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Era la primera vez que Sam veía una batalla de Hombres contra Hombres, y no le gustó nada. Se alegró de no verle la cara al muerto. Se preguntó cómo se llamaría el hombre y de dónde vendría; y si sería realmente malo de corazón, o qué amenazas lo habrían arrastrado a esta larga marcha tan lejos de su tierra, y si no hubiera preferido en verdad quedarse allí en paz... Todos esos pensamientos le cruzaron por la mente y desaparecieron en menos de lo que dura un relámpago. Pues en el preciso momento en que Mablung se adelantaba hacia el cuerpo, estalló una nueva algarabía. Fuertes gritos y alaridos. En medio del estrépito Sam oyó un mugido o una trompeta estridente. Y luego unos golpes y rebotes sordos, como si grandes arietes batieran la tierra.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritó Damrod a su compañero—. ¡Ojalá el Valar lo desvíe! ¡Mûmak! ¡Mûmak!

Asombrado y aterrorizado, pero con una felicidad que nunca olvidaría, Sam vio una mole enorme que irrumpía por entre los árboles y se precipitaba como una tromba pendiente abajo. Grande como una casa, mucho más grande que una casa le pareció, una montaña gris en movimiento. El miedo y el asombro quizá la agrandaban a los ojos del hobbit, pero el Mûmak de Harad era en verdad una bestia de vastas proporciones, y ninguna que se le parezca se pasea en estos tiempos por la Tierra Media; y los congéneres que viven hoy no son más que una sombra de aquella corpulencia y aquella majestad. Y venía, corría en línea recta hacia los espectadores, y de pronto, justo a tiempo, se desvió, y pasó a pocos metros, estremeciendo la tierra: las patas grandes como árboles, las orejas enormes tendidas como velas, la larga trompa erguida como una serpiente lista para atacar, furibundos los ojillos rojos. Los colmillos retorcidos como cuernos estaban envueltos en bandas de oro y goteaban sangre. Los arreos de púrpura y oro le flotaban alrededor del cuerpo en desordenados andrajos. Sobre la grupa bamboleante llevaba las ruinas de lo que parecía ser una verdadera torre de guerra, destrozada en furiosa carrera a través de los bosques; y en lo alto, aferrado aún desesperadamente al pescuezo de la bestia, una figura diminuta, el cuerpo de un poderoso guerrero, un gigante entre los Endrinos.

Ciega de cólera, la gran bestia se precipitó con un ruido de trueno a través del agua y la espesura. Las flechas rebotaban y se quebraban contra el cuero triple de los flancos. Los hombres de ambos bandos huían despavoridos, pero la bestia alcanzaba a muchos y los aplastaba contra el suelo. Pronto se perdió de vista, siempre trompeteando y pisoteando con fuerza en la lejanía. Qué fue de ella, Sam jamás lo supo: si había escapado para vagabundear durante un tiempo por las regiones salvajes, hasta perecer lejos de su tierra, o atrapada en algún pozo profundo; o si había continuado aquella carrera desenfrenada hasta zambullirse al fin en el Río Grande y desaparecer bajo el agua.

Sam respiró profundamente.

—¡Era un Olifante! —dijo—. ¡De modo que los Olifantes existen y yo he visto uno! ¡Qué vida! Pero nadie en la Tierra Media me lo creerá jamás. Bueno, si esto ha terminado, me echaré un sueño.

—Duerme mientras puedas —le dijo Mablung—. Pero el Capitán volverá, si no está herido; y partiremos en cuanto llegue. Pronto nos perseguirán, no bien las nuevas del combate lleguen a oídos del Enemigo, y eso no tardará.

—¡Partid en silencio cuando sea la hora! —dijo Sam—. No es necesario que perturbéis mi sueño. He caminado la noche entera.

Mablung se echó a reír.

—No creo que el Capitán te abandone aquí, Maese Samsagaz —dijo—. Pero ya lo verás tú mismo.

5

UNA VENTANA AL OESTE

Sam tenía la impresión de haber dormido sólo unos pocos minutos, cuando descubrió al despertar que ya caía la tarde y que Faramir había regresado. Había traído consigo un gran número de hombres; en realidad todos los sobrevivientes de la batalla estaban ahora reunidos en la pendiente vecina, es decir, unos doscientos o trescientos hombres. Se habían dispuesto en un vasto semicírculo, entre cuyas ramas se encontraba Faramir, sentado en el suelo, mientras que Frodo estaba de pie delante de él. La escena se parecía extrañamente al juicio de un prisionero.

Sam se deslizó fuera del helechal, pero nadie le prestó atención, y se instaló en el extremo de las hileras de hombres, desde donde podía ver y oír todo cuanto ocurría. Observaba y escuchaba con atención, pronto a correr en auxilio de su amo en caso necesario. Veía el rostro de Faramir, ahora desenmascarado: era severo e imperioso; y detrás de aquella mirada escrutadora brillaba una viva inteligencia. Había duda en los ojos grises, clavados en Frodo.

Sam no tardó en comprender que las explicaciones de Frodo no eran satisfactorias para el Capitán en varios puntos: qué papel desempeñaba el hobbit en la Compañía que partiera de Rivendel; por qué se había separado de Boromir; y a dónde iba ahora. En particular, volvía a menudo al Daño de Isildur. Veía a las claras que Frodo le ocultaba algo de suma importancia.

—Pero era a la llegada del Mediano cuando tenía que despertar el Daño de Isildur, o así al menos se interpretan las palabras —insistía—. Si tú eres ese Mediano del poema, sin duda habrás llevado esa cosa, lo que sea, al Concilio de que hablas, y allí lo vio Boromir. ¿Lo niegas todavía?

Frodo no respondió.

—¡Bien! —dijo Faramir—. Deseo entonces que me hables más de todo eso; pues lo que concierne a Boromir me concierne a mí. Fue la flecha de un orco la que mató a Isildur, según las antiguas leyendas. Pero flechas de orcos hay muchas, y ver una flecha no le parecería una señal del Destino a Boromir de Gondor. ¿Tenías tú ese objeto en custodia? Está escondido, dices; ¿no será porque tú mismo has elegido esconderlo?

—No, no porque yo lo haya elegido —respondió Frodo—. No me pertenece. No pertenece a ningún mortal, grande o pequeño; aunque si alguien puede reclamarlo, ése es Aragorn hijo de Arathorn, a quien ya nombré, y que guió nuestra Compañía desde Moria hasta el Rauros.

—¿Por qué él, y no Boromir, príncipe de la Ciudad que fundaron los hijos de Elendil?

—Porque Aragorn desciende en línea paterna directa del propio Isildur hijo de Elendil. Y la espada que lleva es la espada de Elendil.