—No hagas bromas sobre eso —siseó Gollum—. No le veo ninguna gracia. ¡Oh no! No es divertido. No tiene ni pies ni cabeza tratar de llegar a Mordor. Pero si el amo dice He de iro Iré, entonces tiene que buscar algún camino. Pero no ir a la ciudad terrible. Oh no, claro que no. Aquí es donde Sméagol ayuda, buen Sméagol, aunque nadie le dice de qué se trata. Sméagol ayuda otra vez. Él lo descubrió. Él lo conoce.
—¿Qué descubriste? —preguntó Frodo.
Gollum se enroscó sobre sí mismo y bajó la voz hasta que habló en un susurro. —Un pequeño sendero que sube hasta las montañas; y a continuación una escalera, una escalera estrecha. Oh sí, muy larga y muy estrecha. Y después —la voz bajó aún más— un túnel, un túnel oscuro; y por último una hendidura, una pequeña hendidura, y un sendero muy por encima del paso principal. Fue por ese camino por donde Sméagol salió de las tinieblas. Pero eso sucedió hace muchos años. El sendero puede haber desaparecido desde entonces; pero tal vez no, tal vez no.
—No me gusta nada como suena todo eso —dijo Sam—. Suena demasiado fácil, al menos en palabras. Si el sendero existe todavía, también ha de estar vigilado. ¿No estaba vigilado, Gollum? —Mientras decía estas palabras, vio, o creyó ver, un resplandor verde en la mirada de Gollum. Gollum masculló, y no dijo nada.
—¿No está vigilado? —preguntó Frodo con voz severa—. ¿Y tú escapastede las tinieblas, Sméagol? ¿No habrá sido más bien que te dejaron partir, con una misión? Eso era al menos lo que pensaba Aragorn, que te encontró cerca de las Ciénagas de los Muertos hace algunos años.
—¡Mentira! —siseó Gollum, y un resplandor maligno le cruzó los ojos cuando oyó el nombre de Aragorn—. Mintió, sí, mintió. Es verdad que escapé, solo y sin ayuda, pobre de mí. Es verdad que me encomendaron que buscara el Tesoro, y lo he buscado y buscado, seguro que sí. Pero no para Él, no para el Oscuro. El Tesoro era nuestro, era mío, te dije. Yo me escapé.
Frodo tuvo una extraña certeza: que Gollum por una vez no estaba tan lejos de la verdad como se podría sospechar, que de algún modo había llegado a encontrar la manera de salir de Mordor y que atribuía el hallazgo a su propia astucia. Notó, en todo caso, que Gollum había utilizado el yo, lo que era de algún modo un signo, las raras veces que aparecía, de que en ese momento predominaban los restos de una veracidad y sinceridad de otros tiempos. Pero aunque en este aspecto se pudiera confiar en Gollum, Frodo no olvidaba la astucia del Enemigo. La «evasión» bien podía haber sido permitida o arreglada, y perfectamente conocida en la Torre Oscura. Y en todo caso, no cabía duda de que Gollum callaba muchas cosas.
—Vuelvo a preguntarte —dijo—: ¿no está vigilado ese camino secreto?
Pero el nombre de Aragorn había puesto de mal talante a Gollum. Tenía todo el aire ofendido de un mentiroso de quien se sospecha que está mintiendo, cuando por una vez ha dicho la verdad, o parte de ella. No contestó.
—¿No está vigilado? —repitió Frodo.
—Sí, sí, tal vez. Ningún lugar es seguro en esta región —dijo Gollum malhumorado—. Ningún lugar es seguro. Pero el amo tiene que intentarlo o volverse atrás. No hay otro camino. —No consiguieron hacerle decir otra cosa. El nombre del paraje peligroso y del paso alto, no pudo, o no quiso decirlo.
Era Cirith Ungol, un nombre de siniestra memoria. Quizá Aragorn hubiera podido decirles este nombre y explicarles su significado; Gandalf los habría puesto en guardia. Pero estaban solos, y Aragorn se encontraba lejos, y Gandalf estaba entre las ruinas de Isengard, en lucha con Saruman, retenido por traición. No obstante, en el momento mismo en que decía a Saruman unas últimas palabras, y la palantírse desplomaba en llamas sobre las gradas de Orthanc, los pensamientos de Gandalf volvían sin cesar a Frodo y Sam; a través de las largas leguas los buscaba siempre con esperanza y compasión.
Quizá Frodo lo sentía, sin saberlo, como lo había sentido en el Amon Hen, aunque creyera que Gandalf había partido, partido para siempre a las sombras de la Moria distante. Durante largo rato permaneció sentado en el suelo, en silencio, cabizbajo, tratando de recordar todo cuanto le dijera Gandalf. Mas con respecto a esta elección no podía recordar ningún consejo. En verdad, la guía de Gandalf les había sido arrebatada demasiado pronto, cuando el País Oscuro estaba aún lejano. Cómo harían para entrar por fin en él, Gandalf no lo había dicho. Tal vez no lo supiera. En una oportunidad se había aventurado a entrar en la fortaleza Enemiga del Norte. Pero ¿había viajado alguna vez a Mordor, a la Montaña de Fuego y a Barad-dûr desde que el Señor Oscuro recobrara el poder? Frodo no lo creía. Y ahora él, un pequeño mediano de la Comarca, un simple hobbit de la apacible campiña, estaba aquí ¡obligado a encontrar un camino que los mayores no podían o no se atrevían a transitar! Triste destino el suyo. Pero Frodo ya lo había aceptado en su propia salita en la remota primavera de otro año, tan remota que le parecía un capítulo en la historia de la juventud del mundo, cuando los Árboles de Plata y de Oro todavía estaban en flor. Era una elección nefasta. ¿Qué camino elegir? Y si ambos conducían al terror y a la muerte, ¿de qué le valía elegir?
Avanzaba el día. Un silencio profundo cayó sobre el pequeño hueco gris en que yacían tendidos, tan cercano a las orillas del reino del terror: un silencio palpable, como un velo espeso, que los separara del mundo circundante. Allá arriba una cúpula de cielo pálido, con estrías de un humo fugitivo, parecía alta y lejana, como si la observaran a través de profundos abismos de aire, cargado de inquietos pensamientos. Ni aun un águila volando contra el sol habría reparado en los hobbits sentados allí, bajo el peso del destino, silenciosos e inmóviles, envueltos en los delgados mantos grises. Acaso se habría detenido un instante a examinar a Gollum, una figura minúscula, inerte contra el suelo: quizá eso que allí yacía era el esqueleto enflaquecido de un niño humano, las ropas en harapos aún adheridas al cuerpo, los brazos y piernas largos y blancos y resecos como huesos; de carne, ni un mísero bocado.
Frodo tenía la cabeza inclinada y apoyada sobre las rodillas, pero Sam, recostado de espaldas, con las manos detrás de la cabeza, contemplaba por debajo del capuchón el cielo desierto. O por lo menos estuvo desierto un rato. De pronto creyó ver la forma oscura de un pájaro que revoloteaba en círculos, se cernía sobre ellos, y se alejaba otra vez. Otras dos la siguieron, y luego una cuarta. A simple vista, parecían muy pequeñas, pero algo le decía a Sam que eran enormes, de alas inmensas, y que volaban a gran altura. Se tapó los ojos e inclinó el cuerpo hacia adelante, acurrucándose. Sentía el mismo temor premonitorio que había conocido en presencia de los Jinetes Negros, aquel horror irremediable que llegara con el grito en el viento y la sombra sobre la luna, aunque ahora no era tan aplastante y compulsivo: la amenaza parecía más remota. Pero era una amenaza. También Frodo la sintió, e interrumpió sus meditaciones. Se movió y se estremeció, pero no levantó la cabeza. Gollum se enroscó sobre sí mismo como una araña acorralada. Las figuras aladas giraron, y en rápido descenso partieron como flechas rumbo a Mordor.
—Los Jinetes andan otra vez por aquí, en el aire —dijo Sam en un ronco murmullo—. Yo los vi. ¿Cree que ellos nos habrán visto? Volaban muy alto. Si son los mismos Jinetes Negros no ven mucho a la luz del día, ¿verdad?