Introdujo dos dedos en mi sexo y comenzó a agitarlos siguiendo el mismo ritmo que yo imprimía a mi cuerpo contra su lengua. Poco después, deslizó otros dos dedos un poco más abajo, a lo largo del canal que él mismo había abierto previamente.
El recuerdo de la violencia añadió una nota irresistible al placer que me poseía, desencadenando un final exquisitamente atroz.
Su lengua siguió allí, firme, hasta que cesó la última de mis pequeñas sacudidas. Sus dedos aún me penetraban cuando apoyó la cabeza encima de mi ombligo.
Hemos hecho tablas, pensé, hemos intercambiado placeres individuales, me ha devuelto lo que antes me había arrebatado.
Este pensamiento me reconfortó.
Era un punto de vista, discutible desde luego, pero no dejaba de ser un punto de vista.
– Te quiero.
Entonces recordé que ya me lo había dicho antes, te quiero, y me pregunté qué significaría eso exactamente.
Se tumbó a mi lado, me besó y se dio la vuelta, quedándose boca abajo. Me encaramé trabajosamente encima de él, me dolía todo el cuerpo, coloqué mis piernas encima de las suyas, cubrí sus brazos con los míos y apoyé la cabeza en el ángulo de su espalda.
Me recibió con un gruñido gozoso.
– ¿Sabes, Pablo?, te estás convirtiendo en un individuo peligroso -me sonreí para mis adentros-. Últimamente, cada vez que te veo, me tiro una semana sin poder sentarme.
Todo su cuerpo se agitó debajo del mío. Era agradable. No había terminado de reírse, cuando me llamó.
– Lulú…
Le respondí con algo vagamente parecido a un sonido. Estaba demasiado absorta en mis sensaciones. Nunca lo había hecho antes, tenderme encima de un hombre, de aquella manera, pero me produjo una impresión deliciosa, su piel estaba fría y el relieve de su cuerpo bajo el mío, diametralmente opuesto al habitual, resultaba sorprendente.
– Lulú… -comprendí que ahora hablaba en serio.
No me sorprendió, incluso lo esperaba, pese a mi exhibición previa, estaba preparada para digerir una nueva despedida, era inevitable.
A pesar de todo, acerqué mi boca a su oído. No estaba segura de que mi voz no me traicionara.
– ¿Sí?
– ¿Quieres casarte conmigo?
Habíamos jugado al mus de pareja muchas veces años atrás. Era el mejor mentiroso que había conocido jamás. Estaba segura, casi segura de que iba de farol, pero acepté su oferta, de todos modos.
Encontré un sitio Para aparcar a la primera, algo realmente sorprendente en viernes. Cuando estaba cerrando la puerta del coche, uno de ellos tropezó
conmigo.
– Perdón -el tono de su voz, dulce y afectada, me pareció inequívoco.
Les miré con atención mientras bajaban la cuesta.
Eran dos. El único que se había disculpado tenía el pelo castaño, rapado por encima de las orejas. Un flequillo largo y lacio, teñido de rubio, le tapaba completamente un ojo. El otro, cuya cara no pude ver, era moreno. Se había recogido el pelo, rizado, en una pequeña coleta, a la altura de la nuca.
Caminaban acompasadamente, por el centro de la calzada empedrada. El más pequeño se retiraba constantemente el flequillo de la cara. Llevaba una camisa muy bonita, con reflejos brillantes pantalones oscuros, ajustados al cuerpo. Su amigo, que me pareció mucho más interesante, por lo menos de espaldas, estaba muy moreno. Un foulard naranja, atado a modo de cinturón, ponía el toque un punto llamativo a su sobrio atuendo, una camiseta negra de tirantes, profundamente escotada, y unos pantalones también negros, muy anchos, con una goma en los tobillos.
Les seguí a distancia. Tenía tiempo de sobra.
Dos esquinas más allá, un tío apoyado en un coche, debajo de una farola, les saludó levantando el brazo. Este iba vestido de blanco, totalmente de blanco, desde las alpargatas hasta la cinta del pelo.
Era muy guapo y muy joven.
Conservaba el aire frágil de los adolescentes.
Me paré delante de un escaparate y les miré a través del cristal. El más bajo llegó primero y depositó un ligero beso en los labios del jovencito. Este se levantó, entonces, y se dirigió hacia el que iba vestido de negro, que se hallaba cruzado de brazos, en medio de la acera. Se colgó de su cuello y le besó en la boca. Pude ver cómo se mezclaban sus lenguas mientras se abrazaban arrebatadamente.
Siguieron caminando hacia abajo, los tres, el del flequillo solo, a un lado, los otros dos entrelazados por la cintura, el moreno acariciaba con una mano de vez en cuando el trasero del que iba vestido de blanco, propinándole pequeños azotes.
Yo les seguía, sin un propósito determinado. Estaba encantada de haberlos encontrado, había tenido suerte.
Torcieron por una callejuela. Atisbé desde la esquina y vi cómo entraban en un bar que yo había frecuentado bastante, en los tiempos de la facultad.
Me hizo gracia, no me imaginaba aquel nido de rojos convertido en un salón de gays.
Pasé por delante de la puerta y no les vi. Un par de cuarentonas con pinta de funcionarias progresistas, lo que en otro tiempo se hubiera llamado solteronas modernas, ocupaban un par de taburetes, en la barra. A su lado había una pareja de jovencitos, chico y chica, que coqueteaban apaciblemente.
Entré para llamar por teléfono.
Ellos estaban de pie, en una esquina. Eché un vistazo al local. Allí había de todo, gente de todos los plumajes, así que decidí quedarme. Me acodé en la barra y pedí una copa.
– ¿Sí? -escuché la voz de mi hermano, al otro lado de la línea.
– ¡Marcelo? Oye, soy yo, mira, lo siento mucho pero no voy a poder ir a cenar -procuré hablar con la boca pastosa-. Llevo toda la tarde tomando copas con una amiga recién separada y estoy bastante mal ¿sabes?, prefiero irme a casa a dormir, dile a Mercedes que lo siento muchísimo, que la semana que viene…
– Pato -parecía preocupado. Ya sabía lo que me iba a preguntar-… Pato, ¿estás bien?
– Claro que sí, borracha pero bien -desde que había dejado a Pablo, Marcelo parecía obsesionado por mi bienestar.
– Seguro? -no me creía.
– Que sí, Marcelo, que estoy bien, me he pasado bebiendo, nada más.
– ¿Quieres que vaya a buscarte?
– Oye tío, que ya tengo treinta años, puedo volver sola a casa, vamos, creo yo…
– Es verdad, siempre se me olvida, perdóname -nunca había dejado de tratarme como a una niña era igual que Pablo para eso, pero a mí tampoco me molestaba, también le he adorado siempre, a mi hermano-. Llámame mañana, ¿vale?
– Vale.
Mientras empezaba la copa, me preguntaba a mí misma para qué había entrado allí, por qué había renunciado a cenar en casa de Marcelo, qué podía esperar de todo aquello. Al rato me contesté que no esperaba nada. Había entrado allí para mirarles
me concentré en ello.
Seguían de pie, en la otra punta del bar. Podía observarles a gusto, ellos seguramente no me veían estaba medio escondida al final de la barra.
El jovencito y el de negro eran novios, estaba casi segura de eso. Hacían muy buena pareja. Aproximadamente de la misma altura, ligeramente por encima del metro ochenta ambos, compartían cierto aspecto sano y relajado. El moreno tenía un cuerpo magnífico, griego, hombros enormes, torso macizo, piernas y brazos largos y fuertes, ni una sola gota de grasa, los músculos en el límite exacto de lo deseable. Se lo trabaja a conciencia, pensé, como mis niños californianos. Tenía la cara larga y angulosa, los ojos oscuros, muy grandes, no era feo, desde luego, pero en conjunto su rostro resultaba demasiado duro, no pegaba mucho con la coleta, ni con su condición de sodomita. Para bien o para mal, tenía cara de macho mediterráneo, de esos que atizan a la mujer con la correa, y eso no se lo iban a arreglar en ningún gimnasio.
Su novio era adorable, absolutamente ambiguo. Muy delgado, su cuerpo poseía un cierto toque lánguido, evocador del encanto de los efebos clásicos, aunque resultaba demasiado grande, demasiado voluminoso, demasiado masculino en suma como para asociarlo al modelo tradicional. Eso era lo que más me gustaba de él, no soporto a los efebos aniñados, afeminados, no me dicen nada. Tenía un culo perfecto, duro y redondo, sus líneas se dibujaban nítidamente bajo la leve tela del pantalón abombado, réplica exacta del que lucía su compañero. El óvalo de su rostro era también perfecto. Las mejillas sonrosadas, las pestañas largas y rizadas sobre dos ojos castaños, almendrados, de expresión dulce, los labios, sin embargo, finos y crueles, la nariz pequeña, el cuello sutil, interminable, debe volverles locos, pensé.