No dijimos más. Estuvimos un rato sentados en el zaguán. Noté que don Juan se estaba quedando dormido; cabeceó un par de veces y luego, sencillamente, estiró las piernas, se acostó en el piso con las manos tras la cabeza y se durmió. Me levanté y fui detrás de la casa, donde quemé mi energía física extra limpiando la basura; don Juan, recordaba yo, había dicho que le gustaría que yo lo ayudase a limpiar detrás de su casa.
Más tarde, cuando él se despertó y vino al traspatio, yo me hallaba más relajado.
Nos sentamos a comer, y durante la comida me preguntó tres veces cómo me sentía. Siendo esto una rareza, terminé por preguntar:
– ¿Por qué le preocupa cómo me siento, don Juan? ¿Espera que tenga una mala reacción por haber tomado el jugo?
Rió. Pensé que se estaba portando como un niño travieso que ha armado una jugarreta e investiga los resultados de vez en cuando. Todavía riendo, dijo:
– No pareces enfermo. Hace rato-hasta me hablaste mal.
– No es cierto, don Juan -protesté-. No recuerdo haberle hablado nunca así.
Tomé muy en serio ese punto porque no recordaba haberme sentido molesto con él.
– Saliste en su defensa -dijo.
– ¿En defensa de quién?
– Estabas defendiendo a la yerba del diablo. Ya parecías su amante.
Yo iba a protestar aún más vigorosamente, pero me contuve.
– De veras no me di cuenta de que estaba defendiéndola.
– Claro que no. Ni siquiera te acuerdas de lo que dijiste, ¿verdad?
– No, no me acuerdo. Tengo que admitirlo.
– Ya ves. Así es la yerba del diablo. Se te cuela como una mujer. Ni siquiera te das cuenta. Todo lo que sabes es que te hace sentirte bien y con poder: los músculos se hinchan de vigor, los puños dan comezón, las plantas de. los pies arden por perseguir a alguien. Cuando un hombre la conoce es cuando de veras se llena de ansias. Mi benefactor decía que la yerba del diablo se queda con los hombres que quieren poder y se deshace de los que no pueden con ella. Pero el poder era más común entonces; se buscaba con más ganas. Mi benefactor era un hombre poderoso y, según lo que me dijo, su benefactor era todavía más dado a buscar poder. Pero en esos días había razón para ser poderoso.
– ¿Piensa usted que ya no hay razón para el poder en estos di as?
– El poder está bien para ti, ahora. -Eres joven. No eres indio. Acaso la yerba del diablo sea buena en tus manos. Parece que te gustó. Te hizo sentirte fuerte. Yo mismo sentí todo eso. Y sin embargo no me gustó.
– ¿Puede decirme por qué, don Juan?
– ¡No me gusta su poder! Ya no sirve de nada. En otros tiempos, como aquellos de los que mi benefactor me contaba, había razón para buscar poder. Los hombres realizaban hazañas fenomenales, eran admirados por su fuerza y temidos y respetados por su saber. Mi benefactor me contaba historias de hazañas verdaderamente fenomenales que se realizaron hace mucho, mucho. Pero ahora nosotros, los indios, ya no buscamos ese poder. Hoy en día, los indios usan la yerba para darse friegas. Usan las hojas y las flores para otras cosas; hasta dicen que les curan los granos. Pero no buscan su poder: un poder que actúa como un imán, más potente y más peligroso de manejar cuanto más se ahonda la raíz en la tierra. Cuando uno llega a los cuatro metros -dicen que algunos han llegado- encuentra el sitio del poder permanente, poder sin fin. Muy pocos seres humanos han hecho esto en el pasado, y nadie lo hace hoy.
Te lo digo, nosotros los indios ya no necesitamos el poder de la yerba del diablo. Creo que poco a poco hemos perdido el interés, y ahora el poder ya no importa. Yo mismo no lo busco, y sin embargo una vez, cuando tenía tu edad, también sentía por dentro su hinchazón. Me sentía como tú te sentiste hoy, sólo que quinientas veces más fuerte. Maté a un hombre con un solo golpe de mi brazo. Podía aventar peñascos, peñascos enormes que ni veinte hombres podían mover. Una vez salté tan alto que tronché las copas de los árboles más altos. ¡Pero todo eso fue de balde! Lo único que hacía era asustar a los indios: nada más a los indios. Los demás, que no sabían nada de eso, no lo creían. Veían un indio loco, o bien algo que se movía en las copas de los árboles.
Estuvimos callados largo tiempo. Yo necesitaba decir algo.
– Era distinto cuando había gente en el mundo -prosiguió-, gente que sabia que, un hombre podía convertirse en león de montaña o en pájaro, o que un hombre podía volar así nomás. Por eso ya no uso la yerba del diablo. ¿Para qué? ¿Para asustar a los indios?
Y lo vi triste, y una honda simpatía me llenó. Quise decirle algo, aunque fuera una perogrullada,
– Tal vez, don Juan, ése sea el destino de todos los hombres que quieren saber.
– Tal vez -dijo suavemente.
Jueves, 23 de noviembre, 1961
Al llegar en el auto, no vi a don Juan sentado en su zaguán. Eso me pareció extraño. Lo llamé en voz alta y su nuera salió de la casa.
– Está adentro -dijo.
Resultó que don Juan se había dislocado el tobillo varias semanas antes. Había hecho su propio enyesado remojando tiras de tela en una papilla de cacto y hueso molido. Las tiras, atadas estrechamente en torno del tobillo, habían formado al secarse un molde ligero, ajustado. Tenía la dureza del yeso, pero no su amplitud de volumen.
– ¿Cómo pasó? -pregunté.
La nuera, una yucateca, que lo estaba atendiendo, me contestó,
– Fue un accidente. ¡Se cayó y casi se rompe el pie!
Don Juan rió y esperó que la mujer saliera de la casa antes de responder.
– ¡Qué accidente ni qué nada! Tengo cerca una enemiga. ¡ La Catalina! Me empujó en un momento de debilidad y yo caí.
– ¿Por qué hizo eso ella?
– Porque quería matarme, por eso.
– ¿Estuvo aquí con usted?
– ¡Sí!
– ¿Por qué la dejó entrar?
– Yo no la dejé. Ella entró volando,
– ¡Cómo dice!
– Es chanate. Y muy buena para eso. Me cogió desprevenido. Ha estado tratando de acabarme desde hace mucho. Esta vez anduvo muy cerca.
– ¿Dijo usted que es un chanate? Digo, ¿es la Catalina un pájaro?
– Ahí vas otra vez con tus preguntas. ¡Es un chanate! Igual que yo soy un cuervo. ¿Soy un hombre o un pájaro?
Soy un hombre que sabe cómo volverse pájaro. Pero hablando otra vez de la Catalina: ¡es una bruja del demonio! Su intención de matarme es tan fuerte que a duras penas logré quitármela de encima. El chanate se metió hasta mi casa y no pude detenerlo.
– ¿Puede usted convertirse en pájaro, don Juan?
– ¡Sí! Pero eso es algo que veremos después.
– ¿Por qué quiere matarlo?
– Oh, hay un viejo problema entre nosotros. Se pasó de la raya, y ahora parece que tendré que acabar con ella antes de que ella acabe conmigo.
– ¿Va usted a usar brujería? -pregunté con gran expectación.
– No seas tonto. Ninguna brujería trabajaría contra ella. ¡Tengo otros planes! Algún día te los diré.
– ¿Puede su aliado protegerlo de ella?
– ¡No! El humito nada más me dice qué hacer. Luego yo debo protegerme solo.
– ¿Y Mescalito? ¿Puede protegerlo de ella?
– ¡No! Mescalito es un maestro, no un poder que se use por motivos personales.
– ¿Y la yerba del diablo?
– Ya te dije que debo protegerme solo, siguiendo las indicaciones de mi aliado el humito. Y hasta donde yo sé, el humito puede hacer cualquier cosa. Si quieres saber de lo que sea, el humo te dice. Y no sólo te da conocimiento, sino también los medios para proseguir. Es el aliado más maravilloso que un hombre pueda tener.
– ¿Es el humito el mejor aliado posible para todo el mundo?
– Todos nosotros no somos iguales. Muchos le tienen miedo y no lo tocan, ni siquiera se le acercan. El humito es como todo lo demás; no se hizo para todos nosotros.