Me hubiera gustado verlo, ésa fue la última idea coherente que fui capaz de concebir antes de dejarme ir, cuando comencé a sentir los efectos de mis choques con Pablo, cada vez más bruscos, progresivamente cerca de la cabeza, y ya no pude controlar más, me dejé ir, para que él, tres o cuatro empellones más, agónicos y brutales, los últimos, me triturara por fin la nuca, me la rompiera en millares de pequeños pedacitos blandos, antes de dejarse atrapar él también entre las paredes elásticas de mi sexo, repentinamente autónomo, que estrangularon el suyo más allá de mi propia voluntad.
Después, consciente de mi incapacidad para hacer otra cosa que no fuera quedarme allí, quieta, tratando de recuperar el control sobre mí misma, me mantuve inmóvil un buen rato, abrazada a Pablo, colgada de él, echando de menos mi casa, estar en casa, una cama próxima, pero era agradable de todas formas, el calor, el roce con su piel todavía caliente.
Él volvía mucho antes que yo, su cuerpo era más obediente que el mío, y no estábamos en casa, de manera que me besó en los labios, me levantó un momento para desligar mi sexo del suyo, y me empujó muy suavemente hacia un lado, para dejarme tumbada encima del banco.
Me quedé allí un buen rato, encogida, las rodillas apretadas contra el pecho, los ojos cerrados, mientras él se vestía, y de nuevo recordé a Ely, que se me había vuelto a olvidar.
Cruzaron unas pocas palabras en voz baja, una voz que no era la de Pablo musitó una expresión de despedida y escuché el ruido de una puerta que se
cerraba.
Me incorporé. El estaba apoyado contra la pared, los brazos cruzados, y sonreía. Me puse de pie para vestirme y me di cuenta de que estaba vestida. Mis bragas, rotas, estaban en el suelo. Las cogí, no sé por qué, era indecente ir dejando bragas rotas por ahí, y las metí en el bolso. Al pasar junto a la mesa me di cuenta de que la botella de ginebra seguía allí, intacta, ni siquiera habíamos roto el precinto. La cogí, y también la metí en el bolso. No están los tiempos como para ir dejando botellas llenas y pagadas por ahí. Pablo se echó a reír con una risa transparente, sin dobleces, se reía solamente. No estaba enfadado, y eso me hizo sentirme bien, así que yo también reí, y salimos juntos, riéndonos, a la calle.
Cuando nos metimos en el coche, volví a pensar en Ely y sentí curiosidad.
– ¿Le has dado dinero?
– Sí.
– ¿Y lo ha cogido?
Contestó a mi pregunta con una carcajada.
– ¡Claro que lo ha cogido! -me miró como diciéndome eres tonta, y yo sabía que quería decir precisamente eso, pero en él no era un insulto, más bien lo contrario, mientras siguiera riéndose de mis tonterías, de ese tipo de tonterías, todo iría bien. ¿Por qué no lo iba a coger? Vive de eso, ¿sabes?… Oye, ¿dónde hay una gasolinera?
– ¿Por aquí…? Cerca de Jumbo hay una, pero no sé si estará abierta a estas horas.
Circulábamos por calles amplias y desiertas, flanqueadas por altos edificios de esqueleto de acero y hormigón, rostros de cristal, todos parecidos, limpios, casi higiénicos, como recién salidos del paquete. De una pequeña isla verde, precedida por una hilera de setos bien recortados, arrancaba un caminito de cemento que culminaba en una puerta acristalada.
Mi madre siempre había querido vivir en una casa así, con un portal así, una descarnada pero enorme estancia de mármol de color neutro, a mí no me gustan, siempre los he encontrado muy parecidos a los vestíbulos de los ambulatorios nuevos de la Seguridad Social, la misma atmósfera neutra y aséptica, iguales, excepto por el mármol y el mostrador del portero, de madera barnizada de oscuro. Los portales son extraordinariamente importantes para las señoras madrileñas de cierta edad, al parecer, mi madre siempre abominaba del portal de casa, largo y estrecho, oscuro y sin mostrador para el portero. Eugenio, que era adorable, sesenta años y subía las bombonas de butano de dos en dos por la escalera, no tenía un mostrador, sólo un chiscón al otro lado de la puerta, y además iba siempre vestido con un mono azul, yo siempre le he querido mucho, a Eugenio, de pequeña me daba caramelos, y cuando me casé me regaló un joyero horroroso, artesanalmente fabricado con conchas de moluscos teñidas con anilinas de colores, Recuerdo de El Grove, escrito con letra cursiva sobre la tapa, su mujer era gallega y lo había encargado expresamente para la ocasión, es uno de mis objetos favoritos, pobre Eugenio, siempre tan simpático, tan atento con mamá, subiéndole las bolsas de la compra hasta el tercero, y ella abominando de su mono azul, pero en el pecado lleva la penitencia, pobre mamá, no se moverá ya de Chamberí en la vida, se le ha pasado la época de tener portal de mármol, portero con traje azul y gas ciudad.
Circulábamos por calles amplias y desiertas, lo único que se movía a nuestro paso eran las banderas de las embajadas, trapitos pequeños y ridículos contra la potencia uniformadora de las grandes fachadas de cristal. No son Madrid -era una idea que me asaltaba con frecuencia, cada vez que pasaba por allí-, no caben en esta ciudad-no ciudad, caótica e híbrida, desastre teórico y práctico, desastre urbanístico, desastre viario, desastre circulatorio, desastre educativo, desastre político, desastre sanitario, desastre eclesiástico -no hay catedral-, desastre pornográfico -tampoco hay barrio chino-, en suma, un auténtico desastre, el único sitio donde se puede vivir a gusto, en medio del desastre, donde nadie pregunta nada, porque todo el mundo es nadie, y puedes salir a comprar el pan con zapatillas y bata de boatiné y no te mira nadie, y te regalan un par de boquerones en vinagre con las cañas, en bares ruidosos con el suelo alfombrado de servilletas de papel arrugadas, y huele siempre a garbanzos cocidos en los patios de las casas, las vecinas cantan tendiendo la ropa, Ay Campanera, aunque la gente no quiera, en los patios de las casas de Madrid, no en éstas que son casas de pueblo, de un pueblo fantasma de porteros preguntones, y usted a qué piso va, y a usted qué coño le importa, un pueblo provinciano, aburrido y pretencioso en medio de una ciudad una ciudad enorme de la que todos dicen que es un pueblo.
Un par de calles más allá estaba Tetuán, Tetuán de las Victorias, bonito nombre, Bravo Murillo, el caos, gambas a la plancha y tiendas con un cartel amarillento ya por el tiempo, liquidación por cambio de negocio, nunca cambian de negocio, pero siempre hay algún incauto que pica al reclamo de las rebajas perpetuas, inexistentes, nosotros seguíamos del otro lado, atravesamos la Castellana, pasamos junto al Bernabeu, Pablo sacó la mano por la ventanilla, el índice y el meñique en alto, le puso los cuernos al estadio del enemigo, era como un rito, nunca se le olvidaba, y seguimos, chalecitos a izquierda y derecha, y entonces volví a acordarme de Ely, seguramente sería del Madrid, como todos los recién llegados, ¿podría un hombre español reprimir la pasión por el fútbol al decidir convertirse en una mujer?, pero a los maricas por lo general no les gustaba el fútbol, ¿o sí?, se lo pregunté a Pablo, oye,¿ a los maricas les gusta el fútbol?, y yo qué sé, él tampoco lo sabía, teníamos algunos amigos a los que no les gustaba el fútbol pero yo sospechaba que era por pura pose, una trasnochada pose de progre, porque habíamos sido progres mucho tiempo, progres de libro, y hacíamos muchas cosas solamente por eso porque quedaba progre…
La idea seguía allí, en la parte posterior de mi cabeza, golpeando contra mis sienes. Pensé en ir dando rodeos, pero al final lo solté a bocajarro.
– Pablo, ¿te has acostado alguna vez con un hombre?
Risitas, risas luego, más consistentes, y al final carcajadas, carcajadas largas y ruidosas.
Yo no me reía. No me hacía ninguna gracia.
– Lo malo de jugar al aprendiz de brujo es que al final se te suele ir la mano…
Nada más. Pero yo no pensaba darme por satisfecha con eso.
– No me has contestado -sus ojos me miraron con una expresión risueña, me está tomando el pelo, pensé, y no me gustó, porque eso significaba que podrían pasar horas, días, semanas, antes de que obtuviera una respuesta.