Se dirigió a la puerta y entonces, a pesar de mi aturdimiento, me di cuenta de que tenía algo importante que decir. Le llamé y se volvió hacia mí, encajando el hombro contra el quicio de la puerta.
– Nunca me he acostado con un tío, antes…
– No vamos a acostarnos en ninguna parte, boba, por lo menos de momento. Vamos a follar, solamente.
– Quiero decir que soy virgen.
Me miró un momento, sonriendo, y desapareció.
Me senté y le esperé. Traté de analizar cómo me sentía. Estaba caliente, cachonda en el sentido clásico del término. Cachonda. Sonreí. Me había llevado cientos de bofetadas sin entender por qué, después de pronunciar esa palabra, uno de los términos más habituales de mi vocabulario. Cachonda, sonaba tan antiguo… La pronuncié muy bajito, estudiando el movimiento de mis labios en el espejo.
– Pablo me ha puesto cachonda -era divertido. Lo dije una y otra vez, mientras me daba cuenta de que estaba guapa, muy guapa, a pesar de las espinillas de la frente.
Pablo me había puesto cachonda.
El estaba ahí, con una bandeja llena de cosas, mirando cómo movía los labios, quizás incluso me había oído, pero no dijo nada, cruzó la habitación y se sentó delante de mí, con las piernas cruzadas como un indio. Pensé que iba a comerme, al fin y al cabo me lo debía, pero no lo hizo.
Me quitó las bragas, me atrajo bruscamente hacia sí, obligándome a apoyar el culo en el borde del sofá, y me abrió todavía más, encajándome las piernas sobre los brazos del sillón.
– Venga, empieza, te estoy esperando.
– ¿Qué quieres saber?
– Todo, quiero saberlo todo, de quién fue la idea, cómo te pilló Amelia, qué le contaste a tu hermano, todo, vamos.
Tomó una esponja de la bandeja, la sumergió en un tazón lleno de agua tibia y comenzó a frotarla contra una pastilla de jabón, hasta que se volvió blanca.
Yo ya había comenzado a hablar, hablaba como un autómata, mientras le miraba y me preguntaba qué pasaría ahora, qué iba a pasar ahora.
– Bueno… es que no sé qué decirte. A mí me lo dijo Chelo, pero la idea fue de Susana, por lo visto.
Quién es Susana? ¡Una alta, castaña, con el pelo muy largo?
– No, ésa es Chelo.
– Ah, entonces… ¿cómo es Susana? -sumergió la esponja en la taza hasta que se llenó de espuma.
– Es baja, muy menuda, también castaña pero tirando más a rubia, tienes que haberla visto en casa.
– Ya, sigue.
No me podía creer lo que estaba pasando. Había alargado la mano y me estaba enjabonando con la esponja. Me lavaba como a una niña pequeña. Aquello me descolocó por completo.
– Pero… ¿qué haces?
– No es asunto tuyo, sigue.
– Si el coño es mío, lo que hagas con él también será asunto mío -mi voz me sonó ridícula a mí misma, y él no me contestó. Seguí hablando-. Pues, Susana lo hace mucho, por lo visto, quiero decir, meterse cosas, y entonces le contó a Chelo que lo mejor, lo que más le gustaba, era la flauta, entonces decidimos que lo probaríamos, aunque la verdad es que a mí me parecía una guarrada, por un lado, pero lo hice, Chelo al final no, siempre se raja, y bueno, ya está, ya lo sabes, no hay nada más que contar.
Colocó una toalla en el suelo, justo debajo de mí.
Me resultaba imposible no mirarme en el espejo, con el pelo blanco, fantasmagóricamente cana.
– ¿Cómo te pilló Amelia?
– Bueno, como dormimos en el mismo cuarto, ella, yo y Patricia…
– Patricia, ella y yo… -me corrigió.
– Patricia, ella y yo -repetí.
– Muy bien, sigue.
– Creí que estaba sola en casa, sola por una vez en la vida, bueno, Marcelo estaba, y José y Vicente también, pero viendo la televisión, y como estaban poniendo un partido, pues pensé… -se sacó una cuchilla de afeitar del bolsillo de la camisa-. ¿Qué vas a hacer con eso?
Me miró a la cara con su mejor expresión de no pasa nada, aunque me sujetó firmemente los muslos, por lo que pudiera suceder.
– Es para ti -contestó-. Te voy a afeitar el coño.
– ¡Ni hablar! Me eché hacia adelante con todas mis fuerzas, intentaba levantarme, pero no podía. El era mucho más fuerte que yo.
– Sí -parecía tan tranquilo como siempre-. Te lo voy a afeitar y te vas a dejar. Lo único que tienes que hacer es estarte quieta. No te va a doler. Estoy harto de hacerlo. Sigue hablando.
– Pero… ¿por qué?
– Porque eres muy morena, demasiado peluda para tener quince años. No tienes coño de niña. Y a mí me gustan las niñas con coño de niña, sobre todo cuando las voy a echar a perder. No te pongas nerviosa y déjame. Al fin y al cabo, esto no es más deshonroso que calzarse una flauta escolar, dulce, o como se llame…
Busqué una excusa, cualquier excusa.
– Pero es que en casa se van a dar cuenta y como Amelia me vea se lo va a cascar a mamá, y mamá…
– ¿Por qué se va a enterar Amelia? No creo que os hagáis cosas por las noches.
Yo -me había puesto tan histérica que ni siquiera tuve tiempo de ofenderme por lo que acababa de decir-, pero ella y Patricia me ven cuando me visto y cuando me desnudo, y los pelos se transparentan
– aquello me tranquilizó, creí haber estado brillante.
– Ah, bueno, pero no te preocupes por eso, te voy a dejar el pubis prácticamente igual, sólo pienso afeitarte los labios.
– ¿Qué labios?
– Estos labios -dejó que dos de sus dedos resbalaran sobre ellos. Yo había pensado que haría exactamente lo contrario, y me pareció que el cambio era para peor, pero ya había decidido no pensar, por enésima vez, no pensar, al paso que íbamos el cerebro se me fundiría aquella misma noche.
– Ábretelo tú con la mano, por favor… -lo hice-, y sigue hablando. ¿Qué hiciste cuando te vio Amelia?
Noté el contacto de la hoja, fría, y sus dedos, estirándome la piel, mientras volvía a hablar, a escupir las palabras como una ametralladora.
– Bueno, pues, no sé… Cuando quise darme cuenta, ella ya estaba allí delante, chillando mi nombre. Salió corriendo de la habitación, con el paraguas, dando un portazo… -la hoja se deslizaba suavemente, encima de aquello que acababa de aprender que se llamaban también labios. No sentía dolor, era más bien como una extraña caricia, pero no lograba quitarme de la cabeza la idea de que se le podía ir la mano. Apenas le veía la cara, sólo el pelo, negro, la cabeza inclinada sobre mí, y yo salí corriendo detrás de ella. No fue al cuarto de estar, menos mal, se fue directamente por la puerta de la calle, con el paraguas, debía de haber venido solamente a buscarlo. Entonces pensé que no tenía a nadie más que a Marcelo, y fui a contárselo, todavía llevaba la flauta en la mano… -la cuchilla se desplazó hacia fuera, me estaba rozando el muslo-, él estaba en su cuarto, tenía un montón de papeles encima de la mesa y no sé qué hacía con ellos, se rió, se rió mucho, y me dijo que no me pusiera nerviosa, que él le taparía la boca a Amelia, que no se chivaría por la cuenta que le traía, y me habló como tú hace un rato…
Yo pensaba que no me escuchaba, que me hacía hablar a lo loco, como cuando me operaron del apéndice, para tenerme ocupada en algo, pero me preguntó qué me había dicho exactamente.
– Pues eso, que era normal, que todo el mundo se hacía pajas y que no pasaba nada.
– Ya… -su voz se hizo más profunda-. ¿Y no te tocó?
Recordé lo que había dicho antes por teléfono -yo en tu lugar me la hubiera follado sin pensarlo-, y me estremecí.
– No… -debía de haber dado por concluido mi labio derecho porque noté el escalofrío helado de la hoja sobre el izquierdo.
– No te ha tocado nunca?
– No. ¿Pero tú qué te has creído? -sus insinuaciones me sonaban como a ciencia ficción.
– No sé, como os queréis tanto…
– ¿Tocas tú a tu hermana? -me respondió con una carcajada, tuve miedo de que le temblara la
mano.
– No, pero es que mi hermana no me gusta…
– ¿Y yo sí te gusto? -mis amigas decían que jamás se debe preguntar eso a un tío directamente, pero yo no lo pude evitar. El se echó para atrás y me miró a los ojos.
– Sí, tú me gustas, me gustas mucho, y estoy seguro de que le gustas a Marcelo también, y quizás hasta a tu padre, aunque él jamás lo reconocería -sonrió-. Eres una niña especial, Lulú, redonda y hambrienta, pero una niña al fin y al cabo. Casi perfecta. Y si me dejas acabar, perfecta del todo.