Estaba equivocada, sin embargo. Aquella noche tenía ganas de hablar.
– Si lo que quieres saber es si alguna vez he deseado a un hombre lo suficiente como para meterme en la cama con él, la respuesta es no, no lo he hecho nunca. Nunca me han gustado los hombres.
– Y sin embargo… -había aprendido a detectar las menores oscilaciones de su voz, al menos cuando decía la verdad, y me di cuenta de que quedaba algo colgando detrás de sus palabras.
– ¿De verdad lo quieres saber todo? ¿No te da miedo enterarte de algo que no te guste?
Sí, ciertamente me daba miedo, un poco, pero quería saberlo. Pablo se había puesto serio, pero eso no significaba nada, podría estar mintiéndome durante horas si quería, así que denegué con la cabeza, quería saberlo todo.
– ¿Dónde fue?
– En el trullo, hace muchos años.
La cárcel. Lo recordaba muy bien, un domingo a las siete de la tarde, chocolate con picatostes y un concurso por televisión. El teléfono, la histeria de mi madre, llantos, gritos, pisadas, han detenido a Marcelo otra vez, Pablo estaba con él, han detenido a Pablo también, y a un montón de gente más. Detenidos, procesados y condenados, cuatro años, cuatro, para cada uno. La primera vez los cargos habían sido insignificantes, posesión de propaganda subversiva, más o menos, y mi padre había intercedido había recurrido a todas las viejas amistades de su padre, mártir de la cruzada, y había conseguido muchas promesas y una celda individual. Ocho meses.
Para Pablo tampoco era la primera vez. El también había cumplido ocho meses, siempre ocho meses antes que Marcelo. Ahora, por lo menos, les habían trincado juntos.
Aquella vez, primavera del 69, yo tenía once años y mi padre se negó a intervenir a pesar de los ruegos de mi madre, que en casos extremos siempre se volcaba del lado correcto, como todas las madres. A mí se me cayó la casa encima. Marcelo en la cárcel cuatro años. Eso era la soledad más absoluta, algo peor que la soledad, la orfandad, una orfandad cruel y repentina en una casa llena de gente. Pero mi padre fue tajante, allí le enderezarían, en la cárcel, a ese cabrón, que le pagaba así todos sus esfuerzos por darle una educación, una carrera, una…, ahí siempre le fallaba el discurso, se quedaba colgado, no se le ocurría nada más. Y, además, ni un duro, ni un duro, repetía, en Carabanchel no le haría falta dinero, allí estaría comido y vestido, no necesitaba nada más.
Pablo me tocó el hombro. Habíamos llegado a la gasolinera y había cola, las cinco y veinte de la mañana y teníamos tres coches delante. Yo estaba sorprendida. El jamás hablaba de la cárcel, a pesar de que se habían chupado treinta meses, dos años y medio al final, les redujeron la condena por no sé qué y salieron a la calle con libertad provisional a los treinta meses, les habían robado treinta meses, treinta y ocho meses de vida en total, a los dos. Marcelo volvió a casa, nunca entendí por qué vivía en casa si pagaba un piso de alquiler que usaba para follar y para poco más, años después me enteré de que era por algún asunto político, lo de seguir en casa. Pablo me zarandeó, ¡eh! ¡qué te pasa?, no me pasaba nada, y se lo dije, nada.
– Pues tú tuviste mucho que ver en todo eso…
– estaba de buen humor, todavía.
– ¿Yo…?
– Sí, tú. Nos escribías todas las semanas, primero sólo a Marcelo, luego una carta para cada uno, al final una sola, muy larga, para los dos… ¿no te acuerdas?
Sí, me acordaba. Me acordaba de la angustia también, de lo que contaba la gente, yo me lo creía todo, palizas, torturas, violaciones, mi hermano, que era como mi padre y mi madre a la vez, y mi novio, porque me gustaba pensar que era mi novio, allí, en la cárcel, a merced de esa pandilla de hijos de puta, sangrando por la nariz, por la boca, retorciéndose bajo los golpes de una toalla mojada, me acordaba, yo les escribía y les contaba todo lo que me pasaba, para que se rieran un poco, para que se acordaran de mí. Me contestaban, de vez en cuando.
Pablo siguió hablando, hablaba sin parar.
– Cuando cumpliste doce años, mandaste una carta en la que anunciabas la llegada de un giro postal. Siempre parecías muy preocupada por el dinero…
– Claro, papá le contaba a todo el mundo que no le mandaba ni un duro a Marcelo.
– Pero no era verdad.
– Ya, de eso me enteré después…
– Teníamos dinero, pero tú nos ibas a mandar todo el que habías sacado por tu cumpleaños, para que comiéramos bien, te encantaba jugar a las mamás, con nosotros.
Me acarició la cara, yo no le miré, me daba vergüenza acordarme de aquello, le había dicho a mi madre que iba a hacer una obra de caridad aquel año, pedí dinero a todo el mundo en vez de regalos, dije que las monjas del colegio nos habían propuesto hacer canastillas y llevarlas a un barrio de chabolas, más allá de Vallecas, mamá se quedó sorprendida, canastillas en abril, eso se solía hacer en Navidad, pero era una obra de caridad al fin y al cabo, y no podía negarse, mentí con convicción y me creyeron, saqué 1575 pesetas,1575 pesetas del 69, una pasta, y las mandé a Carabanchel, para que comieran bien, era verdad.
– Te juro que al principio nos quedamos de piedra, nos llegó al alma, de verdad, a Marcelo casi se le saltaron las lágrimas, pero luego tuvo un arrebato de genialidad, una de esas chifladuras que le dan a tu hermano de vez en cuando, y me llevó a un rincón, y me dijo, el dinero de Lulú nos lo gastamos con el portugués, ¿qué te parece?, yo me reía, pero él iba en serio, y pensé que, después de todo, lo podríamos intentar, llevábamos allí once meses ya, -se me estaba empezando a hacer un callo en la mano…
El coche de delante se movió.
– ¿Quién era el portugués?
– Un marica, no sé, estaba allí porque había apuñalado a su novio, en una bronca, celos, creo, no le había matado y el otro iba a verle cuando podía, le había perdonado, el portugués repetía que había sido por amor.
– Pero vosotros erais políticos…
– ¿Y qué? Los homosexuales estaban en nuestra galería, y también veíamos a todos los demás, en el patio, en el comedor, la verdad es que eran mucho más interesantes que los presos del partido. Allí encontré a Gus, y a más gente que conoces.
– ¿Gus? ¿Pasaba ya?
– No, abría coches, era un chorizo de poca monta, muy joven, empezó a drogarse allí, en Carabanchel.
– ¿Y qué pasó? -ya no estaba preocupada, solamente sentía curiosidad.
– Nada, el portugués era la novia de la prisión, algún funcionario que otro incluido. Era muy versátil. Hacía pajas, mamadas, daba y tomaba, según lo que estuvieras dispuesto a pagar. Se sacaba un pastón, estaba ahorrando para comprarle un piso a su novio, como desagravio, supongo. No era el único, había más como él, pero éste era joven, bastante guapo, y tenía la boca sana. Tenía un pollón, además, por lo que se contaba por ahí, y era el que más éxito tenía.
Pablo me miraba sonriendo, como si hubiera estado de vacaciones, en la cárcel, una temporadita. Yo estaba desconcertada.
– Y os gastasteis mi dinero con el portugués…
– no era una pregunta, lo repetía solamente para creérmelo de una vez.
– Sí, casi todo, en tu honor, como decía Marcelo. Estuvimos discutiendo bastante sobre el procedimiento. Una paja era demasiado poco, así que optamos por un francés, un francés con un portugués, quedaba muy internacional, pero yo estuve a punto de estropearlo todo, porque cuando fuimos a la enfermería, a contratar, digamos…
– ¿Por qué a la enfermería?
– El trabajaba allí, que era uno de los sitios más cómodos, siempre conseguía lo mejor, tenía muchos amantes, en todas partes, bueno, yo le pregunté que si nos hacía alguna rebaja por chupárnosla a los dos a la vez, y entonces se cabreó.
De repente se puso serio. Calló un momento, me miró.
– No sabes cómo era aquello, no lo sabes.
Un sitio triste, pensé, sobre todo triste.
Llegamos al surtidor, llenamos el depósito y nos fuimos a casa. Pablo siguió callado todo el camino. Luego, cuando yo ya estaba en la cama, se tumbó a mi lado.
– ¿Quieres saber el final de la historia?
No me atreví a admitir que sí, pero él me lo contó, de todas maneras.