Descansaron durante las pocas horas de luz que aún quedaban, corriéndose a medida que el sol se movía, hasta que la sombra de la cresta del valle se alargó por fin, y el hueco todo se pobló de oscuridad. Entonces comieron un poco, y bebieron unos sorbos. Gollum no quiso comer, pero aceptó el agua de buena gana.
—Pronto conseguiremos más —dijo, lamiéndose los labios—. Corre agua buena por los arroyos que van al Río Grande, hay agua sabrosa en las tierras a donde vamos. Allí Sméagol también conseguirá comida, tal vez. Tiene mucha hambre, sí, ¡gollum!—Se llevó las manazas al vientre encogido, y una débil luz verde le animó los ojos.
La oscuridad era profunda cuando por fin se pusieron en marcha, deslizándose por encima de la pared del valle, y desvaneciéndose como fantasmas en las tierras accidentadas que se extendían más allá del camino. Era la tercera noche de plenilunio, pero la luna no asomó por encima de las montañas hasta pasada la medianoche, y en esas primeras horas la oscuridad era casi impenetrable. Excepto una luz roja encendida en lo alto de las Torres de los Dientes, no se veía ni oía ningún otro indicio de la insomne vigilancia mantenida sobre el Morannon.
Durante muchas millas, mientras huían tropezando a través de un campo yermo y pedregoso, tuvieron la impresión de que el ojo rojo no dejaba de observarlos. No se atrevían a marchar por el camino, pero procuraban no alejarse de él, siguiendo sus sinuosidades por la izquierda lo mejor que podían. Por fin, cuando la noche envejecía y el cansancio empezaba a vencerlos, pues sólo habían hecho un breve alto, el ojo se empequeñeció, fue una punta de fuego, y desapareció al fin: habían bordeado el oscuro rellano septentrional de las montañas más bajas y ahora iban hacia el sur.
Con el corazón extrañamente aligerado volvieron a descansar, aunque no por mucho tiempo. Gollum opinaba que la marcha era demasiado lenta. Según él había casi treinta leguas desde el Morannon hasta la encrucijada en lo alto del Osgiliath, y esperaba que cubrieran esa distancia en cuatro etapas. De modo que pronto reanudaron la penosa caminata, hasta que el alba se extendió lentamente en la vasta soledad gris. Para ese entonces habían recorrido ya casi ocho leguas, y los hobbits no podían ir más allá, aun cuando se hubiesen atrevido.
La luz creciente les descubrió una región ya menos yerma y estragada. A la izquierda, las montañas se erguían aún amenazantes, pero ya alcanzaban a ver el camino del sur, que ahora se alejaba de las raíces negras de las colinas y descendía hacia el oeste. Más allá, las pendientes estaban cubiertas de árboles sombríos, como nubes oscuras, pero alrededor crecía un tupido brezal de retamas, cornejos y otros arbustos desconocidos. Aquí y allá asomaban unos pinos altos. Los corazones de los hobbits parecieron reanimarse: el aire, fresco y fragante, les trajo el recuerdo de allá lejos, de las tierras altas de la Cuaderna del Norte. Era una felicidad que se les concediera aquella tregua, y un placer pisar un suelo que el Señor Oscuro dominaba desde hacía sólo pocos años, y aún no había caído en la ruina total. No se olvidaron, sin embargo, del peligro que los amenazaba, ni tampoco de la Puerta Negra, muy cercana aún, por oculta que estuviese detrás de aquellas elevaciones lúgubres. Observaron los alrededores en busca de un sitio donde ocultarse de los ojos maléficos mientras durase la luz.
El día transcurrió, inquietante. Tendidos en la espesura del brezal, contaban las horas lentas, y les parecía que poco o nada cambiaba; se encontraban aún bajo la sombra de Ephel Dúath, y el sol estaba velado. Frodo dormía por momentos, profunda y apaciblemente, ya fuera porque confiaba en Gollum o porque estaba demasiado cansado para preocuparse; pero Sam a duras penas conseguía dormitar, aun en los momentos en que Gollum dormía visiblemente a pierna suelta, resoplando y contrayéndose en sueños secretos. El hambre acaso, más que la desconfianza, lo mantenía despierto; había empezado a añorar una buena comida casera, «un bocado caliente sacado de la olla».
Tan pronto como la tierra fue sólo una extensión gris con la proximidad de la noche, reanudaron la marcha. Poco después Gollum los hizo bajar al camino del sur; y a partir de ese momento empezaron a avanzar más rápidamente, aunque ahora el peligro era mayor. Aguzaban los oídos, temerosos de escuchar ruidos de cascos o de pies delante de ellos o detrás; pero la noche pasó sin que oyeran nada.
El camino, construido en tiempos muy remotos, había sido recientemente reparado a lo largo de unas treinta millas bajo el Morannon, pero a medida que avanzaba hacia el sur cobraba un aspecto cada vez más salvaje. La mano de los Hombres de antaño era aún visible en la rectitud y la seguridad del recorrido y en la uniformidad de los niveles: de tanto en tanto se abría paso a través de las laderas de las colinas, o un arco armonioso de sólida mampostería atravesaba un río; pero al cabo todo signo de arquitectura desaparecía, excepto una que otra columna rota que emergía aquí y allá entre los matorrales, o algunos desgastados adoquines que asomaban aún entre el musgo y las malezas. Brezos, árboles y helechos invadían en espesa maraña las orillas o se extendían por la superficie. El camino parecía al fin un sendero rural poco frecuentado; pero no serpeaba: iba siempre en la misma dirección y los llevaba por la vía más corta.
Cruzaron así las marcas septentrionales de ese país que los Hombres llamaban antaño Ithilien, una hermosa región de lomas boscosas, y de aguas rápidas. A la luz de las estrellas y de una luna redonda, la noche se volvió transparente, y los hobbits tuvieron la impresión de que la fragancia del aire aumentaba a medida que avanzaban; y a juzgar por los resoplidos y bisbiseos de desagrado de Gollum, también él lo había notado. Al despuntar el día hicieron una nueva pausa. Habían llegado al extremo de una garganta larga y profunda, de paredes abruptas en el centro, por la que el camino se abría un pasaje a través de una cresta rocosa. Escalaron la cuesta occidental y miraron a lo lejos.
La luz del día se desplegaba en el cielo, y las montañas estaban ahora mucho más distantes, retrocediendo hacia el este en una larga curva que se perdía en la lejanía. Frente a ellos, cuando miraban hacia el oeste, las lomas descendían en pendientes y se perdían allá abajo entre brumas sombrías. Estaban rodeados de bosquecillos de árboles resinosos, abetos y cedros y cipreses, y otras especies desconocidas en la Comarca, separados por grandes claros; y por todas partes crecía una exuberante vegetación de matas y hierbas aromáticas. El largo viaje desde Rivendel los había llevado muy al sur de su propio país, pero sólo ahora, en esta región más protegida, los hobbits advertían el cambio de clima. Aquí ya había llegado la primavera: a través del musgo y el mantillo despuntaban las hojas, las florecillas se abrían en la hierba, los pájaros cantaban. Ithilien, el jardín de Gondor, ahora desolado, conservaba aún la belleza de una dríade desmelenada.
Al sur y al oeste, miraba a los cálidos valles inferiores del Anduin, protegidos al este por el Ephel Dúath, aunque no todavía bajo la sombra de la montaña, y reparados al norte por las Emyn Muil, y abiertos a las brisas meridionales y a los vientos húmedos del Mar lejano. Numerosos árboles crecían allí, plantados en tiempos remotos y envejecidos sin cuidados en medio de una legión de tumultuosos y despreocupados descendientes; y había montes, y matorrales de tamariscos y terebintos espinosos, de olivos y laureles; y enebros, y arrayanes; el tomillo crecía en matorrales, o unos tallos leñosos y rastreros tapizaban las piedras ocultas; las salvias de todas las especies se adornaban de flores azules, encarnadas o verdes; y la mejorana y el perejil recién germinado, y una multitud de hierbas cuyas formas y fragancias escapaban a los conocimientos hortícolas de Sam. Las saxífragas y la jusbarba ocupaban ya las grutas y las paredes rocosas. Las prímulas y las anémonas despertaban en la fronda de los avellanos; y los asfodelos y lirios sacudían las corolas semiabiertas sobre la hierba: una hierba de un verde lozano, que crecía alrededor de las lagunas, en cuyas frescas oquedades se detenían los arroyos antes de ir a volcarse en el Anduin.