Luego se inclinó hacia mí y me besó levemente en los labios, el signo que reservaba para las ocasiones importantes.
Cerré nuevamente los ojos.
Pablo se ocupó entonces de mí, siempre lo hacía.
Me metió en la cama, me tapó, me besó, cogió a Marcelo y salieron de la habitación, se quedó con él hasta que se marchó, le llevó un vaso de agua a Inés, que se había despertado, volvió junto a mí, me abrazó, me meció, me consoló, y me hizo compañía hasta que me quedé dormida.
Pablo tenía muy clara la frontera entre la luz y las sombras, y jamás mezclaba una cosa con la otra, solamente una dosis de cada cosa, la serena placidez de nuestra vida cotidiana.
Con él era muy fácil atravesar la raya y regresar sana y salva al otro lado, caminar por la cuerda floja era fácil, mientras él estaba allí, sosteniéndome.
Luego, lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos.
Él se encargaba de todo lo demás.
Su voz era la que menos me apetecía escuchar en aquel momento. Sentí la tentación de colgar sin contestarle, pero luego recordé que había tenido muy pocos regalos aquel año.
– Marisa?
– Sí, soy yo.
– Hola, soy Remi.
– Ya te había conocido.
– Te llamé varias veces la semana pasada, pero nunca estabas en casa…
– Sí, el lunes fue mi cumpleaños, y he salido bastante estos días.
– Felicidades. ¿Cuántos te han caído?
Veintiocho… -mentí, pero me dio vergüenza, así que rectifiqué-… más tres, treinta y uno.
– Vaya, es una buena edad.
– Sí -él debía de tener cuarenta y cinco, por lo menos-, eso dicen.
– Bueno, yo te llamaba por un tema…
– Lo siento, tío, en serio, prefiero avisarte antes de que sigas, pero es inútil, estoy sin un duro, no me puedo permitir ningún lujo últimamente.
– No, no va por ahí…
– ¿No? -su última frase me desconcertó. Nuestra relación se había limitado exclusivamente desde el principio a un solo aspecto, uno solo, muy bien definido.
– No. Esta vez no te llamo por lo de siempre, o sí, en realidad es algo parecido, pero no te va a costar ni una pela, tranquila…
– No te comprendo.
– Verás, es que tengo un cliente… especial, un tío de Alicante que se ha montado vendiendo apartamentos a jubilados alemanes y belgas, ya sabes…
– Sí.
– Bueno, el caso es que el tío éste viene de vez en cuando en invierno a Madrid, a correrse una juerga, ¿entiendes?
– Entiendo.
– Oye, si te vas a cabrear conmigo, lo dejamos, ¿eh?
– No, no estoy cabreada contigo -me di cuenta de que mi última respuesta había sido demasiado brusca-. Sigue.
– Vale. El caso es que éste hace a todo, ¿sabes?, y bueno, me ha pedido que le organice una fiestecita, y quiere que haya alguna tía también, y he pensado que a ti a lo mejor te apetece venir, a los demás ya les conoces, Manolo, Jesús y algunos más, en fin, piénsatelo, sería pasado mañana…
– En la Encarna?
– Bueno, si tú quieres puede ser allí, en la Encarna, a partir de la una y media…
– ¿Tan tarde?
– Sí, él tiene algo que hacer antes, una cena con los compañeros de la mili o no sé qué, no me lo ha explicado bien, y luego quedamos…
– No, mira Remi, de verdad, paso.
– Pero ¡si tú no tendrías que hacértelo con él! Tú no, él sólo quiere mirar, si se trae un niño, y una puta y todo…
– No me lo creo.
– Te juro que es verdad. ¿Para qué te iba a mentir? No me interesa llevarme mal contigo, tía, ya lo sabes.
– Da igual. No quiero, no voy a ir.
– Pues allá tú, si es verdad que andas mal de dinero, porque te podrías sacar una pasta…
A la hora de comer, estaba casi decidida a ir, aunque aquella tarde le había colgado el teléfono sin más apenas mencionó la cuestión del dinero.
Al principio me sentí fatal, me quedé horrorizada, completamente horrorizada de mí misma, me preguntaba qué clase de aspecto ofrecería para que Remi se hubiera atrevido a venirme con aquella proposición, me sentía mal, muy mal, fatal, pero él insistió, volvió a llamar un par de horas más tarde, y me atacó por mi punto más débil, qué más te da, ¿no es lo mismo estar en un lado que en otro? Yo le había comentado alguna vez que al principio me parecía más vergonzoso pagar que cobrar por acostarme con un hombre, él me lo recordó y, lo que fue peor, adoptó el tono sincero y desinteresado de un hermano mayor para recriminarme por mi falta de coherencia, lo que hubiera definido, de haber sabido hacerlo, como simples prejuicios infantiles, pura ingenuidad, él lo decía de otra manera, si estás metida en esto, estás metida hasta el final, sácale algún provecho, tonta, qué más te da, has hecho lo mismo un montón de veces, por qué va a ser distinto ahora…
A la hora de comer, estaba casi decidida a ir.
La raya me tentaba, su proximidad ejercía una atracción casi irresistible sobre mí, la llamada del abismo, precipitarme en el vacío y caer, caer a lo largo de decenas, centenares, millares de metros, caer hasta estrellarme contra el fondo, y no tener que volver a pensar en toda la eternidad.
Luego, en casa, al salir de la ducha, me miré detenidamente en el espejo y me di cuenta de que estaba empezando a engordar.
Me envolví en un albornoz, para no verme.
Las dudas brotaron después, a media tarde, mientras me preguntaba cómo debería vestirme para acudir a mi extraña cita, qué tipo de ropa escoger, algo negro, corto, estrecho, escotado, o un vestido normal, de mujer corriente.
Le agradecía infinitamente a mi destino que Patricia se hubiera ofrecido a ir a buscar a Inés al colegio, antes de llevársela a dormir a casa de mis padres.
No me hubiera gustado verla.
Dudaba.
El balance era nefasto.
El no había querido escucharme, yo intentaba explicárselo, hablé, hablé sola frente a él durante horas, pero mis palabras se estrellaban contra sus oídos como las pelotas de tenis rebotan sobre un frontón.
No había querido escucharme, se había aferrado a la más reciente de mis convulsiones, no quiso ver más allá, se negó a escucharme, se negó a entender,
lo siento, dijo, lo siento mucho, la idea fue mía, exclusivamente mía, llevaba años rondándome por la cabeza, al fin y al cabo Marcelo es mi mejor amigo, él no tuvo nada que ver, aunque no me costó demasiado trabajo convencerle, los dos pensábamos que no tenía importancia, al fin y al cabo ya no tenéis edad para dejaros arrebatar por una pasión fatal, pero no contábamos con que pudiera llegar a afectarte tanto, te aseguro que de haberlo imaginado habría sabido renunciar a tiempo, te juro que lo siento.
Yo intentaba explicárselo, lo intenté, hablé sola, sola durante horas, el incesto no había entrado nunca en mis planes, desde luego, nunca pensé tampoco que Marcelo pudiera reaccionar de una manera tan natural después de una cosa así, porque ninguno de los dos volvió mínimamente sobre el tema, ni juntos ni por separado, aquí no ha pasado nada, lo leía en sus rostros, en sus gestos, en la imperturbable naturalidad de todas sus acciones, aquí no ha pasado nada, y habían pasado cosas, muchas cosas, pero no era eso, no era sólo eso.
Ya entonces había comenzado a cuestionarme la calidad de las lecciones teóricas, de todas las lecciones teóricas, empezando por la primera, y me atormentaba la sospecha de que el amor y el sexo no podían coexistir como dos cosas completamente distintas, me convencí a mí misma de que el amor tenía que ser otra cosa.
La mitad de mi vida, ni más ni menos que la mitad de mi vida, había girado exclusivamente en torno a Pablo.
Nunca había amado a nadie más.
Eso me asustaba. Mi limitación me asustaba.
Me sentía como si todos mis movimientos, desde que saltaba de la cama cada mañana hasta que me zambullía en ella nuevamente por la noche, hubieran sido previamente concebidos por él.
Eso me abrumaba. Su seguridad me abrumaba.
Entonces me convencí de que jamás crecería mientras siguiera a su lado, y cumpliría treinta y cinco, y luego cuarenta, y luego cuarenta y cinco, y luego cincuenta, cincuenta y cinco, y hasta sesenta y seis, la edad de mi madre, y no habría llegado a crecer nunca, sería una niña eternamente, pero no una hermosa niña de doce años, como cuando vivíamos en aquella casa falsa, enorme y vacía, en la que no transcurría el tiempo, sino un pobre monstruo de sesenta y seis años, sumido en la maldición de una infancia infinita.