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Esto era lo único que faltaba, pensé, lo demás ya se ha cumplido, con pequeñas variaciones de índole fundamentalmente económica, es cierto, desde luego el dinero tiene una vertiente lujuriosa evidente y no habíamos andado muy bien de dinero al principio, hasta que se murió mi suegro y comenzamos a disfrutar de los beneficios de la imprenta, sólido negocio familiar, pero eso nunca había sido demasiado importante, me había sentido suficientemente querida, suficientemente mimada y malcriada, a lo largo de todos aquellos años.

Nunca habíamos tenido criados, ni muchos ni pocos, sólo una asistenta doblemente madre soltera de un pueblo de Guadalajara, muy borde la pobre y bastante fea, claro que ya tenía lo suyo con lo que llevaba a cuestas, pero todo lo demás se había cumplido, antes o después.

Al principio no me acostumbraba, iba colocando trampas por toda la casa, un paquete de tabaco aquí, un libro allí, cuando me levantaba por la mañana estaban en el mismo sitio, parecía magia, abrir la puerta del congelador y descubrir que siempre había hielo, y cervezas frías, no se las había bebido nadie comprarme un vestido, dejarlo dos semanas en un armario, ir a ponérmelo y tener que quitarle las etiquetas, después de dos semanas todavía tenía etiquetas, era increible, y tener un cuarto para mí sola, eso sobre todo, anunciar -me voy a estudiar-, y encerrarme en mi cuarto, una habitación entera para mí sola, Dios de mi vida, ésa era la más intensa de las bienaventuranzas, no me lo podía creer, tardé bastante tiempo en acostumbrarme.

La intimidad, sensación tan novedosa, me abrumaba al principio.

A Pablo le divertía mucho mi actitud de perpetua sorpresa, y la fomentaba con regalos inequívoca mente individuales, cosas maravillosas para mí sola plumas estilográficas, peines, una caja de música con cerradura, un diccionario griego-esperanto, un tampón de goma con mi nombre completo grabado en espiral, unas gafas con cristales neutros, eso fue lo que me hizo más ilusión, nunca las he necesitado Pero me apetecía tanto tener unas gafas… El no comprendía muy bien los mecanismos de mi felicidad. Solamente tenía una hermana, y sus padres siempre habían sido ricos, mucho más ricos que los míos. Nunca había heredado nada de nadie, siempre había dormido solo. Siempre había creído, él también, que los hijos de familia numerosa se reían mucho y disfrutaban de una infancia especialmente feliz.

Yo tenía cinco años, solamente cinco años, cuando dejé de existir.

A los cinco años dejé de ser Lulú y me convertí en Marisa, nombre de niña mayor.

Mamá llegó a casa con los mellizos y todo se acabó.

Me acostumbré a vagar por la casa yo sola, con un cesto lleno de cacharritos, y a que nadie quisiera jugar conmigo, a que nadie me cogiera en brazos, ni tuviera tiempo para llevarme al parque, ni al cine

los mellizos dan mucho trabajo, repetían.

Fue entonces cuando Marcelo se fijó en mí.

Siempre ha sentido debilidad por las causas perdidas, y yo nunca podré agradecérselo bastante nunca.

Su amor, un amor gratuito e incondicional, fue el único apoyo con el que conté durante mi atípica edad adulta, solamente le tuve a él, entre los cinco y los veinte años, aquella horrible vida gris, hasta que Pablo regresó y su magnanimidad me devolvió a los placeres perdidos, a aquella infancia que me había sido tan brusca e injustamente arrebatada.

Él jamás me decepcionó.

Nunca me ha decepcionado, pensé, esto es lo único que faltaba, todo lo demás se ha cumplido…

Y entonces volvieron.

No sabía cuántos, ni quiénes eran, porque debían de andar descalzos y, además, el sonido de una tijera, la tijera que uno de ellos abría y cerraba rápidamente, tris, tris, tris, ahogaba todos los demás ruidos, anulando mi única vía posible de conocimiento.

Sentí que alguien se dejaba caer sobre la cama, a mi lado, y me colocaba un cigarrillo en la boca.

– ¿Quieres fumar? -era Pablo-. Luego no vas a poder…

Atrapé el filtro entre los labios y disfruté ansiosamente de la merced que se me concedía. Cuando había consumido casi todo el tabaco, el pitillo me fue retirado de la boca y, acto seguido, noté una extraña presión debajo de la oreja izquierda.

Lo que yo percibía como una bola lisa y de contornos regulares, seguramente de plástico, a juzgar por las infructuosas tentativas de mi lengua, para la que fue imposible percibir sabor alguno, me taponó completamente la boca. Unos dedos rozaron mi oreja derecha para colocar algo debajo de ella. La bola se encajó entonces entre mis labios, y sobre cada una de mis mejillas se tensaron dos hilos, o cuerdas, que convergían en el centro.

Incluso a ciegas, no me resultó difícil adivinar la estructura de mi mordaza.

La esfera de plástico rojo que antes había visto un segundo sobre la mano de Pablo debía de estar perforada en el centro. A través de ella pasaba una goma doble, seguramente una goma forrada, como las que se usan para recogerse el pelo, porque no me pellizcaba la piel, cuyos extremos se deslizaban debajo de las orejas para mantenerla tensa contra la boca. Se trataba de un artilugio conceptualmente muy sencillo, pero efectivo. Me impedía emitir cualquier sonido.

Inmediatamente después, retorné a escuchar la tijera que se abría y se cerraba, a mi lado. En la otra punta de la cama, alguien me descalzó y acarició los dedos de mis pies, produciéndome unas cosquillas insoportables. Entonces percibí el contacto de algo desagradablemente frío debajo de la manga de mi blusa, junto a la axila. Tris, tris, tris, la tijera rasgó a la vez la tela y la hombrera del sujetador. Luego, Pablo, suponía que era él porque la presión contra mi costado se había mantenido invariable todo el tiempo, se inclinó encima de mí y repitió la operación en el otro lado. Después, la tijera se escurrió entre mis pechos y cortó limpiamente el sujetador por el centro.

Aquello terminó de convencerme de que era Pablo, porque le encantaba romperme la ropa, algunas veces había llegado incluso a cabrearme en serio con él porque ciertas cosas no me duraban ni dos horas, blusas y camisetas sobre todo, las elegía cuidadosamente, me tiraba un montón de tiempo en la tienda, dudando, estudiándome delante del espejo, y luego ni siquiera llegaba a salir a la calle con ellas, mi consumo de bragas alcanzaba cotas escandalosas algunos meses -esto es una ruina, me quejaba yo -no te haces ni idea de la pasta que nos cuesta esta manía tuya-, él se reía -no las lleves-, me contestaba -por lo menos en casa, no las necesitas para nada-, y acabé haciéndole caso, como siempre, iba desnuda debajo de la falda porque casi nunca llevaba pantalones, a él no le gustaban, pero no llegué a acostumbrarme del todo, y cuando aparecía alguna visita, como aquella noche, me iba al baño corriendo tenía mudas de ropa interior estratégicamente situadas por toda la casa, aunque casi siempre andaba medio desnuda, eso también se había cumplido, y ahora, cuando cualquiera hubiera optado por reducir el destrozo al mínimo desabrochando el sujetador por detrás, él lo desarboló de un tijeretazo y me despojó de todo en un par de segundos.

Entonces se desplazó ligeramente hacia delante.

Mis pies fueron abandonados.

Nadie hablaba, nadie generaba ruidos que yo pudiera ser capaz de identificar, no sabía cuántos, ni quiénes eran, pero intuía que mi hermano estaba entre ellos y no me gustaba esa idea. Nunca había sabido hasta qué punto conocía Marcelo los detalles de mi historia con Pablo y prefería que todo siguiera igual, pero aquella noche presentía que él también estaba allí, mirándome.

La enorme hebilla plateada de mi cinturón, un cinturón negro de ante, tan ancho que cubría buena parte de mi estómago, fue desabrochada de forma convencional.

La tijera se deslizó entonces sobre mi ombligo, debajo de la falda, y prosiguió hacia abajo, tris, tris, tris, hasta seccionar completamente la tela por el centro. Alguien situado a mis pies tiró entonces de ella y noté cómo se escurría rápidamente por debajo de mis riñones.

Pensé que terminaría el trabajo con las manos, como era su costumbre, pero utilizó también la tijera. Luego, volvieron a abrocharme el cinturón.

Entonces me quedé sola en la cama otra vez. Durante unos segundos no pasó nada. Yo trataba de imaginar el aspecto que tendría, atada a los barrotes del cabecero y de los pies, las piernas completamente abiertas, los ojos vendados con un pañuelo negro, la boca taponada por aquel artilugio de efectos progresivamente dolorosos, cuyas gomas se me clavaban en las mejillas y me hacían arder las orejas, y me sentía muy incómoda, y más que avergonzada por mi estúpida credulidad.