Entró en su cuarto y sacó tres bultos-de arpillera debajo de un petate viejo. Volvió al zaguán y tomó asiento.
Tras largo silencio abrió uno de los bultos. Era la datura hembra que había recogido en mi compañía; todas las hojas, flores y vainas apiladas con anterioridad estaban secas. Tomó el trozo largo de raíz en forma de Y, y luego ató nuevamente el bulto.
La raíz se había secado y enjutado y las barras de la horqueta se hallaban más separadas y contorsionadas. Puso la raíz en su regazo, abrió el morral de cuero y extrajo su cuchillo. Sostuvo la raíz seca frente a mí.
– Esta parte es para la cabeza -dijo, e hizo la primera incisión en la cola de la Y, que vista al revés semejaba la forma de un hombre con las piernas abiertas.
– Ésta es para el corazón -dijo, y cortó cerca del ángulo de la Y. Luego cortó las puntas de la raíz, dejando unos siete centímetros en cada barra de la Y. Luego, con lentitud y paciencia, talló la forma de un hombre.
La raíz era seca y fibrosa. Para tallarla, don Juan hacía dos incisiones y pelaba las fibras entre ambas hasta la hondura de los cortes. Sin embargo, cuando se trataba de detalles, como dar forma a brazos y manos, cincelaba la madera. El producto final fue una figurilla como de alambre: un hombre con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos en posición de aferrar.
Don Juan se levantó y fue hasta una agave azul que crecía frente a la casa, junto al porche. Asió la dura espina de una de las pulposas hojas centrales, la dobló y le dio dos o tres vueltas. El movimiento circular casi separó la espina de la hoja, dejándola colgada. El la mordió, o más bien la tomó entre los dientes, y dio un tirón. La espina salió de la pulpa, arrastrando consigo un manojo de largas fibras: hebras de sesenta centímetros de largo unidas a la parte leñosa como una cola blanca. Aún sosteniendo la espina con los dientes, don Juan trenzó las fibras entre las palmas de sus manos e hizo un cordel que ató alrededor de las piernas de la figurilla, para juntarlas. Envolvió la parte inferior del cuerpo hasta que el cordel se terminó; luego, con gran pericia, utilizó la espina como una lezna dentro de la parte delantera del cuerpo, bajo los brazos cruzados, hasta que la aguda punta salió, como brotando de las manos de la figurilla. Usó de nuevo los dientes y, jalando con suavidad, sacó la espina casi por entero. Parecía una larga lanza sobresaliendo del pecho de la figura. Sin mirar ya la estatuilla, don Juan la metió en su morral.
Parecía exhausto por el esfuerzo. Se acostó en el piso y se quedó dormido.
Ya estaba oscuro cuando despertó. Comimos las provisiones que yo le había llevado y estuvimos un rato más sentados en el zaguán. Luego don Juan caminó hacia la parte trasera de la casa, llevando los tres bultos de arpillera- Cortó varias ramas secas y encendió una fogata. Nos sentamos cómodamente frente a ella y don Juan abrió los tres bultos. Además del que contenía los pedazos secos de la planta hembra, había otro con todo lo que aún quedaba de la planta macho, y un tercero, voluminoso, que contenía pedazos verdes de datura, recién cortados.
Don Juan fue a la artesa y regresó con un mortero muy hondo, que más parecía una jarra con el fondo en suave curva. Hizo un hoyo poco profundo y asentó firmemente el mortero en la tierra- Echó más ramas secas en el fuego; después tomó los dos bultos con los pedazos secos de las plantas macho y hembra y los vació juntos en el mortero. Sacudió la arpillera para asegurarse de que todos los pedazos habían caído en el mortero. Del tercer bulto extrajo dos trozos frescos de raíz de datura.
– Voy a prepararlos sólo para ti -dijo.
– ¿Qué clase de preparación es, don Juan?
– Lino de estos pedazos viene de una planta macho, el otro de una planta hembra. Esta es la única vez que se deben juntar las dos plantas. Los pedazos vienen de un metro de hondo.
Los maceró con golpes parejos de la mano del mortero. Al hacerlo cantaba en voz baja: una especie de zumbido monótono, sin ritmo. Las palabras me resultaron ininteligibles. Se hallaba absorto en su tarea.
Cuando las raíces estuvieron completamente maceradas, tomó del bulto algunas hojas de datura. Estaban limpias y recién cortadas, todas intactas, sin cortes ni agujeros de gusano. Las echó en el mortero una por una. Tomó un puñado de flores de datura y también las echó en el mortero, en la misma forma deliberada. Conté catorce de cada cosa. Luego sacó un manojo de vainas frescas, verdes: conservaban sus espinas y no estaban abiertas. No pude contarlas porque las echó todas juntas en el mortero, pero supuse que también eran catorce. Añadió tres tallos de datura, sin hojas. Eran rojos oscuros y estaban limpios y, a juzgar por sus ramificaciones múltiples, parecían haber pertenecido a unas plantas grandes.
Tras poner en el mortero todos estos ingredientes, los convirtió en una pulpa con los mismos golpes parejos. En determinado momento inclinó el mortero y con la mano empujó la mezcla a una olla vieja. Me alargó la mano; pensé que quería que se la secara. En vez de ello, tomó mi mano izquierda y con un movimiento muy rápido separó los dedos medio y anular tanto como pudo. Luego, con la punta de su cuchillo, me hirió entre ambos dedos y desgarró hacia abajo la piel del anular. Actuó con tanta habilidad y rapidez que cuando retraje la mano ésta tenía una cortada honda, y la sangre fluía en abundancia. Cogió nuevamente mi mano, la puso sobre la olla y la apretó para forzar la salida de más sangre.
El brazo se me adormeció. Me hallaba en un estado de shock: extrañamente frío y rígido, con una sensación opresiva en el pecho y en los oídos. Sentí que resbalaba sobre mi asiento. ¡Me estaba desmayando! Don Juan soltó mi mano y agitó el contenido de la olla. Al recuperarme del shock, me sentí realmente enojado con él. Tardé bastante tiempo en recobrar la compostura.
Colocó tres piedras en torno al fuego y puso encima la olla. A todos los ingredientes añadió algo que me pareció ser un gran trozo de cola de carpintero, así como una olla de agua, y dejó hervir la mezcla. Las plantas de datura tienen, por sí solas, un olor muy peculiar. Combinadas con la cola, que produjo un fuerte olor cuando la mezcla empezó a hervir, creaban un vapor tan acerbo que yo debía contenerme para no vomitar.
La mezcla hirvió largo rato mientras seguíamos inmóviles, sentados frente a ella. A ratos, cuando el viento llevaba el vapor en mi dirección, la pestilencia me envolvía, y yo aguantaba el aliento en un esfuerzo por evitarla.
Don Juan abrió su morral y sacó la figurilla; me la dio cuidadosamente y me indicó ponerla en la olla sin quemarme las manos. La dejé resbalar suavemente hacia la papilla hirviente. El sacó su cuchillo, y por un segundo creí que iba a cortarme de nuevo; en vez de ello, empujó la figurita con la punta del cuchillo y la hundió.
Observó la papilla hervir durante un rato más, y luego empezó a limpiar el mortero. Lo ayudé. Cuando terminamos, puso contra la cerca el mortero y la mano. Entramos en la casa, y la olla quedó toda la noche sobre las piedras.
Al amanecer, don Juan me dio instrucciones de sacar la figurilla de la goma y colgarla del techo mirando hacia el este, para que se secara al sol. A mediodía estaba tiesa como alambre. El calor había sellado el pegamento, y el color verde de las hojas se había mezclado con él. La figurilla tenía un acabado brillante, extraño.-
Don Juan me pidió descolgarla. Luego me dio un morral pequeño que había hecho con una vieja chaqueta de ante que yo le llevé tiempo atrás. El morral era igual al que él mismo tenía. La única diferencia era que el suyo era de cuero café suave.