Primer sobresalto gozoso. Había dejado a la derecha el camino más corto. Avanzábamos en línea recta.
Unos minutos más tarde volví a mirar de reojo para asegurarme de que habíamos llegado a Colón. Certeza. No íbamos a mi casa. Sorpresa. Tampoco íbamos a la suya.
¿Adónde me llevaba? Agua. Dejamos atrás a la vieja señora y seguimos adelante. Aquello empezaba a parecerse al chiste del paleto que solamente sabía conducir en línea recta.
Todavía pasaríamos junto a otra fuente, agua, pero aquella sería la última.
Doblamos hacia la izquierda, torcimos un par de veces y el morro del coche, ¡alehop!, pegó un bote. Aquella vez casi me la trago de verdad.
El motor se detuvo, pero no me atreví a imitarle. Pablo me cogió de la barbilla, me sostuvo mientras me enderezaba, me abrazó y me besó.
Cuando nos separamos, se echó un momento hacia atrás y me miró. No dijo nada, interpreté que trataba de adivinar si tenía miedo.
– Esta no es mi casa -intentaba parecer ingeniosa.
– No -rió-, pero tú ya has estado aquí.
Cuando salimos a la calle, vi que había atravesado el coche en diagonal encima del bordillo. Siempre ha sido muy fino para eso.
La casa, un edificio gris y oscuro, con un siglo a sus espaldas más o menos, no me decía nada. El portal, un hermoso portal modernista, culminaba en una enorme puerta doble de madera, con vidrieras emplomadas de cristal de colores. El pomo de la puerta, un gran pomo dorado que terminaba en una cabeza de delfín, sí me resultaba vagamente familiar.
Él caminaba delante de mí. Se detuvo ante una puerta con una placa dorada en el centro y entonces recordé.
Entrábamos en el taller de su madre, el atelier como solía llamarlo ella, una modista de cierta fama, que diseñaba ya cuatro o cinco colecciones al año, y repetía como un lorito lo de la tensión de la creación, la responsabilidad social del creador y el impacto del "pret-a-porter" en los modos de vida urbanos contemporáneos, una auténtica imbécil. Mi madre había sido clienta suya hacía años, antes de que se subiera a la parra. Yo la acompañaba a veces a las pruebas, y me sentaba en un enorme sillón con una pila de gruesas revistas francesas, espléndidas modelos con pendientes enormes y aparatosos sombreros, me encantaba mirarlas.
Él caminaba delante de mí. Al pasar junto a uno de los sofás del pasillo cogió con la punta de los dedos, sin detenerse, dos grandes cojines cuadrados. Al final se abría una gran puerta doble, la sala de pruebas. Encendió la luz, tiró los cojines en el suelo, me hizo un gesto vago con_ la mano para indicarme que entrara, y desapareció.
El sillón seguía allí, en el mismo sitio, habría jurado que era el mismo, con otra tapicería.
– Lulú…
No recordaba los espejos, sin embargo, las paredes estaban forradas de ellos, espejos que se miraban en otros espejos que a la vez reflejaban otros espejos y en el centro de todos ellos estaba yo, yo con mi espantoso jersey marrón y la falda tableada, yo de frente, yo de espaldas, de perfil, de escorzo…
– ¡Lulú! -ahora chillaba, desde no sé dónde.
– Qué…
– ¿Quieres una copa?
– No, gracias.
…yo, un corderito blanco con un lazo rosa anudado alrededor del cuello, como la etiqueta del detergente que anunciaban, todavía lo anuncian, en televisión.
Pablo volvió con un vaso en la mano y se sentó en el sillón, a mirarme.
Yo estaba colorada pero no se me notaba, nunca se me nota, soy demasiado morena, y seguía allí plantada en medio de la sala, no me había movido porque no sabía qué tenía que hacer, adónde tenía que ir.
– Desde luego, en mi vida he visto unos zapatos tan horribles.
No bajé la vista porque me los sabía de memoria y desde luego eran horribles.
– ¿No os dejan llevar tacones en el colegio?
No, evidentemente no, menuda tontería, no podías llevar zapatos de tacón en un colegio de monjas, ni siquiera en sexto, aunque te dejaran salir a fumar en los recreos.
– No, no nos dejan -le respondí, de todas formas.
– Quítatelos -sus palabras sonaban como si fueran órdenes, eso me gustó, y me descalcé-. Ven aquí
– se dio una palmada sobre el muslo.
Me acerqué y me senté encima de él, encajando mis piernas entre su cuerpo y los brazos del sillón.
Antes, instintivamente, nunca he llegado a saber por qué, ni tampoco importa, me levanté hacia atrás la falda, que quedó colgando sobre sus rodillas, mientras la parte posterior de mis muslos rozaba directamente la tela de sus pantalones.
Aquel gesto le sorprendió mucho:
– Dónde has aprendido eso? -su cara reflejaba nuevamente una especie de asombro complacido.
– ¿El qué? -no entendía, no era consciente de haber hecho nada en especial.
– A levantarte la falda antes de sentarte en las rodillas de un tío. No es un gesto natural.
Posiblemente tenía razón, no era un gesto natural, pero no sabía de qué me estaba hablando.
– No sé, no te entiendo.
– Da igual -daba igual. Estaba contento. Sonreía. Me besó en los labios suavemente-. Quítate el jersey y ahora pórtate bien, no hables, no te rías. Voy a llamar por teléfono.
Me saqué primero la manga izquierda, luego me lo pasé por el cuello; cuando estaba terminando con el brazo derecho me quedé helada.
– Marcelo? Hola, soy yo -al otro lado debía de estar mi hermano, no hay muchos Marcelos por ahí-. Nada, muy bien…
Me arrancó el jersey de las manos, se encajó el teléfono entre la barbilla y el cuello y empezó a desabrocharme la blusa, apenas dos botones cojos, yo no me movía, no respiraba siquiera, estaba paralizada, completamente bloqueada.
– No, no ha estado mal, en serio, al tío no hay un Dios que lo aguante, ya sabes, pero la gente se lo ha pasado bien, ha chillado, ha llorado y se ha ido a casa contenta -adoptó un tono épico, como los locutores de televisión cuando transmiten un partido de la selección nacional-, en suma, te has perdido otra jornada de gloria para el socialismo español, camarada, una más, estamos embalados… -podía escuchar las carcajadas de mi hermano, al otro lado del teléfono, Pablo también se reía, ni siquiera yo soy capaz de mentir mejor.
Me pasó las manos por detrás y me desabrochó el sujetador, un Belcor enorme, modelo inevitable años setenta, color carne, cuadraditos en relieve y tres florecitas de tela en el centro, cuya contemplación le había provocado exagerados y mudos espasmos de horror. Tapó el auricular con la mano, me pasó un dedo por debajo de la hombrera y me susurró al oído:
– ¿Esta es la pérfida estrategia de tu madre para que lleguéis todas vírgenes al matrimonio, o qué?
Me quitó la blusa y el sujetador, cambiándose el teléfono constantemente de sitio.
– ¡Ah! Lulú…, Lulú ha sido mi buena acción del día… -me miraba y sonreía, estaba guapísimo, más guapo que nunca, encantado con su papel de concienzudo pervertidor de menores satisfecho de sí mismo-. Una roja más, tío, he hecho una roja más, sin cursillo, ni Gorki, ni nada. Se lo ha pasado de puta madre, en serio -hablaba despacio, mirándome, y recalcando las palabras, hablaba para Marcelo y para mí al mismo tiempo, y me pasaba el vaso por los pezones, dejando una estela húmeda, gratuita, porque tenía los pechos de punta desde que empezó, aunque el hielo provocaba una sensación contradictoria y agradable-, no te lo imaginas, ha levantado el puño, ha chillado como una histérica, ha venido cantando la Internacional en el coche todo el tiempo, en fin, el repertorio completo, ya sabes -me miró-, y nunca he visto a nadie mover la boca con tanto entusiasmo, estaba encantada de la vida… -son reía, y yo le devolvía la sonrisa, ya no tenía miedo, y sí ganas de reírme, aunque no podía hacerlo.
Traté de acelerar las cosas y me desabroché la hebilla del primer cierre de la falda, pero Pablo movió negativamente la cabeza y me dio a entender que me la abrochara otra vez.
– Lo que pasa es que nos hemos encontrado con mucha gente, hemos estado bebiendo por ahí, y ahora está con un pedo que no se sostiene -me metió la mano libre debajo la falda y comenzó a acariciarme la cara interior de los muslos con la punta de los dedos-. ¡No me jodas, Marcelo! Y yo que sé… -me coló el dedo índice debajo del elástico y comenzó a moverlo de arriba abajo, muy despacio, recorriendo con el nudillo la línea de la ingle-. ¿Pero qué dices? Yo no la he llevado a beber, hemos ido a tomar una copa, solamente, y se ha emborrachado ella solita, ya es mayor, ¿no?, pero, ¿tú qué te has creído? No iba a estar toda la noche pendiente de la cría, por muy hermana tuya que sea. Se ha escabullido un par de veces, ha bebido de mi copa y de las de los demás, yo qué sé…, estaba muy excitada, le entraba bien, y al llegar aquí se ha quedado frita, no se tenía en pie. Ahora está dormida, la hemos acostado y he pensado que se podía quedar aquí, si no te importa, no me apetece nada llevarla a casa, ahora -la punta de su dedo seguía barriendo lentamente la grieta de mi sexo, y con la otra mano, sin soltar el teléfono me empujó hacia él, tuve que apoyar las manos en el respaldo del sillón para mantener el equilibrio-. ¿Qué? No, estamos en Moreto…, y no me jodas, Marcelo, ¿qué más te da? No tiene por qué enterarse nadie. ¿No ha dicho ella ya que se iba a estudiar a casa de una amiga? Pues se queda a dormir con la amiga y ya está. Total, la boda era en Huesca ¿no? No creo que tu madre tenga las antenas tan largas… No, no sé dónde está su colegio, pero ella me lo dirá, creo recordar que tiene lengua… Que no, Marcelo, te lo juro, que no le he hecho nada, nada, ni se lo pienso hacer.