– No se habrá pasado a la acera de enfrente, ¿verdad? -sonreí, allí iba a estar él, la Ely, para sacarse la primera entrada, casi sentí darle un disgusto.
– No, lo siento pero creo que no, anda liado con una pelirroja.
– Más joven que tú, claro.
Estuve a punto de mandarle a la mierda, pero me contuve.
– Sí, más joven que yo.
– Así que Pablo te ha dejado por una pelirroja…
– No -procuré hablar despacio, recalcando las palabras-, yo le he dejado a él, y él, después, se ha liado con una pelirroja.
Me había equivocado en mis apreciaciones antes. Ahora me miraba mucho más sorprendido que antes, la cabeza torcida, sonriéndome con sorna.
– ¿Que tú has dejado a Pablo? -él también recalcaba las palabras-. ¿Te piensas que yo me voy a creer que tú has dejado a Pablo…? ¡Venga ya, Lulú!
– ¡Vete a tomar por culo! -Eso es todo lo que fui capaz de contestarle, vete a tomar por culo. Estaba furiosa, y no quería que me viera llorar, el maricón ése, ¡venga ya, Lulú!, me cago en sus muertos, vete a tomar por el culo y a ver si te lo rompen de una puta vez; él me miraba como si estuviera loca, generalmente respondía con un ¡muchas gracias! o un ¡Dios te oiga!, y me hacía reír, pero aquella vez se dio cuenta de que iba en serio, vete a tomar por culo, arranqué de golpe, casi nos estrellamos con el de atrás, menos mal que acababa de recoger la mercancía e iba todavía despacio, a mi izquierda había empezado el movimiento, el ejecutivo vestido de azul se había puesto al pequeñito encima, se la iba a meter de un momento a otro, el otro se la meneaba con la mano, lo sentí por eso, me iba a perder lo mejor.
Chelo me miraba, asustada.
– ¿Qué te pasa? -no contesté-. Pero… ¿por qué te pones así? Al fin y al cabo, Ely siempre ha estado enamorado de Pablo ¿no?, eso dice él, por lo menos. ¡Por favor, Lulú, ten cuidado! Nos vamos a matar…
Conduje como una bestia, como una auténtica bestia, saltándome los semáforos, no los veía, tenía los ojos llenos de lágrimas.
No había sido capaz de encontrar mi blusa blanca, cuando me marché de casa.
Una noche, casi un año después de nuestro primer encuentro, Pablo apareció con él. Había estado firmando en la feria, una obligación que detestaba, y se lo había encontrado, Ely se había presentado con uno de sus libros en la mano y se había quedado haciéndole compañía toda la tarde, porque como de costumbre no se acercó casi nadie a la caseta. Pablo en compensación le invitó a cenar, y él mismo hizo la cena.
Llevaba una camiseta de raso rosa pálido, con tirantes muy finos y encajes en el escote, muy bonita.
– Es preciosa, la camiseta.
– Te la regalo -estaba muy gracioso, con uno de mis delantales, cociendo raviolis-. Va en serio, Lulú, quédatela, tengo otras iguales, de colores distintos.
– Me estará pequeña, seguro, soy mucho más tetona que tú…
– Uy, no creas.
…pero podrías decirme dónde la has comprado, me gusta mucho.
Así que quedamos para ir de compras, una tarde.
Fuimos a merendar tortitas con nata, primero, a mí también me encantan, confesó, y luego me llevó a cuatro sitios. Solamente uno de ellos era una tienda, con puerta en la calle y cartel luminoso, dependientas y todo eso, los demás eran tres pisos, todos bastante cerca de Sol, y el último estaba en un sexto sin ascensor.
Cuando llegamos allí no tenía ningunas ganas de subir en realidad.
Había comprado kilos de ropa interior, Pablo me había dado bastante dinero, sabía que me apetecía, y la verdad es que me había divertido mucho, probándome delantales minúsculos, de tela brillante, con cofias a juego, corsés de los que se abrochan por detrás y bragas altas hasta la cintura pero completamente abiertas por debajo. Ely me ayudaba y me aconsejaba, eso no te sienta bien, eso sí, cómprate algo de cuero negro, da muy buenos resultados…
No le hice ni caso, debía de estar harto de mí.
No escogí nada negro, ni rojo, en realidad me hubiera gustado tener algún liguero de aquellos, chillones, me sentaban bien, y eran tan clásicos, pero a Pablo le horrorizarían esos colores, y me mantuve firme en el blanco, casi todo blanco, algo beige, rosa, amarillo, incluso una especie de cosa indescriptible, híbrido de camisón y bañador, lleno de tiras y de agujeros por todas partes, incomodísimo pero divertido por lo barroco, de color verde agua, muy pálido.
No me apetecía nada subir a un sexto andando, pero subí, resoplando sobre los peldaños de madera que olían a lejía rancia, subí por no decepcionar a Ely, porque él me dijo que ese sitio, que ni siquiera tenía un cartel encima del balcón, ni una placa de latón en el portal, nada de nada, era el mejor y por eso lo había dejado para el final.
La dueña tenía aspecto de haber sido flamenca en otros tiempos, el pelo teñido de negro azulado, estirado hacia atrás y recogido en un moño aplastado, justo encima de la nuca. Llevaba las cejas dibujadas de gris claro y los párpados pintados de azul rabioso, el lápiz de labios era muy parecido al que solía usar Ely, rojo escarlata pasión o un nombre similar, colorete a juego, muy morena, con un par de dientes de oro, su cara parecía el mapa físico de algún país muy accidentado.
Me preguntó si era andaluza.
Cuando le contesté que no, me miró, un tanto decepcionada. Luego quiso saber dónde trabajaba. No supe qué contestar, seguía luchando con Marcial por aquel entonces, y no supuse que mis batallas fueran a interesarle mucho. Ely me sacó del apuro explicándole que yo era una mujer decente, bueno, decente más o menos. Ya, retirada, la flamenca se quedó satisfecha con su deducción, pero me miró con cierta desconfianza.
Por alguna razón, yo no le gustaba.
A pesar de eso, gorda como una foca, vestida con una bata estampada, nos guió a través de un pasillo eterno hasta el que parecía el único cuarto exterior de la casa, una sala bastante grande con un par de vitrinas-mostradores de cristal y biombos en las esquinas, en las que, además de ropa, se podían ver toda clase de artilugios destinados a procurar placer.
La vi enseguida, colgada de una percha.
Era diminuta, blanca, casi transparente, la batista era tan Fina que parecía gasa.
El cuello, cerrado por arriba, terminaba en dos solapas minúsculas, rematadas con volantes. Justo debajo de éstos, dos mariposas sostenían una guirnalda de flores muy pequeñas, bordadas con hilo satinado y perlitas. A ambos lados del bordado, cuatro jaretas muy finas. Y nada más. Las mangas eran cortas, de farol, terminaban en una tira que se abrochaba con un botón pequeño, de nácar. La blusa también era muy corta, se abrochaba por detrás, con botones de reflejos rosados, y el último, a la altura de la cintura, no se veía, un lacito ocultaba el ojal sobre una tira de tela similar a la que remataba las mangas pero más ancha.
Era una camisita de recién nacido, hecha a la medida de una niña grande, de once o doce años.
Cuando me volví hacia atrás, con ella en la mano, Ely me miraba con extrañeza. La flamenca no, ésa ya debía de haber visto de todo, a sus años.
– ¿Le gusta?
– Sí, me gusta mucho, pero no me la puedo llevar, es muy pequeña. ¿No las tiene más grandes?
– No, fue un encargo que nunca vinieron a recoger.
– ¿Quién la encargó? -de repente me asaltó una sospecha estúpida.
– Oh, no sé cómo se llamaba. Un señor como de cuarenta y cinco años, con acento catalán, no sé.
– Vino con la niña? -ahora sentía curiosidad, solamente. La flamenca empezaba a estar molesta.
– ¿Con qué niña?
– Bueno, por el tamaño esta blusa es para una niña, ¿no?
– El trajo las medidas apuntadas en un papel, yo nunca hago preguntas, oiga, no me importa para quién era la blusa, solamente sé que me he quedado con ella, y no la voy a colocar fácilmente… -se me quedó mirando con cara de susto y se volvió hacia Ely-. Oye… ésta no será de la madera, ¿verdad?, no serás tan hijo de puta como para haberme metido una madera aquí, ¿verdad?
Ely negó con la cabeza, yo intervine.
– No, lo siento, perdóneme, era sólo curiosidad.
– Ya… -pareció tranquilizarse-. Podemos hacérsela, si quiere.
Asentí con la cabeza y salió por la puerta, ya aparentemente segura de la bondad de mis intenciones, anunciando que iba a buscar un metro.