Me topé con Ely una vez, al principio.
A Gus, un camello amigo de Pablo, me lo encontraba por todas partes, mientras hacía la calle yo también, aunque en sentido inverso, solicitando en lugar de ofrecer, en busca de algo que llevarme a la cama. Llegué a sospechar que tanta coincidencia no podía ser casual, pero terminé por descartar esa hipótesis. Al fin y al cabo, contaba con indicios suficientes para suponer que algunos de mis mejores contactos podían hallarse también entre sus mejores clientes.
Luego, un buen día, Pablito me habló del chulo aquél, Remi.
A su lado, Jimmy parecía la madre superiora de las mercedarias con toca y todo, pero eso no impidió que llegáramos a entablar una larga y provechosa relación comercial. La primera vez me consiguió una pareja de tíos realmente buenos, muy guapos, muy caros también. Disfruté mucho con ellos. Después, uno, el más viejo, no mucho mayor que yo en cualquier caso, me interrogó cortésmente acerca de lo que él consideraba también una estrambótica pasión, qué sacas tú en claro de todo esto, dijo exactamente.
Yo me lo había preguntado ya muchas veces, y lo haría todavía muchas más, a lo largo de las oscuras, febriles noches que sucedieron a aquella primera noche, qué sacaba yo en claro de todo aquello, qué me daban ellos, más allá de la saciedad de la piel.
Seguridad.
El derecho a decir cómo, cuándo, dónde, cuánto y con quién.
Estar al otro lado de la calle, en la acera de los fuertes.
El espejismo de mi madurez.
Había otras vías, intuía muchas otras vías, caminos menos barrocos, menos intensos, menos agotadores, para acceder al mismo sitio, pero ninguno era tan cómodo para mí, porque yo no sabía exactamente hasta dónde quería llegar. Me había tropezado con ellos y me había dejado ir, pensaba, nada más, en cualquier momento podría volver sobre mis pasos, sin traumas y sin lamentaciones, era un pasatiempo inocente, sólo un pasatiempo inocente, y me sentía bien, tan mayor, tan superior, tan entera, mientras jugaba con ellos…
Tenía miedo, sin embargo, tenía cada vez más miedo, y no sólo por la cuestión del dinero, eso llegaría a convertirse en un problema serio, con el tiempo, cuando se agotó la cuenta de Inés, el dinero que Pablo ingresaba todos los meses en aquella cuenta, yo nunca le había pedido dinero, no quería más dinero que el estrictamente necesario para pagar a medias los gastos de la cría, pero él ingresaba de más, mucho más, de todas formas. Me resistí a gastármelo, al principio lo intenté, pero en aquellos tiempos mis buenos propósitos adolecían de una estructura excesivamente endeble, y lo tenía tan a mano… Al final, me lo gasté todo, me lo fundí muy deprisa, hasta la última peseta, entonces la pasta comenzó a ser un problema, aunque nunca sería el más grave de los problemas.
Tenía miedo, miedo de no ser capaz de reaccionar, de no saber detenerme a tiempo, a ratos me sentía inútil para determinar la frontera entre la fantasía y la realidad, amenazada por las sombras de un mundo sucio y ajeno al que jamás había creído poder pertenecer, pero que ahora estrechaba un cerco cruel, obsesivo, en torno a mí.
Debería haberlo hecho, me daba cuenta de que debería haberlo hecho, pero no podía renunciar a ellos, no podía, porque nada se les parecía, ningún deseo era comparable al que me inspiraban, ninguna carne era comparable a la que me ofrecían, ningún placer era comparable al que me proporcionaban, ellos eran lo único que tenía, ahora que había vuelto a vivir una vida trabajosa y monótona, hecha de días grises, todos iguales, ellos, un pasatiempo inocente, eran mi única posesión y mi única diversión al mismo tiempo.
La raya, una línea progresivamente nítida, concreta, perceptible, estaba cerca, muy cerca, y me daba miedo.
Pensaba mucho en Pablo entonces, porque con él siempre había sido todo muy fácil.
Les brillaban los ojos y se reían por cualquier cosa, estaban tan guapos los dos, y parecían tan jóvenes, que les reconocí como los mismos de veinte años antes, aquella mañana de primavera, El Retiro, habíamos ido con las monjas a ver la Casa de Fieras, excursión, lo llamaban, cuatro paradas de autobús y lo llamaban excursión, pero era una auténtica fiesta en día lectivo, las jaulas apestaban, las fieras no eran tales, apenas pobres bestias degradadas y flacas, la piel deslustrada, llena de mataduras, las moscas revoloteaban alrededor de sus cansadas cabezas, el elefante era ya como de la familia, toda la vida mirándole, dándole unas pocas pesetas a su cuidador para que lo malalimentara con los mismos trozos de pan duro, los mismos cacahuetes, lo sentí mucho cuando murió por fin el pobre, de viejo, como murió aquel desastre de zoológico que llevaba toda la vida cayéndose a cachos, era bonito de todas formas, aunque apestaba, y muy pequeño, tanto que terminamos demasiado pronto, lo vimos todo en tres cuartos de hora, y entonces nos soltaron, ellos estaban sentados en un banco, al sol, junto al estanque, los dos, qué envidia me dieron, deberían haber estado en clase aquella mañana, pero en la universidad las pellas no eran ni siquiera pellas, cómo me hubiera gustado ser como ellos, entonces me desmarqué del grupo, se lo avisé a Chelo, me voy con mi hermano, Pablo llevaba un libro, se subió al banco, Marcelo me mandó un beso, y me hizo una señal con la mano, no quería que me acercara más, me senté en el suelo, a mirarles, Pablo carraspeó, enunció con voz fuerte y clara Les fleurs du mal; y comenzó a declamar, a bramar en francés, describiendo grandes círculos con el brazo libre, se encogía y se estiraba, ocultaba de tanto en tanto la cara contra su hombro, presa de una dolorosa emoción, y me increpaba patéticamente, a mí, su exclusiva espectadora, luego se fue formando un corrillo, ocho o diez personas, algunos estaban desconcertados, otros se reían, yo imitaba a estos últimos por quedar bien, aunque no me estaba enterando absolutamente de nada, Marcelo, vuelto hacia Pablo, le miraba con admiración parecía acusar cadA palabra, su rostro reflejaba sucesivamente pesar, alegría, pánico, tristeza, inseguridad, miedo, desesperación…, al principio pensé que se habían vuelto locos, luego, cuando empezaron a revolverse, incapaces de aguantarse la risa, ya no supe qué pensar, sus convulsiones eran cada vez más violentas, al final Pablo terminó de hablar bruscamente y saludó al personal haciendo una reverencia, Marcelo se subió entonces al banco con él, le señaló con el dedo y gritó -¡ Camaradas, esto es el socialismo! estallaron los aplausos, largos aplausos, no sé hasta qué punto conscientes, a lo lejos percibía la voz de mi tutora, cada vez más nerviosa -¡ María Luisa Ruiz Poveda y García de la Casa, venga usted aquí!-, no le hice caso, desobedecí, me limité a chillar en su dirección -Me voy a casa con mi hermano mayor, y ellos me dieron la mano, un municipal merodeaba por allí, empezamos a caminar discretamente, atravesamos la verja sin ningún contratiempo, y me llevaron a tomar el aperitivo en una terraza, Coca-cola y gambas a la plancha, todo un lujo, en aquel momento decidí mutilar yo también mis apellidos por su parte más noble, desde entonces soy Ruiz García, Ruiz García a secas, Marcelo firmaba así desde hacía años, solamente por joder, y lo conseguía, eso desde luego, a mi padre se lo llevaban los demonios cada vez que cogía el teléfono o sacaba una carta del buzón, él estaba muy orgulloso de la aristocrática eufonía de los apellidos de sus vástagos, de la casual coincidencia que barnizaba de nobleza esos dos linajes perfectamente plebeyos, hacía mucho hincapié en el "y" que los unía, trataba de fomentar la confusión por todos los medios posibles, incluida la imposición en la pila bautismal de diversos nombres propios, cuidadosamente elegidos, a cada uno de sus hijos, por si colaba, yo tenía cuatro, y de los más con seguidos, María Luisa Aurora Eugenia Ruiz-Poveda y García de la Casa, pero soy solamente Lulú Ruiz García desde aquel día, cuando me los encontré en El Retiro, en París lanzaban adoquines contra la policía, ellos se conformaban con declamar a Baudelaire en un parque público, pero eran jóvenes y guapos, les brillaban los ojos y se reían por cualquier cosa.
– ¿Qué te pasa? -la voz de Marcelo me sonó muy lejana, pero cuando volví la cabeza casi tropecé con él-. ¿No estás bien todavía?