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A su diestra, un adolescente de belleza pueblerina, mofletes sonrosados, quince años, dieciséis todo lo más, se acariciaba constantemente la ropa. De uno de los codos de su americana, cachemira de diseño italiano con enormes hombreras, colgaba todavía el enganche de plástico de una etiqueta.

A su siniestra, una jovencita de mejillas macilentas, el brazo izquierdo surcado por un rosario de pequeños puntos sanguinolentos, no había tenido tanta suerte.

Había también un hombre muy alto, inmenso, con pinta de culturista, al que no conocía.

Y una mujer de unos treinta y cinco años, alta, robusta pero de carnes duras, guapa a pesar del maquillaje de bruja, pestañas postizas, enormes rabillos, labios granates y los pezones perforados por dos anillas plateadas.

Ella fue quien más se alegró de verme.

Me señaló con un dedo, primero. Luego arqueó las cejas, frunció los labios y me dedicó una sonrisa pavorosa.

Alguien me lo había contado, hacía muchos años, y me había parecido un chiste muy malo, solamente duelen las treinta primeras hostias, pero es verdad, la pura verdad, solamente duelen las veinte, las treinta primeras hostias, luego ya todo da lo mismo.

Y sin embargo, al principio me lo pasé bien, muy bien, la verdad es que confiaba en que se tratara de una cuestión de puro fetichismo, cuero, hierros, argollas y punto, a juzgar por sus comentarios iniciales el de Alicante era un individuo muy simple, demasiado simple para que todo aquello fuera mucho más allá. Por eso permanecí tranquila cuando el inmenso desconocido fijó el extremo de la cadena en el aro posterior de mi collar, ensartando uno de los eslabones en un grueso clavo que introdujo previamente a martillazos en la pared.

Pobre Encarna, pensé, te están jodiendo la casa.

Estaba tranquila todavía, y muy excitada por la densa atmósfera que invadía la habitación, el deseo sólido, espeso, que distorsionaba los rostros de algunos de los presentes, sólo dos ojos ávidos, enormes.

El culturista asumió el papel de maestro de ceremonias.

Agarró a Jesús por un brazo, le condujo al centro de la habitación y le tiró al suelo.

Juan Ramón se acercó lentamente, y le puso un pie encima de la nuca para impedir que se levantara, una pura concesión a la ortodoxia iconográfica, pensé, porque la víctima no mostraba signo alguno de disconformidad con su situación.

Mientras tanto, con la misma forzada parsimonia que caracteriza los últimos contoneos de una bailarina de strip-tease, aquella bestia hizo desaparecer buena parte de su brazo derecho dentro de un largo guante de cuero rígido, adornado con pequeños remaches puntiagudos, que le llegaba hasta el codo.

Luego, sonriendo para sí, cerró el puño y lo miró largo rato, como si necesitara concentrarse para apreciar la potencia de aquella bola erizada de puntas metálicas cuyo aspecto recordaba el de una terrible arma medieval, antes de dirigirse hacia Jesús, que, sumido en el suelo, se había perdido el último acto.

Me descubrí a mí misma sonriendo, los dientes clavados en mi labio inferior, y me asusté, modifiqué inmediatamente la expresión de mi rostro, procuré adoptar un aire distante, neutro, como si todo aquello no fuera conmigo, pero no pude mantener esa apariencia de imperturbabilidad por mucho tiempo.

Lo hizo.

Nunca hubiera creído que fuera posible, que un cuerpo tan pequeño pudiera albergar una maza semejante, pero lo hizo, su antebrazo desapareció casi por completo dentro del menudo atleta, que chillaba y se retorcía, incapaz de levantarse bajo la presión del pie que ahora ya le aplastaba la nuca, lo hizo y, no contento con eso, comenzó a mover el brazo dentro de su envoltorio, recibiendo con una sonrisa los alaridos de dolor que arrancaba en cada recorrido.

Lo hizo, pero él no era el único que parecía disfrutar con el espectáculo.

Lester se acercó a su novio, se apoyó lánguidamente contra él y empezó a acariciarle por detrás con la mano derecha, mientras con la izquierda liberaba hábilmente el sexo deseado, lo encerraba en su puño y comenzaba a agitar ambas cosas, acariciando la húmeda punta con la yema del pulgar. Pronto fue correspondido. Sin disminuir ni un ápice la presión del pie con el que mantenía a Jesús pegado al suelo, el otro consiguió desabrochar con la mano izquierda la hilera de corchetes que atravesaba los pantalones de cuero de mi favorito y, tras acariciar ligeramente su carne, deliciosamente dura, le hundió el dedo índice en el culo, toma, le dijo, Lester suspiró y puso cara de bobito, qué encantador, pensé, mientras advertí que mi sexo se licuaba, mi ser se escurría irremisiblemente entre mis muslos, nunca había podido resistir aquella visión, nunca.

El flamante adolescente de la ropa nueva también parecía muy excitado. Inclinado hacia delante, la boca entreabierta, jadeando ruidosamente, no se perdía un detalle. Su propietario se había puesto cachondo, también, le besaba, le metía mano, le obligaba a hacer lo propio con él, y le hablaba con voz entrecortada, todo esto te lo voy a hacer, punto por punto, cuando volvamos a Alcoy, me vuelves loco, pero te encerraré en el sótano y ya no volverás a ver la calle, ni a tu madre, ni a tus hermanos, solamente me verás a mí, cuando baje a darte de latigazos, mearé encima de tus heridas, no te volveré a dar por el culo, nunca, encontraré otros más guapos y más jóvenes que tú y les llevaré a casa, me los tiraré delante de tus narices, nunca más follarás conmigo, nunca más follarás con nadie, usaré una barra de hierro para eso, te desgarraré con ella, te la dejaré dentro toda la noche, y te obligaré a que se la chupes a mi perro, eso será lo primero que hagas cuando te despiertes cada mañana, ya verás, no te servirá de nada llorar, ni suplicar, te arrastrarás de rodillas para pedirme que te dé de comer, y dejaré que te mueras de hambre, te mataré, te destrozaré con un guante peor que ése de ahí, porque me vuelves loco, loco, todo esto te lo voy a hacer, cuando volvamos a Alcoy…

La mujer de los pezones perforados, encaramada en una butaca, las piernas atravesadas sobre los brazos del mueble, los pies colgando en el aire, se masturbaba con un consolador metálico, negro, con la punta dorada. Me miró, sonrió, luego miró a la yonqui le hizo una señal con la mano, acércate, la otra no se dio por enterada, entonces habló, acércate, le dijo, y por fin lo consiguió, la jovencita del brazo herido se levantó y fue hacia ella, la voz de aquella mujer acaparó toda la atención por un instante, luego extrajo su juguete de entre los muslos y apuntó con él a la boca de aquella torpe prostituta asustada, que mantuvo los labios firmemente cerrados incluso cuando el duro extremo mojado se posó sobre ellos, no debe llevar mucho tiempo en esto, pensé, y me compadecí de ella, porque no sabía calcular, la bruja la agarró entonces del pelo, la levantó en vilo, el puño cerrado sobre la melena castaña, ella chilló, dejó escapar un grito sobrecogedor, y mantuvo la boca abierta, el consolador se perdió entre sus dientes, luego, manteniéndola bien sujeta, la mujer de los pezones perforados atrajo violentamente su cabeza hacia sí misma, y dejé de verle la cara, solamente escuchaba los ahogados ruidos que producía su lengua en contacto con el sexo desnudo de la otra mujer, que, abriéndose con una mano, usando la otra para guiar el instrumento del que obtenía a todas luces un placer cada vez más intenso, se retorcía en su asiento, emitiendo débiles gritos que la acercaban, momentáneamente, a la condición de los seres humanos.

El gigante se cansó de penetrar a Jesús con su brazo enguantado y lo extrajo finalmente de su cuerpo, empapado en sangre. Luego se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, justo delante de la cabeza de su víctima, quien, libre por fin de toda presión, no se movió, no podía moverse, se agitaba trabajosamente sobre el suelo, dejando escapar gemidos agónicos, pero la misma mano que antes le había penetrado, desnuda ahora, se posó sobre su cabeza, revolviéndole el pelo, y, como si respondiera a un signo convenido previamente, el pequeño maltratado logró entonces incorporarse a medias, echó los brazos en torno al cuello de su torturador, le miró con ojos húmedos, tiernos, y le besó largamente en la boca para, después, en silencio, dirigir los labios hacia la gruesa verga de su verdugo, y comenzar a lamerla concienzudamente con la punta de la lengua antes de hacerla desaparecer dentro de su boca, sin insinuar siquiera un reproche, y parecía feliz, comprendí que era feliz, a pesar del pequeño torrente rojo que descendía lentamente por sus muslos.