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—Tengo la orden de ir a las tierras de Mordor, y por lo tanto iré —dijo Frodo—. Si no hay más que un camino, tendré que tomarlo. Suceda lo que suceda.

Sam se quedó callado. La expresión del rostro de Frodo era suficiente para él; sabía que todo cuanto pudiera decirle sería inútil. Al fin y al cabo, él nunca había puesto ninguna esperanza en el éxito de la empresa; pero era un hobbit vehemente y temerario y no necesitaba esperanzas, mientras pudiera retrasar la desesperanza. Ahora habían llegado al amargo final. Pero él no había abandonado a su señor ni un solo instante; para eso había venido, y no pensaba abandonarlo ahora. Frodo no iría solo a Mordor, Sam iría con él... y en todo caso, al menos se verían por fin libres de Gollum.

Gollum, sin embargo, no tenía ningún interés en que se libraran de él, al menos por el momento. Se arrodilló a los pies de Frodo, retorciéndose las manos y lloriqueando.

—¡No por este camino, mi amo! —suplicó—. Hay otro camino. Oh sí, de verdad, hay otro. Otro camino más oscuro, más difícil de encontrar, más secreto. Pero Sméagol lo conoce. ¡Deja que Sméagol te lo muestre!

—¡Otro camino! —dijo Frodo en tono dubitativo, escrutando el rostro de Gollum.

—¡Sssí! Sssí, ¡de verdad! Habíaotro camino. Sméagol lo descubrió. Vayamos a ver si todavía está.

—No dijiste nada de ese camino, antes.

—No. El amo no preguntó. El amo no dijo lo que quería hacer. No le dice nada al pobre Sméagol. Dice: Sméagol, llévame hasta la Puerta... y luego ¡adiós! Sméagol puede marcharse y ser bueno. Pero ahora le dice: pienso entrar en Mordor por este camino. Y entonces Sméagol tiene mucho miedo. No desea perder al buen amo. Y él prometió, el amo le hizo prometer que salvaría el Tesoro. Pero el amo se lo llevará a Él, directamente a la Mano Negra, si va por este camino. Entonces Sméagol piensa en otro camino, de mucho tiempo atrás. Buen amo. Sméagol muy bueno, siempre ayuda.

Sam arrugó el entrecejo. Si hubiera podido, habría atravesado a Gollum con los ojos. Tenía muchas dudas. En apariencia Gollum estaba sinceramente afligido, y deseaba ayudar a Frodo. Pero a Sam, recordando la discusión que había escuchado a hurtadillas, le costaba creer que el Sméagol largamente sumergido hubiese salido a la superficie; esta voz, en todo caso, no era la que había dicho la última palabra en la discusión. Lo que Sam sospechaba era que las dos mitades, Sméagol y Gollum (que él llamaba para sus adentros el Adulón y el Bribón), habían pactado una tregua y una alianza temporaria: ninguno de los dos quería que el Anillo fuese a parar a manos del Enemigo; ambos querían evitar que Frodo cayese prisionero, para poder vigilarlo ellos mismos tanto tiempo como fuera posible... al menos mientras Bribón tuviese la posibilidad de recuperar el «Tesoro». De que hubiera realmente otro camino a Mordor, Sam no estaba seguro.

—Y es una suerte que ninguna de las mitades de este viejo bribón conozca las intenciones del amo —se dijo—. Si supiera que el señor Frodo se propone acabar de una vez por todas con el Tesoro, apuesto a que muy pronto se armaría la gorda. Como quiera que sea, el viejo Bribón le tiene tanto miedo al Enemigo (y está o estuvo de algún modo bajo sus órdenes) que preferiría entregarnos a Él a que lo atrapen ayudándonos, y a que fundan el Tesoro, quizá. Ésta es mi opinión, por lo menos. Y espero que el amo lo piense con cuidado. Es tan sagaz como cualquiera, pero tiene un corazón demasiado tierno, eso es lo que pasa. ¡Y lo que vaya a hacer ahora está más allá del entendimiento de un Gamyi!

Frodo no le respondió a Gollum en seguida. Mientras estas dudas pasaban por el cerebro lento pero perspicaz de Sam, había estado mirando los acantilados oscuros que flanqueaban el Cirith Gorgor. La hoya en que se habían refugiado estaba excavada en el flanco de una loma, un poco por encima de un largo valle atrincherado que se abría entre la colina y las estribaciones de la montaña. En el centro del valle se alzaban los cimientos negros de la torre de atalaya occidental. Ahora, a la luz de la mañana, podían verse claramente los caminos que convergían hacia la Puerta de Mordor, pálidos y polvorientos; uno serpenteaba en dirección al norte; otro se perdía en el este entre las nieblas que flotaban en las faldas de Ered Lithui; el tercero venía hacia ellos. Luego de describir una curva brusca alrededor de la torre, se internaba en una garganta angosta y pasaba no muy lejos de la hondonada.

A la derecha giraba hacia el oeste, bordeando las estribaciones montañosas, y hacia el sur desaparecía en las sombras que envolvían las laderas occidentales de Ephel Dúath; más allá de donde alcanzaba la vista, se internaba en la estrecha lengua de tierra que corría entre las montañas y el Río Grande.

Mientras miraba en esa dirección, Frodo advirtió que había mucho movimiento y agitación en la llanura. Se hubiera dicho que ejércitos enteros estaban en marcha, aunque ocultos en parte por los vahos y humaredas que el viento traía a la deriva desde las ciénagas y desiertos lejanos. No obstante, vislumbraba aquí y allá el centelleo de las lanzas y los yelmos; y por los terraplenes vecinos a las carreteras se veían jinetes que cabalgaban en compañías numerosas. Recordó la visión que había tenido en lo alto del Amon Hen, hacía apenas unos días, aunque ahora le parecieran años. Y supo entonces que la esperanza que en un raro momento le había encendido el corazón era vana. Las trompetas no habían tronado en son de desafío sino de bienvenida. No era éste un ataque al Señor Oscuro organizado por los Hombres de Gondor que como espectros vengadores habían salido de las tumbas de los héroes desaparecidas hacía tiempo. Éstos eran Hombres de otra raza, venidos de las vastas Comarcas del Este, que acudían al llamado del Soberano; ejércitos que, luego de acampar por la noche ante la Puerta, entraban en la fortaleza para engrosar aquel poderío avasallador. Como si de súbito tomara conciencia cabal del peligro que corrían, solos, a la creciente luz de la mañana, tan al alcance de esa inmensa amenaza, Frodo se cubrió prestamente la cabeza con el frágil capuchón y descendió al valle. Luego se volvió hacia Gollum.

—Sméagol —le dijo—. Confiaré en ti una vez más. Se diría en verdad que he de hacerlo, y que es mi destino recibir ayuda de ti cuando menos la busco, y el tuyo ayudar a quien tanto tiempo perseguiste con designios perversos. Hasta ahora has merecido mi confianza, y has mantenido fielmente tu promesa. Fielmente, digo y creo —agregó mirando a Sam de soslayo—, pues dos veces nos tuviste a tu merced y no nos hiciste daño alguno. Tampoco has intentado quitarme lo que antes codiciabas. ¡Ojalá esta tercera prueba sea la mejor! Pero te lo advierto, estás en peligro.

—¡Sí, sí, amo! —dijo Gollum—. ¡Un peligro terrible! Los huesos de Sméagol tiemblan al pensarlo, pero él no huye. Él tiene que ayudar al buen amo.

—No me refería al peligro que todos compartimos —dijo Frodo—. Hablo de un peligro que sólo tú corres. Juraste cumplir una promesa por eso que llamas el Tesoro. ¡Recuérdalo! Te obligará a cumplirla, pero tratará de volverla contra ti para destruirte. Ya ha empezado a volverla contra ti. Tú mismo te delataste hace un momento por atolondrado. Devuélveselo a Sméagol, dijiste. ¡No lo digas nunca más! ¡No dejes que ese pensamiento crezca en ti! Nunca podrás recuperarlo. Pero la codicia que sientes por él puede traicionarte y arrastrarte a la desgracia. Nunca podrás recuperarlo. Como último recurso, Sméagol, yo me pondré el Tesoro; y el Tesoro te dominó hace mucho tiempo. Si entonces yo te diese una orden, tendrías que obedecerla, aunque dijera que saltaras al fuego desde un precipicio y ésa sería mi orden. ¡Así que ten cuidado, Sméagol!