra el suelo nauseabundo; pero no vieron nada en el sombrío cielo crepuscular, y pronto la amenaza pasó a gran altura enviada tal vez desde Barad-dûr con alguna misión urgente. Al cabo de un rato Gollum se levantó y reanudó la marcha en cuatro patas, mascullando y temblando.

Alrededor de una hora después de la medianoche, el miedo los asaltó por tercera vez, pero ahora parecía más remoto, como si volara muy por encima de las nubes, precipitándose a una velocidad terrible rumbo al oeste. Gollum sin embargo estaba paralizado de terror, convencido de que los perseguían, de que sabían dónde estaban.

—¡Tres veces! —gimoteó—. Tres veces es una amenaza. Sienten nuestra presencia. Sienten el Tesoro. El Tesoro es el amo para ellos. No podemos seguir adelante, no. ¡Es inútil, inútil!

De nada sirvieron ya los ruegos y las palabras amables. Y sólo cuando Frodo se lo ordenó, furioso, y echó mano a la empuñadura de la espada, Gollum se movió, otra vez. Se levantó al fin con un gruñido, y marchó delante de ellos como un perro apaleado.

Y así, tropezando y trastabillando, prosiguieron la marcha hasta el fatigoso término de la noche, hacia el amanecer de un nuevo día de terror, caminando en silencio con las cabezas gachas, sin ver nada, sin oír nada más que el silbido del viento.

3

LA PUERTA NEGRA ESTÁ CERRADA

Antes que despuntara el sol del nuevo día habían llegado al término del viaje a Mordor. Las ciénagas y el desierto habían quedado atrás. Ante ellos, sombrías contra un cielo pálido, las grandes montañas erguían las cabezas amenazadoras.

Mordor estaba flanqueada al oeste por la cordillera espectral de Ephel Dúath, las Montañas de la Sombra, y al norte por los picos anfractuosos y las crestas desnudas de Ered Lithui, de color gris ceniza. Pero al aproximarse las unas a las otras, estas cadenas de montañas, que eran en realidad sólo parte de una muralla inmensa que encerraba las llanuras lúgubres de Lithlad y Gorgoroth, y en el centro mismo el cruel mar interior de Núrnen, tendían largos brazos hacia el norte; y entre esos brazos corría una garganta profunda. Era Cirith Gorgor, el Paso de los Espectros, la entrada al territorio del Enemigo. La flanqueaban unos altos acantilados, y dos colinas desnudas y casi verticales de osamenta negra emergían de la boca de la garganta. En las crestas de esas colinas asomaban los Dientes de Mordor, dos torres altas y fuertes. Las habían construido los Hombres de Gondor en días muy lejanos de orgullo y grandeza, luego de la caída y la fuga de Sauron, temiendo que intentase rescatar el antiguo reino. Pero el poderío de Gondor declinó, y los hombres durmieron, y durante largos años las torres estuvieron vacías. Entonces Sauron volvió. Ahora, las torres de atalaya, en un tiempo ruinosas, habían sido reparadas, y las armas se guardaban allí, y las vigilaban día y noche. Los muros eran de piedra, y las troneras negras se abrían al norte, al este y al oeste, y en todas ellas había ojos avizores.

A la entrada del desfiladero, de pared a pared, el Señor Oscuro había construido un parapeto de piedra. En él había una única puerta de hierro, y en el camino de ronda los centinelas montaban guardia. Al pie de las colinas, de extremo a extremo, habían cavado en la roca centenares de cavernas y agujeros; allí aguardaba emboscado un ejército de orcos, listo para lanzarse afuera a una señal como hormigas negras que parten a la guerra. Nadie podía pasar por los Dientes de Mordor sin sentir la mordedura, a menos que fuese un invitado de Sauron, o conociera el santo y seña que abría el Morannon, la puerta negra de su tierra.

Los dos hobbits escudriñaron con desesperación las torres y la muralla. Aun a la distancia alcanzaban a ver en la penumbra las idas y venidas de los centinelas negros por el adarve y las patrullas delante de la puerta. Echados en el suelo, miraban por encima del borde rocoso de una concavidad a la sombra del brazo más septentrional de Ephel Dúath. Un cuervo que a través del aire denso volara en línea recta, no necesitaría recorrer, quizá, más de doscientas varas para llegar desde el escondite de los hobbits hasta la cúspide de la torre más próxima, de la que se elevaba en espiral una leve humareda, como si un fuego lento ardiera en las entrañas de la colina.

Llegó el día, y el sol pajizo parpadeó sobre las crestas inánimes de Ered Lithui. Entonces, de improviso, resonó el grito de bronce de las trompetas: llamaban desde las torres; y de muy lejos, desde las fortalezas y avanzadas ocultas en las montañas, llegaban las respuestas; y más distantes aún, remotos pero profundos y siniestros, resonaban a través de las tierras cavernosas los ecos de los cuernos poderosos y los tambores de Barad-dûr. Un nuevo y tenebroso día de temor y penurias había amanecido para Mordor; los centinelas nocturnos eran llevados de vuelta a las mazmorras y cámaras subterráneas, y los guardias diurnos, malignos y feroces, venían a ocupar sus puestos. El acero relumbraba débilmente en los muros.

—¡Y bien, henos aquí! —dijo Sam—. He aquí la Puerta, y tengo la impresión de que no podremos ir más lejos. A fe mía, creo que el Tío tendría un par de cosas que decir, ¡si me viera aquí ahora! Decía siempre que yo terminaría mal, si no me cuidaba, eso decía. Pero ahora no creo que lo vuelva a ver, nunca más. Se perderá la oportunidad de decirme Yo te lo decía, Sam:tanto peor. Ojalá siguiera diciéndolo hasta que perdiera el aliento, si al menos pudiera ver otra vez esa cara arrugada... Pero antes tendría que lavarme, pues si no, no me reconocería.

”Supongo que es inútil preguntar «Adónde vamos ahora». No podemos seguir adelante... a menos que pidamos a los orcos que nos den una mano.

—¡No, no! —dijo Gollum—. Es inútil. No podemos seguir. Ya lo dijo Sméagol. Dijo: iremos hasta la Puerta, y entonces veremos. Y ahora vemos. Oh sí, mi tesoro, ahora vemos. Sméagol sabía que los hobbits no podían tomar este camino. Oh sí, Sméagol sabía.

—Entonces, ¿por qué rayos nos trajiste aquí? —prorrumpió Sam, que no se sentía de humor como para ser justo y razonable.

—El amo lo dijo. El amo dijo: Llévanos hasta la Puerta. Y el buen Sméagol hace lo que el amo dice. El amo lo dijo, el amo sabio.

—Es verdad —dijo Frodo, con expresión dura y tensa, pero resuelta. Estaba sucio, ojeroso y deshecho de cansancio, mas ya no se encorvaba, y tenía una mirada límpida—. Lo dije porque tengo la intención de entrar en Mordor, y no conozco otro camino. Por consiguiente iré por ese camino. No le pido a nadie que me acompañe.

—¡No, no, amo! —gimió Gollum, acariciando a Frodo con sus manazas, y al parecer muy afligido—. ¡Por este lado es inútil! ¡Inútil! ¡No le lleves a Él el Tesoro! Nos comerá a todos, si lo tiene, se comerá a todo el mundo. Consérvalo buen amo, y sé bueno con Sméagol. No permitas que Él lo tenga. O vete lejos de aquí, ve a sitios agradables, y devuélvelo al pequeño Sméagol. Sí, sí, amo: devuélvelo, ¿eh? Sméagol lo guardará en un sitio seguro; hará mucho bien, especialmente a los buenos hobbits. Hobbits, volveos. ¡No vayáis a la Puerta!