– No, de ninguna manera. No es el mismo para todos.
Jueves, 12 de abril, 1962
– ¿Por qué no me dice más sobre Mescalito, don Juan?
– No hay nada que decir.
– Ha de haber miles de cosas que yo debería saber antes de encontrarme de nuevo con él.
– No. A lo mejor para ti no hay nada que debas saber. Como ya te dije, no es el mismo para todos.
– Lo sé, pero de cualquier modo me gustaría saber qué opinan otros acerca de él.
– La opinión de aquellos que se preocupan por hablar de él no vale mucho. Ya verás. Lo más probable es que hables de él hasta cierto punto, y de allí en adelante no vuelvas a mencionarlo.
– ¿Puede usted contarme de sus primeras experiencias?
– ¿Para qué?
– Así sabré cómo portarme con Mescalito.
– Tú ya sabes más que yo, Jugaste de verdad con él. Algún día verás cuán bueno fue contigo el protector. Estoy seguro de que esa primera vez te dijo muchas, muchas cosas, pero estabas sordo y ciego.
Sábado, 14 de abril, 1962
– ¿Toma Mescalito cualquier forma cuando se muestra?
– Sí, cualquier forma.
– Entonces, ¿cuáles son las formas más comunes que usted conoce?
– No hay formas comunes.
– ¿Quiere usted decir, don Juan, que se aparece en cualquier forma hasta a los hombres que lo conocen bien?
– No. Se aparece en cualquier forma a los que apenas lo conocen un poco, pero para quienes lo conocen bien es siempre constante.
– ¿Cómo es constante?
– A veces se les aparece como un hombre, igual que nosotros, o como una luz. Nada más una luz.
– ¿Cambia alguna vez Mescalito su forma permanente con quienes lo conocen bien?
– No que yo sepa.
Viernes, 6 de julio, 1962
Don Juan y yo iniciamos un viaje el sábado 23 de junio, al atardecer. Dijo que íbamos a buscar honguitos en el estado de Chihuahua. Dijo que sería un viaje largo y duro. Tenía razón. Llegamos a un pequeño pueblo minero en el norte de Chihuahua a las 10 p.m. del miércoles 27 de junio. Caminamos desde el sitio donde estacioné el coche, en las afueras del pueblo, hasta la casa de sus amigos, un indio tarahumara y su esposa. Allí dormimos.
A la mañana siguiente, el hombre nos despertó a eso de las cinco. Nos llevó atole y frijoles. Tomó asiento y habló con don Juan mientras comíamos, pero nada dijo sobre nuestro viaje.
Después del desayuno, el hombre puso agua en mi cantimplora y dos panes de dulce en mi mochila. Don Juan me entregó la cantimplora, se colgó la mochila a la espalda con un cordón, agradeció al hombre su cortesía y, volviéndose hacia mi, dijo:
– Es hora de irse.
Anduvimos cosa de kilómetro y medio sobre el camino de tierra. Después cortamos a través de los campos, y en dos horas nos hallamos al pie de los cerros al sur del pueblo. Ascendimos las suaves laderas en dirección suroeste aproximada: Cuando llegamos a las pendientes más abruptas, don Juan cambió de dirección y seguimos hacia el este, sobre un valle alto. Pese a su edad avanzada, don Juan mantenía un paso tan increíblemente rápido que al mediodía yo estaba agotado por completo. Nos sentamos y él abrió el saco de pan.
– Puedes comer todo si quieres -dijo,
– ¿Y usted?
– No tengo hambre, y después no necesitaremos esta comida,
Yo estaba muy cansado y hambriento y acepté su oferta. Sentí que aquél era un buen momento para hablar sobre el propósito de nuestro viaje, y como incidentalmente pregunté:
– ¿Piensa usted que nos quedaremos aquí mucho tiempo?
– Estamos aquí para juntar un poco de Mescalito. Nos quedaremos hasta mañana,
– ¿Dónde está Mescalito?
– En todo el rededor.
Cactos de muchas especies crecían en profusión por toda la zona, pero no pude ver peyote entre ellos.
Echamos a andar de nuevo y a eso de las 3 llegamos a un valle largo y angosto, con empinadas colinas a los lados.
Me sentía extrañamente excitado ante la idea de hallar peyote, que nunca había visto en su medio natural. Entramos en el valle, y hemos de haber caminado unos ciento veinte metros cuando de pronto localicé tres inconfundibles plantas de peyote. Estaban agrupadas, unos centímetros por encima del terreno frente a mí, a la izquierda del sendero. Parecían rosas verdes redondas y pulposas. Corrí hacia ellas, señalándolas a don Juan.
El no me hizo caso y deliberadamente me dio la espalda al alejarse. Me di cuenta que había hecho lo que no debía, y durante el resto de la tarde caminamos en silencio, cruzando despacio el suelo llano del valle, cubierto de piedras pequeñas y agudas. Pasábamos entre los cactos, espantando multitudes de lagartijas y a veces un pájaro solitario. Y yo dejé atrás veintenas de plantas de peyote sin decir una palabra.
A las 6 estábamos al pie de las montañas que marcaban el final del valle. Trepamos a una saliente. Don Juan dejó su saco y se sentó.
Yo tenía hambre de nuevo, pero no nos quedaba comida; sugerí que recogiéramos el Mescalito y volviéramos al pueblo. Pareció molestarse y chasqueó los labios. Dijo que íbamos a pasar la noche allí.
Permanecimos sentados en silencio. Había una pared de roca a la izquierda, y a la derecha estaba el valle recién atravesado. Se extendía una distancia considerable y parecía ser más ancho y menos llano de lo que yo pensaba. Desde esta perspectiva, se le veía lleno de cerritos y protuberancias.
– Mañana echamos a andar de regreso -dijo don Juan sin mirarme y señalando el valle. Caminamos de vuelta y lo recogemos al cruzar el campo. Es decir, lo recogeremos sólo cuando se nos presente en nuestro camino. El nos encontrará y no al revés. El nos encontrará… si quiere.
Don Juan se reclinó contra el farallón y, con la cabeza vuelta hacia un lado, continuó hablando como si hubiera allí otra persona aparte de mi.
– Otra cosa. Sólo yo puedo recogerlo. Tú a lo mejor puedas cargar la bolsa, o caminar delante de mi; todavía no sé. Pero mañana ¡no vayas a señalarlo como hiciste hoy!
– Lo siento, don Juan.
– Está bien. No sabías.
– ¿Le enseñó su benefactor todo esto sobre Mescalito?
– ¡No! Nadie me ha enseñado sobre él. Mi maestro fue el mismo protector.
– ¿Entonces mescalito es como una persona con quien se puede hablar?
– No, no es.
– ¿Entonces cómo enseña?
Permaneció callado un rato.
– ¿Te acuerdas de la vez que jugaste con él? Entendiste lo que quería decir, ¿no?
– ¡SI!
– Así enseña. No lo sabías entonces, pero si le hubieras prestado atención te habría hablado.
– ¿Cuándo?
– Cuando lo viste por primera vez.
Parecía muy molesto por mis preguntas. Le dije que tenia que preguntar todo esto porque deseaba averiguar cuanto pudiese.
– ¡No me preguntes a mí! -sonrió con malicia-. Pregúntale a él. La próxima vez que lo veas, pregúntale todo lo que quieres saber.
– Entonces Mescalito es como una persona con quien se puede…
No me dejó terminar. Se dio vuelta, recogió la cantimplora, bajó de la saliente y desapareció al rodear la roca. Yo no quería estar allí solo, y aunque no me había pedido acompañarlo fui tras él. Caminamos unos ciento cincuenta metros hasta un arroyuelo. Se lavó manos y cara y llenó la cantimplora. Hizo buches de agua, pero no la tragó. Saqué un poco de agua en el hueco de mis manos y bebí, pero él me detuvo y dijo que era innecesario beber.
Me dio la cantimplora y echó a andar de regreso a la saliente. Al llegar volvimos a sentarnos mirando el valle, de espaldas contra el farallón. Pregunté si podíamos encender un fuego. Reaccionó como si fuera inconcebible preguntar tal cosa. Dijo que por esa noche éramos huéspedes de Mescalito y que él nos daría calor.
Ya anochecía. Don Juan extrajo de su saco dos delgadas cobijas de algodón, echó una en mi regazo y, con la otra sobre los hombros, se sentó cruzando las piernas. Abajo, el valle estaba oscuro, sus contornos ya difusos en la bruma del atardecer.