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Volviendo la espalda al camino, los viajeros bajaron la pendiente. Mientras avanzaban, abriéndose paso a través de los matorrales y los pastos altos, una fragancia dulce embalsamaba el aire. Gollum tosía y jadeaba; pero los hobbits respiraban a pleno pulmón, y de improviso Sam rompió a reír, no por simple chanza, sino de pura alegría. Siguiendo el curso rápido de un arroyo que descendía delante de ellos, llegaron a una laguna de aguas transparentes en una cuenca poco profunda: ocupaba las ruinas de una antigua represa de piedra, cuyos bordes esculpidos estaban casi enteramente cubiertos de musgo y rosales silvestres; lo rodeaban hileras de lirios esbeltos como espadas, y en la superficie oscura, ligeramente encrespada, flotaban las hojas de los nenúfares; pero el agua era profunda y fresca y en el otro extremo se derramaba suave e incesantemente por encima del borde de piedra.

Allí se lavaron y bebieron hasta saciarse. Luego buscaron un sitio donde descansar, y donde esconderse, pues el paraje, aunque hermoso y acogedor, no dejaba de ser un territorio del Enemigo. No se habían alejado mucho del camino, pero ya en un espacio tan corto habían visto cicatrices de las antiguas guerras, y las heridas más recientes infligidas por los orcos y otros servidores abominables del Señor Oscuro: un foso abierto lleno de inmundicias y detritus; árboles arrancados sin razón y abandonados a la muerte, con runas siniestras o el funesto signo del Ojo tallado a golpes en las cortezas.

Sam, que gateaba indolente al pie de la cascada, tocando y oliendo las plantas y los árboles desconocidos, olvidado por un momento de Mordor, despertó de súbito a la realidad de aquel peligro omnipresente. Al tropezar de pronto con un círculo todavía arrasado por el fuego, descubrió en el centro una pila de huesos y calaveras rotos y carbonizados. La rápida y salvaje vegetación de zarzas y escaramujos y clemátides trepadoras empezaba ya a tender un velo piadoso sobre aquel testimonio de una matanza y de un festín macabros; pero no cabía duda de que era reciente. Se apresuró a regresar junto a sus compañeros, mas nada dijo de lo que había visto: era preferible que los huesos descansaran en paz, y no exponerlos al toqueteo y el hociqueo de Gollum.

—Busquemos un sitio donde descansar —dijo—. No más abajo. Más arriba, diría yo.

Un poco más arriba, no lejos del lago, y al reparo de un frondoso monte de laureles de hojas oscuras, que trepaba por una loma empinada coronada de cedros añosos, las matas cobrizas de los helechos del año anterior habían formado una especie de cama profunda y mullida. Allí resolvieron descansar y pasar el día, que ya prometía ser claro y caluroso. Un día propicio para disfrutar, en camino, de los bosques y los claros de Ithilien. No obstante, si bien los orcos huían de la luz del sol, muchos eran los parajes donde podían esconderse para acecharlos; y muchos eran también los ojos malignos y avizores: Sauron tenía innumerables siervos. De todos modos, Gollum no aceptaría dar un paso bajo la mirada de la Cara Amarilla: tan pronto como ésta asomara por detrás de las crestas sombrías de Ephel Dúath, se enroscaría, desfalleciente, aplastado por la luz y el calor.

Durante la caminata, Sam había estado pensando seriamente en la comida. Ahora que la desesperación de la Puerta infranqueable había quedado atrás, no se sentía tan inclinado como su amo a no preocuparse por el problema hasta después de haber llevado a cabo la misión; y de todos modos consideraba prudente economizar el pan de viaje de los Elfos para días más aciagos. Al menos seis habían pasado desde que viera que les quedaban provisiones sólo para tres semanas.

«Tendremos suerte —pensó— si, al paso que vamos, llegamos al Fuego en ese tiempo. Y tal vez querramos regresar. ¡Tal vez!»

Además, al cabo de una larga noche de marcha, y después de haberse bañado y bebido, sentía más hambre que nunca. Una cena, o un desayuno, junto al fuego en la vieja cocina en Bolsón de Tirada, eso era lo que añoraba en realidad. Se le ocurrió una idea, y se volvió hacia Gollum. Gollum acababa de escabullirse y se deslizaba a cuatro patas por la cama de helechos.

—¡Eh! ¡Gollum! —dijo Sam—. ¿Adónde vas? ¿De caza? A ver, a ver, viejo fisgón, a ti no te gusta nuestra comida, y tampoco a mí me desagradaría un cambio. Tu nuevo lema es siempre dispuesto a ayudar. ¿Podrías encontrar un bocado para un hobbit hambriento?

—Sí, tal vez, sí —dijo Gollum—. Sméagol siempre ayuda, si le piden... si le piden amablemente.

—¡Bien! —dijo Sam—. Yo pido. Y si eso no es bastante amable, ruego.

Gollum desapareció. Estuvo ausente un buen rato, y Frodo, luego de mascar unos bocados de lembas, se instaló en el fondo de la oscura cama de helechos y se quedó dormido. Sam lo miraba. Las primeras luces del día se filtraban apenas a través de las sombras, bajo los árboles, pero Sam veía claramente el rostro de su amo, y también las manos en reposo, apoyadas en el suelo a ambos lados del cuerpo. De pronto le volvió a la mente la imagen de Frodo, acostado y dormido en la casa de Elrond, después de la terrible herida. En ese entonces, mientras lo velaba, Sam había observado que por momentos una luz muy tenue parecía iluminarlo interiormente; ahora la luz brillaba, más clara y más poderosa. El semblante de Frodo era apacible, las huellas del miedo y la inquietud se habían desvanecido; y sin embargo recordaba el rostro de un anciano, un rostro viejo y hermoso, como si el cincel de los años revelase ahora toda una red de finísimas arrugas que antes estuvieran ocultas, aunque sin alterar la fisonomía. Sam Gamyi, claro está, no expresaba de esa manera sus pensamientos. Sacudió la cabeza, como si descubriera que las palabras eran inútiles y luego murmuró:

—Lo quiero mucho. Él es así, y a veces, por alguna razón, la luz se transparenta. Pero se transparente o no, yo lo quiero.

Gollum volvió sin hacer ruido y espió por encima del hombro de Sam. Mirando a Frodo, cerró los ojos y se alejó en silencio. Sam se unió a él un momento después, y lo encontró masticando algo y murmurando entre dientes. En el suelo junto a él había dos conejos pequeños que Gollum empezaba a mirar con ojos ávidos.

—Sméagol siempre ayuda —dijo—. Ha traído conejos, buenos conejos. Pero el amo se ha dormido, y quizá Sam también quiera dormir. ¿No quiere conejos ahora? Sméagol trata de ayudar, pero no puede atrapar todas las cosas en un minuto.

Sam, sin embargo, no tenía nada que decir contra los conejos. Al menos contra el conejo cocido. Todos los hobbits, por supuesto, saben cocinar, pues aprenden ese arte antes que las primeras letras (que muchos no aprenden jamás); pero Sam era un buen cocinero, aun desde un punto de vista hobbit, y a menudo se había ocupado de la cocina de campamento durante el viaje, cada vez que le era posible. No había perdido aún las esperanzas de utilizar los enseres que llevaba en el equipaje: un yesquero, dos cazuelas pequeñas —la menor entraba en la más grande—, en ellas guardaba una cuchara de madera, y algunas broquetas; y escondido en el fondo del equipaje, en una caja de madera chata, un tesoro que mermaba irremediablemente, un poco de sal. Pero necesitaba un fuego, y también otras cosas. Reflexionó un momento, mientras sacaba el cuchillo, lo limpiaba y afilaba, y empezaba a aderezar los conejos. No iba a dejar a Frodo solo y dormido ni un segundo más.