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Sentados en el borde del helechal, Sam y Frodo comieron el guiso directamente de las cazuelas, compartiendo el viejo tenedor y la cuchara. Se permitieron tomar cada uno medio trozo del pan de viaje de los Elfos. Parecía un festín.

—¡Huuii, Gollum! —llamó Sam y silbó suavemente—. ¡Ven aquí! Aún estás a tiempo de cambiar de idea. Si quieres probar el guiso de conejo, todavía queda un poco. —No obtuvo respuesta—. Oh bueno, supongo que habrá ido a buscarse algo. Lo terminaremos.

—Y luego tendrás que dormir un rato —dijo Frodo.

—No se duerma usted, mientras yo echo un sueño, señor Frodo. Sméagol no me inspira mucha confianza. Todavía queda en él mucho del Bribón, el Gollum malvado, si usted me entiende, y parece estar cobrando fuerzas otra vez. Si no me equivoco, ahora trataría de estrangularme primero a mí. No vemos las cosas de la misma manera, y él no está nada contento con Sam. Oh no, mi tesoro, nada contento.

Terminaron de comer, y Sam bajó hasta el arroyo a lavar los cacharros. Al incorporarse, volvió la cabeza y miró hacia la pendiente. Vio entonces que el sol se elevaba por encima de los vapores, la niebla o la sombra oscura (no sabía a ciencia cierta qué era aquello) que se extendía siempre hacia el este, y que los rayos dorados bañaban los árboles y los claros de alrededor. De pronto descubrió una fina espiral de humo gris azulado, claramente visible a la luz del sol, que subía desde un matorral próximo. Comprendió con un sobresalto que era el humo de la pequeña hoguera, que no había tenido la precaución de apagar.

—¡No es posible! ¡Nunca imaginé que pudiera hacer tanto humo! —murmuró, mientras subía de prisa. De pronto se detuvo a escuchar. ¿Era un silbido lo que había creído oír? ¿O era el grito de algún pájaro extraño? Si era un silbido, no venía de donde estaba Frodo. Y ahora volvía a escucharlo, ¡esta vez en otra dirección! Sam echó a correr cuesta arriba.

Descubrió que una rama pequeña, al quemarse hasta el extremo, había encendido una mata de helechos junto a la hoguera, y el helecho había contagiado el fuego a la turba que ahora ardía sin llama. Pisoteó vivamente los rescoldos hasta apagarlos, desparramó las cenizas, y echó la turba en el agujero. Luego se deslizó hasta donde estaba Frodo.

—¿Oyó usted un silbido y algo que parecía una respuesta? —le preguntó—. Hace unos minutos. Espero que no haya sido más que el grito de un pájaro, pero no sonaba del todo como eso: más como si alguien imitara el grito de un pájaro, pensé. Y me temo que mi fuego haya estado humeando. Si por mi causa hubiera problemas, no me lo perdonaré jamás. ¡Ni tampoco tendré la oportunidad, probablemente!

—¡Calla! —dijo Frodo en un susurro—. Me pareció oír voces.

Los dos hobbits cerraron los pequeños bultos, se los echaron al hombro prontos para una posible huida, y se hundieron en lo más profundo de la cama de helechos. Allí se acurrucaron, aguzando el oído.

No había duda alguna respecto de las voces. Hablaban en tono bajo y furtivo, pero no estaban lejos, y se acercaban. De pronto, una habló claramente, a pocos pasos.

—¡Aquí! ¡De aquí venía el humo! ¡No puede estar lejos! Entre los helechos, sin duda. Lo atraparemos como a un conejo en una trampa. Entonces sabremos qué clase de criatura es.

—¡Sí, y lo que sabe! —dijo una segunda voz.

En ese instante cuatro hombres penetraron a grandes trancos en el helechal desde distintas direcciones. Dado que tratar de huir y ocultarse era ya imposible, Frodo y Sam se pusieron de pie de un salto y desenvainaron las pequeñas espadas.

Si lo que vieron les llenó de asombro, mayor aún fue la sorpresa de los recién llegados. Cuatro hombres de elevada estatura estaban allí. Dos de ellos empuñaban lanzas de hoja ancha y reluciente. Los otros dos llevaban arcos grandes, casi de la altura de ellos y grandes carcajes repletos de flechas largas con penachos verdes. Todos ceñían espadas y estaban vestidos de verde y castaño de varias tonalidades, como para poder desplazarse mejor sin ser notados en los claros de Ithilien. Guantes verdes les cubrían las manos, y tenían los rostros encapuchados y enmascarados de verde, con excepción de los ojos que eran vivos y brillantes. Inmediatamente Frodo pensó en Boromir, pues esos Hombres se le parecían en estatura y porte, y también en la forma de hablar.

—No hemos encontrado lo que buscábamos —dijo uno de ellos—. Pero, ¿qué hemos encontrado?

—Orcos no son —dijo otro, soltando la empuñadura de la espada, a la que había echado mano al ver el centelleo de Dardo en la mano de Frodo.

—¿Elfos? —dijo un tercero, poco convencido.

—¡No! No son Elfos —dijo el cuarto, el más alto de todos y al parecer el jefe—. Los Elfos no se pasean por Ithilien en estos tiempos. Y los Elfos son maravillosamente hermosos, o por lo menos eso se dice.

—Lo que significa que nosotros no lo somos, supongo —dijo Sam—. Muchas, muchísimas gracias. Y cuando hayáis terminado de discutir acerca de nosotros, tal vez queráis decirnos quiénes sois vosotros, y por qué no dejáis descansar a dos viajeros fatigados.

El más alto de los hombres verdes rió sombríamente.

—Yo soy Faramir, Capitán de Gondor —dijo—. Mas no hay viajeros en esta región: sólo los servidores de la Torre Oscura o de la Blanca.

—Pero nosotros no somos ni una cosa ni otra —dijo Frodo—. Y viajeros somos, diga lo que diga el Capitán Faramir.

—Entonces, decidme en seguida quiénes sois, y qué misión os trae —dijo Faramir—. Tenemos una tarea que cumplir, y no es éste momento ni lugar para acertijos o parlamentos. ¡A ver! ¿Dónde está el tercero de vuestra compañía?

—¿El tercero?

—Sí, el fisgón que vimos allá abajo con la nariz metida en el agua. Tenía un aspecto muy desagradable. Una especie de orco espía, supongo, o una criatura al servicio de ellos. Pero se nos escabulló con una zancadilla de zorro.

—No sé dónde está —dijo Frodo—. No es más que un compañero ocasional que encontramos en el camino, y no respondo por él. Si lo encontráis, perdonadle la vida. Traedlo o enviadlo a nosotros. No es otra cosa que una miserable criatura vagabunda, pero lo tengo por un tiempo bajo mi tutela. En cuanto a nosotros, somos Hobbits de la Comarca, muy lejos al norte y al oeste, más allá de numerosos ríos. Frodo hijo de Drogo es mi nombre, y el que está conmigo es Samsagaz hijo de Hamfast, un honorable hobbit a mi servicio. Hemos venido hasta aquí por largos caminos, desde Rivendel, o Imladris como la llaman algunos. —Faramir se sobresaltó al oír este nombre y escuchó con creciente atención—. Teníamos siete compañeros: a uno lo perdimos en Moria, de los otros nos separamos en Parth Galen a orillas del Rauros: dos de mi raza; había también un Enano, un Elfo y dos Hombres. Eran Aragorn y Boromir, que dijo venir de Minas Tirith, una ciudad del Sur.

—¡Boromir! —exclamaron los cuatro hombres a la vez—. ¿Boromir hijo del Señor Denethor? —dijo Faramir, y una expresión extraña y severa le cambió el rostro—. ¿Vinisteis con él? Éstas sí que son nuevas, si dices la verdad. Sabed, pequeños extranjeros, que Boromir hijo de Denethor era el Alto Guardián de la Torre Blanca, y nuestro Capitán General; profundo dolor nos causa su ausencia. ¿Quiénes sois pues vosotros, y qué relación teníais con él? ¡Y daos prisa, pues el sol está en ascenso!