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Yo jugaba con ventaja.

Ella tenía las tetas de punta, solamente.

Yo tenía treinta años, y estaba casada con él.

Me miró un momento, roja como un tomate, luego se dio la vuelta y desapareció.

Marcial. La época dorada de mi vida, aquel maravilloso trabajo, económicamente ruinoso, más de un año de pequeñas satisfacciones personales, estaba tan orgullosa de mí misma cuando por fin salió el libro, Pablo estaba tan orgulloso de mí…

Cerré la cafetera y la puse en el fuego. Es guapa, muy guapa, pensé, y muy joven, conserva el aire frágil de los adolescentes.

Medité un momento, tratando de recordar quién me había producido la misma impresión, no hacía mucho tiempo.

La cafetera pitaba. Apagué el fuego y salí corriendo. Cuando llegué a mi cuarto, era ya demasiado tarde.

Pablito seguía dormido, desnudo, espléndido y rotundamente empalmado, su sexo parecía el poste central de una carpa de circo.

Inés, sentada en el borde de la cama, lo señalaba con un dedo.

– Qué es eso, papá?

Pablo, acuclillado a su lado, le sonreía.

– Oh, eso…, es que echa de menos a mamá.

– ¿Es huerfanita, la pobre? -lo preguntó con un tono de sincera compasión.

– No, Inés -Pablo se rió-. No es huerfanito, echa de menos a mamá, a tu mamá, a Lulú, ¿comprendes?

– Tú no tienes de eso cuando duermo contigo, y también dices que echas de menos a mamá…

– se volvió hacia él, parecía intrigada.

– ¡Pero si es una chica, tonto! -se volvió regocijada, le encantaba pillarnos en un renuncio, a cual quiera de los dos-. Lleva coleta, como yo… -se tocó el pelo, me gustaba mirarla, se parecía mucho a mí, Pablo solía decírmelo, quiero tener una hija igual que tú, yo me tocaba la tripa y me reía, pero se salió con la suya al final, y tuvimos una hija igual que yo.

– No, Inés -hablaba en voz muy baja, con un tono muy sereno, sedante, el que usaba para explicar las cosas importantes, a ella le fascinaba aquella voz, y a mí también-. Eso no tiene nada que ver, yo también podría llevar coleta, si dejara de cortarme el pelo. Es un chico, mírale bien, tiene una bolita en la garganta…

– Elisa también tiene bolita y es una chica -Inés siempre había llamado Elisa a Ely, le quería mucho encontraba muy divertidos sus gestos, su acento, su forma de andar y, sobre todo, su nuez.

– Pero Elisa tiene tetas y éste no, mira -Pablo señaló el pecho liso de Pablito e Inés se quedó mirándolo, asintiendo con la cabeza, ése era un argumento definitivo para ella.

Yo me había preguntado muchas veces si aquella era la manera adecuada de educar a una niña, se lo pregunté a Pablo también, una noche que Ely es taba en casa, había venido a ver Cómo casarse con un millonario la daban por la tele. -¡Me pido ser Marilyn!- había anunciado, nada más pasar por la puerta, entonces llamó por teléfono un amigo francés, de los tiempos de Filadelfia, estaba en Madrid de paso, quería vernos, no encontrábamos canguro, y al final aceptamos el ofrecimiento de Ely, se quedó cuidándola, Inés acababa de cumplir dos años, entonces le pregunté a Pablo si aquélla era la manera adecuada de educar a una niña, y él me contestó que sí. -Es que yo soy mucho más viejo que él. le parecía mejor que educarla como me habían educado a mí para luego haber acabado dando con un tío como él, pero la estamos privando del placer de ser pervertida, objeté, él insistió, creo que es mejor en cualquier caso, sonreía.

– ¿Cómo se llama? -Inés creía ciegamente que su padre lo sabía todo, en mis conocimientos confiaba mucho menos.

– Pablo -ambos se volvieron para mirarme-. Se llama Pablo, igual que papá, y está muy cansado, así que vamos a dejarle dormir. Además -me dirigí a Inés-, Cristina te estaba buscando antes, me ha dicho que quería jugar contigo al escondite inglés…

– Pero si nunca le apetece… -balbuceó. No me extraña nada, pensé, era una auténtica tortura jugar al escondite inglés con Inés, no se cansaba nunca y hacía trampas todo el tiempo.

– Pues hoy lo está deseando -Pablo soltó una carcajada-, yo que tú aprovecharía la ocasión…

Se levantó y salió corriendo. El también se levantó, y salimos de la habitación.

– ¡Vaya, vaya! -su voz era cruel, otra vez-. ¿De dónde has sacado ese pedazo de carne?

Todas mis esperanzas se desvanecieron de golpe.

– Yo podría preguntarte lo mismo… -musité.

– ¿Cristina? -me miró sorprendido-. No, por Dios, en ella es mucho menos evidente, y tú lo sabes.

– Pero es muy joven, eso es lo que te gusta, ¿no?

– me miró con ojos duros, todavía más duros. Luego pareció tranquilizarse. Se preparaba para hacerme daño.

– Tiene diecisiete años, pero está creciendo muy deprisa.

– Todas crecemos -le dirigí una mirada de triunfo pero me dio miedo sostenerla. Los ojos le echaban chispas, las aletas de la nariz, de su nariz demasiado grande, palpitaban cada vez más deprisa, sus labios estaban tensos, conocía bien todos esos síntomas, iba a estallar en cólera de un momento a otro.

– ¡Tú no! -sus palabras hirieron mis oídos, sus dedos se me clavaron en los brazos, sus ojos fulminaron los míos, dejé caer los párpados, me encogí y me mantuve inmóvil, blanda como un muñeco de trapo, sabía que iba a zarandearme y permití que lo hiciera-. Tú no, Lulú, tú no has crecido nunca, ni crecerás en tu vida, maldita seas, tú no has dejado de jugar jamás, y sigues jugando ahora, juegas a ser adulta, solamente estás haciendo unos extraños deberes que te has impuesto a ti misma, no entiendo por qué, has dejado de ser una niña brillante para convertirte en una mujer vulgar, no comprendo por qué, no lo he comprendido todavía, te asustaste y te marchaste con la gente corriente, pero has fracasado porque no has entendido nada, tú no has crecido, Lulú, tú no, nosotros no éramos gente corriente, no lo somos, aunque tú ya lo hayas echado todo a perder…

– me soltó, yo no me atrevía a moverme, me tomó de la barbilla y me levantó la cara, pero no quise mirarle-. Nunca te lo perdonaré, nunca.

Se dio media vuelta y se alejó de mí, pero regresó, de repente. Yo me había apoyado en la pared. Le miré. Parecía derrotado.

– No pensaste mucho en mí, ¿verdad?

Entonces me di cuenta de que estaba borracho, a las doce y media de la mañana, borracho, controlaba muy bien pero a mí no me engañaba, a mí no, y me sentí mal, porque pensaba que ahora, con lo de la pelirroja y el simple paso del tiempo, lo habría dejado, prefería no acordarme de todo aquello, cuando me fui de casa, Marcelo me dejó de hablar una temporada, mi propio hermano, todos me señalaban con el dedo, Pablo no, él nunca lo hizo, pero bebía mucho, mucho, estaba todo el día borracho, entonces.

– No me queda mucho tiempo, ¿sabes? Me estoy haciendo viejo, me siento cada vez más ridículo, con todas estas niñatas, no tengo de qué hablar con ellas, y no me apetece enseñarles nada, ya, a ninguna… A veces pienso que estoy empezando a chochear, no me cuesta trabajo, eso sí, las consigo fácilmente, esa es una de las pocas cosas para las que sirve ser un poeta que no vende libros en estos tiempos, para ligar y para tomar copas gratis, ya sabes, pero estoy cansado muy cansado…

Esperé cualquier señal, cualquier indicio, para arrojarme a sus pies, pero no dijo nada más, me dio la espalda y se dirigió al cuarto de estar. Estoy perdiendo facultades, pensé. En ese momento Pablito salió por la puerta y me miró con sus habituales ojos de disculpa. Lo había oído todo.

– ¿Quieres tomar un café? -asintió con la cabeza.

El desayuno fue muy breve. El no volvió a despegar los labios. Cristina intentaba tan disimulada como infructuosamente ligar con mi invitado, que se la quitaba de encima con suma facilidad. Inés estaba muy pesada. Quería que todos jugáramos al escondite inglés, aseguraba que siendo muchos era más divertido.

Pablo ni siquiera se despidió de mí cuando se fueron.

– ¿Ese es tu marido? -Pablito se había arrellanado en un sillón, no mostraba intenciones de marcharse. Le contesté que sí-. Ah, pues está muy bueno, con esas canas, me gusta mucho, los hombres mayores tienen un morbo especial…