Fue en aquel momento, a pesar de lo extravagante de la situación, cuando mi amor por Pablo dejó de ser una cosa vaga y cómoda, fue entonces cuando comencé a tener esperanzas, y a sufrir. Sus palabras -eres una niña especial, casi perfecta- retumbarían en mis oídos durante años, viviría años, a partir de aquel momento, aferrada a sus palabras como a una tabla de salvación.
Él se inclinó nuevamente sobre mí e insistió en voz muy baja.
– De todas maneras, creo que nos lo deberíamos montar alguna vez los tres, tu hermano, tú y yo…
– la cuchilla se volvió a desplazar hacia fuera, esta vez al lado contrario-. Muy bien, Lulú, ya casi está.
¿Ha sido tan terrible?
– No, pero me pica mucho.
– Lo sé. Mañana te picará más, pero estarás mucho más guapa -se había echado un instante hacia atrás, para evaluar su obra, supongo, antes de esconderse otra vez entre mis piernas-. La belleza es un monstruo, una deidad sangrienta a la que hay que aplacar con constantes sacrificios, como dice mi madre…
– Tu madre es una imbécil -me salió del alma.
– Indudablemente, lo es… -su voz no se alteró en lo más mínimo y ahora estáte quieta un momento, por favor, no te muevas para nada. Estoy terminando.
Podía imaginar perfectamente la expresión de su cara aun sin verla, porque todo lo demás, su voz, su manera de hablar, sus gestos, su seguridad infinita, me eran muy familiares.
Estaba jugando. Jugaba conmigo, siempre le había gustado hacerlo. El me había enseñado muchos de los juegos que conocía y me había adiestrado para hacer trampas. Yo había aprendido deprisa, al mus éramos casi invencibles. El solía hacer trampas, y solía ganar.
Cogió una toalla, sumergió un pico en otra taza y la retorció por encima de mi pubis que, fiel a su palabra, estaba casi intacto. El agua chorreó hacia abajo. Repitió la operación dos o tres veces antes de comenzar a frotarme para llevarse los pelos que se habían quedado pegados. Me di cuenta de que yo misma podría hacerlo mucho mejor, y más deprisa.
– Déjame hacerlo a mí.
– De ninguna manera… -hablaba muy despacio, casi susurrando, estaba absorto, completamente absorto, los ojos fijos en mi sexo.
Me besó dos veces, en la cara interior del muslo izquierdo. Luego, alargó la mano hacia la bandeja y cogió un bote de cristal color miel, lo abrió y hundió dos dedos, el índice y el corazón de la mano derecha, en su interior.
Era crema, una crema blanca, grasienta y olorosa.
Rozó con sus dedos mis labios recién afeitados, depositando su contenido sobre la piel. Sentí un nuevo escalofrío, estaba helada. Entonces pensé que quedaba todavía mucho invierno y que los pelos tardarían en crecer. No iba a ser muy agradable. Pablo recopilaba tranquilamente todos los objetos que habían intervenido en la operación, devolviéndolos a la bandeja, que empujó a un lado.
Entonces, también él se desplazó hacia mi derecha, desbloqueando el espejo que tenía delante.
Mi sexo me pareció un montoncito de carne roja y abultada. A ambos lados de la grieta central, se extendían dos largos trazos blancos. La visión me recordó a Patricia, de bebé, cuando mamá le ponía bálsamo antes de cambiarle los pañales.
Pablo me miraba y sonreía.
– ¿Te gustas? Estás preciosa…
– ¿No me la vas a extender?
– No. Hazlo tú.
Alargué la mano abierta, preguntándome qué sentiría después. Mis yemas tropezaron con la crema, que se había puesto blanda y tibia, y comenzaron a distribuirla arriba y abajo, moviéndose uniformemente sobre la piel resbaladiza, lisa y desnuda, caliente, igual que las piernas en verano, después de la cera, hasta hacer desaparecer por completo aquellas dos largas manchas blancas.
Después, me resistí a abandonar. La tentación era demasiado fuerte, y dejé que mis dedos resbalaran hacia dentro, una vez, dos veces, sobre la carne hinchada y pegajosa. Pablo se acercó a mí, me introdujo un dedo muy suavemente, lo extrajo y me lo metió en la boca. Mientras lo chupaba, le oí murmurar:
– Buena chica…
Estaba arrodillado en el suelo, delante de mí. Me cogió de la cintura, me atrajo hacia él, bruscamente, y me hizo caer del sillón.
El choque fue breve. Me manejaba con mucha facilidad, a pesar de que era, soy, muy grande.
Me obligó a darme la vuelta, las rodillas clavadas en el suelo, la mejilla apoyada en el asiento, las manos rozando la moqueta. No podía verle, pero le escuché.
– Acaríciate hasta que empieces a notar que te corres y entonces dímelo.
Jamás había imaginado que sería así, jamás, y sin embargo no eché nada de menos. Me limité a seguir sus instrucciones y a desencadenar una avalancha de sensaciones conocidas, preguntándome cuándo debía detenerme, hasta que mi cuerpo comenzó a partirse en dos, y me decidí a hablar.
– Me voy…
Entonces me penetró, lentamente pero con decisión, sin detenerse.
Desde que lo había anunciado, desde que me lo había advertido -vamos a follar, solamente-, me había propuesto aguantar, aguantar lo que se me viniera encima, sin despegar los labios, aguantar hasta el final. Pero me estaba rompiendo. Quemaba. Yo temblaba y sudaba, sudaba mucho. Tenía frío.
Mi resistencia fue efímera.
Antes de que quisiera darme cuenta, le estaba pidiendo que me la sacara, que me dejara por lo menos un momento, porque no podía, no lo soportaba más.
Ni me contestó ni me hizo caso. Cuando llegó hasta el fondo, se quedó inmóvil, dentro de mí.
– No te pares ahora, patito, porque voy a empezar a moverme y te va a doler.
Su voz desarboló mis últimas esperanzas. No iba a servir de nada protestar, pero tampoco me podía quedar allí parada, sufriendo. No estoy hecha para soportar el dolor, por lo menos en grandes dosis. No me gusta. De forma que decidí seguir sus instrucciones, otra vez. Intenté recuperar el ritmo perdido.
Él me imprimía un ritmo distinto, desde atrás. Aferrado a mis caderas, entraba y salía de mí a intervalos regulares, atrayéndome y rechazándome a lo largo de aquella especie de barra incandescente que ya no se parecía nada al inocuo juguete con resorte que me había llenado la boca un par de horas antes, y mucho menos todavía a la célebre flauta dulce.
El dolor no se desvanecía, pero, sin dejar de ser dolor, adquiría rasgos distintos. Seguía siendo insoportable en la entrada, allí me sentía estallar, resultaba asombroso no escuchar el rasguido de la piel, tensa hasta la transparencia. Dentro, era distinto. El dolor se diluía en notas más sutiles, que se manifestaban con mayor intensidad a medida que me acoplaba con él, moviéndome con él, contra él, mientras mis propios manejos comenzaban a demostrar su eficacia.
El dolor no se desvaneció, siguió allí todo el tiempo, latiendo hasta el final, hasta que el placer se desligó de él, creció y, finalmente, resultó más fuerte.
Cuando sentía ya los últimos espasmos, y mis piernas dejaban de temblar para desaparecer del todo, Pablo se desplomó sobre mí, emitiendo un grito ahogado, agudo y ronco a la vez, y mi cuerpo se llenó de calor.
Permanecimos así un buen rato, sin movernos.
Él había escondido la cara en mi cuello, me cubría los pechos con las manos y respiraba profundamente. Yo era feliz.
Se separó de mí y le oí caminar por la habitación. Cuando intenté moverme advertí que me dolía todo. Me volví trabajosamente porque algo parecido a las agujetas, unas agujetas espantosas, me paralizaban de cintura para abajo.
El me ayudó a levantarme. Cuando le rodeé el cuello con los brazos para besarle, me levantó por la cintura, me encajó las piernas alrededor de su cuerpo y comenzó a andar conmigo en brazos, sin hablar.
Salimos al pasillo, que era largo y oscuro, un clásico pasillo de casa vieja, con puertas a un lado. La última estaba entornada. Entramos, se las arregló para encender la luz de alguna manera, y me depositó en el borde de una cama grande. Me quitó la falda y las medias, sonriéndome. Luego apartó la colcha y me empujó dentro. Se despojó de su camisa, lo único que llevaba puesto, y se deslizó conmigo debajo de las sábanas.