– ¿Tú tienes un hijo? -parecía muy sorprendido por la noticia.
– Sí, tengo una hija de cuatro años y medio, Inés -la expresión de su cara se acentuó-. ¿Te extraña?
– Sí, nunca hubiera pensado que fueras mamá, no te pega nada…
– Muchas gracias, me encanta que me digan eso.
– ¿Por qué? -ahora sonreía-. No lo entiendo siempre se tienen los mismos -años, con hijos o sin ellos.
– Supongo que no puedes entenderlo, tú estás en otra parte -con eso di por zanjada la cuestión-. Bueno, ¿dónde prefieres dormir?
– Pues, no lo sé… Supongo que es mejor que duerma contigo, meterme en la cama de una niña de cuatro años, no sé, me da cosa… -remató la frase con una carcajada.
– Muy bien, pues vámonos a la cama, estoy muy cansada, y supongo que tú estarás cansado también hoy ha sido un día especial -intenté imprimir a mi sonrisa una nota de complicidad-, las primeras veces siempre son agotadoras…
Volvió a reírse. Su risa me sentaba bien, resultaba reconfortante, me sentía muy cerca de él; en definitiva, pensé, los dos somos ovejitas del mismo rebaño, blancas y lustrosas, mullidas, con un lacito alrededor del cuello, el mío de color rosa e insoportablemente cómodo, el suyo supongo que rosa también, aunque mucho más doloroso.
Cuando volví de lavarme los dientes le encontré acurrucado en mi lado de la cama.
– ¿Te importaría correrte hacia la derecha? -me quité el albornoz y las zapatillas-. Ese es mi lado…
– No te vas a poner nada encima, para dormir?
– No, siempre he dormido desnuda -no era cierto, hasta los veinte años dormí vestida, con camisones de tirantes que me llegaban un palmo por debajo de la rodilla, pero Pablo no quería camisones, no quería más ropa que la estrictamente necesaria, y para dormir no hace falta ninguna, esa fue una de las primeras cosas que aprendí-. ¿Por qué…? ¿Te doy asco?
– No, no es eso… -me dio la sensación de que estaba incluso ligeramente asustado-. Es que nunca he dormido con una mujer…
– No te preocupes -trataba de tranquilizarle, pero no pude evitar reírme-, no te voy a atacar por la espalda, te lo prometo.
Me metí en la cama, él me miraba, sonriéndome. Me besó en los labios suavemente y se acurrucó lo más lejos que pudo de mí, a pesar de todo.
Cuando me desperté, era él quien me atacaba por la espalda.
Notaba sus brazos, alrededor de mi cintura, apretándome, y su sexo, erguido, golpeándome entre las nalgas, todo su cuerpo se movía rítmicamente contra mí, estaba profundamente dormido.
Le tomé una mano y la puse encima de uno de mis pechos. La dejó caer apenas la solté, aunque el contacto con una de las zonas más inequívocamente femeninas de mi cuerpo no pareció desanimarle. Mira qué bien, pensé, igual me toma por un travesti. Lo intenté de nuevo con los mismos resultados, y dejé escapar una risita, estaba regocijada por el resultado de mi experimento, hasta entonces había sido tan inexorable como una ley física, lo primero que hace un tío al despertarse pegado a la espalda de una tía es alargar una mano para aferrarse a sus pechos, no me había fallado nunca hasta entonces, pero éste se negaba a hacerlo, era divertido.
Cuando estaba a punto de insertar una de sus manos entre mis muslos para averiguar si se le bajaba o seguía igual de tiesa, sonó el timbre de la puerta.
De repente me di cuenta de que ya lo había es cuchado antes, me había despertado por eso, seguramente, era ya la segunda vez que llamaban, miré el reloj, las doce menos cuarto, me eché encima el albornoz a toda prisa, pensé que sería Marcelo, no se había quedado muy convencido con mi disculpa telefónica, pero el caso es que los timbrazos, una ensordecedora avalancha de sonidos agudos, cortos y repetidos, parecían solamente dignos de Inés.
Era Inés.
Pablo la llevaba en brazos, envuelta en una gabardina mojada, él estaba completamente empapado, el agua le chorreaba sobre la cara.
– Hola -el tono de su voz hubiera podido inducir a cualquiera a creer que hacía solamente un par de horas que no nos veíamos-. ¿Te hemos despertado? -asentí con la cabeza-. Lo siento, pero es que se ha echado el frío encima de repente, se ha puesto a llover, y en la bolsa de Inés solamente había ropa de verano, hemos venido a coger un impermeable, y un par de jerseys…
Esperaba un beso, pero no lo hubo.
– Hola, mi amor -Inés sí se me echó encima para besarme, y Pablo le quitó el impermeable antes de trasvasarla de sus brazos a los míos. Luego entró en mi casa como si fuera la suya.
– Esta es Cristina -me miró un instante, con los ojos duros-. Cristina, te presento a mi mujer…
Entonces me di cuenta de que eran tres. Ella, la pelirroja, no tan desteñida como Chelo me había contado, estaba semiescondida detrás de la hoja de la puerta. Avanzó un par de pasos y luego amenazó con seguir, le tendí la mano antes de que llegara a acercarme los labios a la cara. Ella la estrechó, confusa. Pablo intervino en su auxilio.
– Marisa no soporta los besos no sentidos…
– No me llames Marisa, por favor -últimamente cultivaba con asidua crueldad esa pequeña técnica de venganza personal, sumamente efectiva por cierto, se me rompía algo por dentro cada vez que le escuchaba.
– Por qué no? Es un diminutivo cariñoso -se volvió hacia su novia-. Bueno, ella no deja que la bese cualquiera, es muy especial para eso, elige siempre, ¿sabes? No está muy bien educada, claro que eso es más culpa mía que suya…
Inés empezó a reírse como una loca. Tenía ese defecto, de repente estallaba en carcajadas sin ningún motivo. Aquella vez, su explosión resultó oportuna, sin embargo.
El cuarto de estar conservaba intactas las huellas de la batalla nocturna. Un chorro de semen seco dibujaba una extraña ese sobre el cristal de la mesa.
No hubo comentarios, sin embargo.
– Me voy a hacer un café -deposité a Inés en el suelo. Pablo se sentó en el sofá, la pelirroja se dejó caer a su lado, intentó cogerle el brazo, él se lo impidió-. ¿Queréis tomar algo?
Querían café, ambos.
Era guapa, muy guapa, y muy joven, desde luego, veinte o veintiún años, podría ser su hija, yo jamás habría podido pasar por su hija, ni siquiera aunque lo hubiera intentado, que nunca lo hice, pero ella era delgada y flexible, elástica, ágil, tenía las piernas feas, demasiado flacas, eso me reanimó, pero sus ojos verdosos eran enormes, y su pelo rojizo espeso y brillante, era muy guapa y tenía las tetas de punta, los pezones se le adivinaban a través del jersey, pechos de adolescente todavía.
Inés arrastró a Pablo a su cuarto para enseñarle la carpeta en la que guardábamos sus trabajos del colegio. Ella me siguió hasta la cocina y se quedó en el umbral de la puerta, mirándome.
– Yo te admiro mucho, ¿sabes? -parecía tranquila y segura de sí misma.
– No, mira, por favor… -no iba a soportarlo, eso sí que no-. Soy una borde, ya lo sabes, y si hay algo que me ponga de mala leche son las sesiones de confidencias de mujer a mujer, así que te agradecería que me ahorraras las tuyas.
– No me refería a nada de eso -su voz todavía era firme-. He leído tu libro.
– Lo dudo -le contesté-. Yo no he escrito ningún libro.
– Claro que sí -insistió, parecía sorprendida-. Pablo me lo dejó, el libro de los epígrafes. Y me gustó mucho.
– Epigramas.
– ¿Qué? -daba la sensación de que no le importaba mucho nada.
– Epigramas, no epígrafes.
– Ah, bueno -emitió una risita-, es lo mismo.
– No -chillé-, no es lo mismo, por supuesto que no es lo mismo.
Calló y bajó los ojos. Ofrecía un blanco perfecto ahora.
– Ese libro no es mío -se me estaba desparramando todo el café, me iba a costar una fortuna aquella cafetera-. Yo solamente lo traduje, escribí las notas y un prólogo, nada más. El texto es de Marcial -me miró con extrañeza, Marco Valerio Marcial, un tío de Calatayud, y no te gustó ni mucho ni poco porque no lo has leído, y no tengo ganas de proseguir esta conversación, tú no me admiras solamente sientes curiosidad por mí, pero ese sentimiento no es recíproco, lo cierto es que me pareces una jovencita bastante vulgar, así que no tiene sentido seguir hablando, lárgate y déjame en paz de una puta vez.